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janvier /juin 2007 - janeiro / junho 2007

Amor, amores y desamor en el Sur peruano (1750-1800)·

Bernard Lavallé

Resumen

El corpus utilizado para este trabajo proviene en su totalidad del Archivo Arzobispal de Arequipa. Son diecinueve legajos relativos a la segunda mitad del siglo XVIII y que pertenecen a las series: nulidad de matrimonios y causas penales. Así se ha podido reunir para un solo estudio una documentación que abarca tanto las desavenencias matrimoniales que desembocaron en problemas institucionales (divorcio o nulidad), como los múltiples conflictos de naturaleza muy variada que suscitaron las infracciones a las normas entonces vigentes de las relaciones sentimentales y/o sexuales, en el sur peruano en la segunda mitad del siglo dieciocho. La primera impresión que se desprende de este corpus, es la de una violencia generalizada y omnipresente en la vida de las parejas que podía surgir cualquiera que fuese su nivel social o su pertenencia étnica.

 

En las últimas décadas la historia social se ha nutrido y sobre todo renovado en particular gracias a documentos que, expresando de formas muy diversas tensiones y confrontaciones normalmente silenciadas, ponían al descubierto, en la espontaneidad pero también en la duplicidad del enfrentamiento, actitudes y discursos reveladores de realidades profundas que la “normalidad” solía ocultar y, a veces, trataba de negar. Así, otras vías complementarias y/o alternativas para comprender las situaciones y los procesos sociales han ido surgiendo de lo borroso. Por ejemplo de los trabajos dedicados a la mujer y a la relación de pareja. Más allá de sus logros inmediatos y de los fines que, en un principio, se asignó a sí misma, la historia del género ha permitido revitalizar algunos sectores del análisis histórico en general, proporcionando un abanico nuevo, y las más de las veces particularmente sugerente, de reveladores sociales. En esa perspectiva, los trabajos dedicados a los conflictos matrimoniales, como divorcio y nulidad, se han ido multiplicando, casi siempre en base a documentación eclesiástica, y la bibliografía sobre el tema es hoy cuantitativa y cualitativamente importante en muchos países del antiguo imperio español de América.

En el caso peruano, a mediados de los ochenta, dos estudios se publicaron sobre el tema. Los dos tienen a Lima como escenario, pero uno en la segunda mitad del siglo XVII y otro, un siglo más tarde, a finales de la época colonial (Flores Galindo, 1984:403-434). Más recientemente, un libro también ha tocado el tema de manera muy sutil, dentro de una problemática más general (Mannarelli, 1993).

En las páginas siguientes, hemos conservado globalmente el mismo enfoque que en nuestro artículo anterior, pero, en un afán comparativo, lo hemos ampliado y diversificado, abandonando adrede el ya conocido escenario capitalino por las lejanas provincias sureñas, mucho menos estudiadas y tan contrastadas en lo geográfico y étnico. Por otra parte, no hemos vuelto a tomar aquí la reflexión metodológica que supone el manejo de ese tipo de documento. La habíamos desarrollado en el citado trabajo al que remitimos. Gira en lo esencial alrededor de la naturaleza de los testimonios de ambas partes, sin duda alguna amañados, pero dentro de los límites de cierta verosimilitud, con miras a la mejor eficacia de los alegatos o de las defensas.

De todas formas son mediatizados por la pluma de los abogados, razón por la cual sería un error ver en ellos une expresión espontánea de demandantes y demandados. En fin, cabe reflexionar sobre lo que significaban esas posibilidades, esas especies de válvulas de escape, que la Iglesia ofrecía en un mundo de compulsión.

El corpus utilizado para este trabajo proviene en su totalidad del Archivo Arzobispal de Arequipa. Son diecinueve legajos (que suman más de ciento cincuenta expedientes), todos relativos a la segunda mitad del siglo XVIII y que pertenecen a tres series: nulidad de matrimonios (leg. 4-8), causas penales (leg. 4-9), así como otros ocho de diversas vicarías del entonces obispado. Así, hemos podido reunir para un solo estudio una documentación que abarca tanto las desavenencias matrimoniales que desembocaron en problemas institucionales (divorcio o nulidad), como los múltiples conflictos de naturaleza muy variada que suscitaron las infracciones a las normas entonces vigentes de las relaciones sentimentales y/o sexuales. Afortunadamente, las series nulidad y causas penales distan mucho de concernir sólo a feligreses de la sede episcopal, de los pagos y pueblos aledaños (Yanahuara, Paucarpata, Socabaya, Cayma) o de los viñedos estrechamente vinculados con Arequipa, a la que abastecían (Siguas, Vítor, Majes).

Dan una imagen bastante significativa del vasto y complejo ámbito regional que abarcaba los actuales departamentos peruanos de Arequipa, Moquegua, Tacna, y, al sur, la región hoy chilena de Tarapacá. Además, gracias a la serie vicarías, podemos adentrarnos aún más en la geografía del obispado arequipeño, a nivel de las pequeñas ciudades españolas de la costa (Moquegua, Camaná, Tacna, Arica), las mayoría de ellas de muy escasa importancia en ese entonces, pero también de pueblos indígenas o evidentemente mestizos de la zona serrana: Ilabaya, Candarave (Tacna), Omate, Carumas, Ubinas (Moquegua), Andaray, Yanaquihua, Pampacolca, Chacana, Chuquibamba Salamanca, Chivay, Yanque, Lari y otros (Arequipa). Vemos cómo, localmente, los curas trataban de resolver los problemas que al respecto se les presentaban. Se puede así, en muchos casos, precisar los análisis de una manera que la documentación administrativa eclesiástica, a nivel episcopal, no suele permitir tan fácilmente.

1.    Crónicas de la violencia cotidiana

La primera impresión que se desprende de este corpus, es la de una violencia generalizada y omnipresente en la vida de las parejas que podía surgir cualquiera que fuese su nivel social o su pertenencia étnica. Prácticamente todas las solicitudes de divorcio presentadas por mujeres, pero también otros muchos expedientes de éstas, en las causas penales por ejemplo, aducen como argumento central los abusos de fuerza de sus maridos o de los hombres en general.

Vuelven, cual dolorosa letanía, expresiones como: intolerable sevicia, mayores tormentos, tirana crueldad, los mayores padecimientos que pueden explicarse, la vida más amarga que se puede imaginar, y en el mejor de los casos infamias y dichos impersonales, injurias reales y verbales. A esos maridos, se les califica de enemigo cruel que insesamentemente (sic) me ha maltratado y oprimido (Francisca Chacón, 1788, nulidad 8), de furioso y demente (Francisca Velarde, 1770, nulidad 6). Se denuncia un genio precipitado y violento (María Bernarda del Pino, 1761, nulidad 6), su voracidad y genio velicoso [...] su genio tan ardiente y velicoso (María Magdalena Carvallo, 1788, nulidad 8). Algunas demandantes no vacilan en comparar su desgraciada suerte con el maltratamiento más terrible y cruel que se puede inferir a los esclavos más iniquos (María Rodríguez, 1751, nulidad 5), o en afirmar que temen por su vida:

“He experimentado continuados rigores y maltratamientos por tener éste [mi marido] el genio mui violento… y se halla mi vida en un peligro gravísimo” (Cayetana Cevallos, 1780, nulidad 7)

Estas violencias, muchas veces con sus consiguientes abortos y heridas, algunas de ellas verdaderamente espantosas y las más certificadas por médicos y/o testigos presenciales, son pormenorizadas: golpiza con una pala hasta perder los sentidos, en el caso de Sibila Suárez (1784, nulidad 7); arrastrada de los cabellos por el suelo (Isidora de la Torre, 1788, nulidad 8); muchos y formidables azotes con un lasso y en especial en las nalgas a Gerónima Acosta, del valle de Siguas, a la que su marido desnudaba a viva fuerza, cortándole las cintas de las polleras con una navaja antes de pegarla en cueros vivos (1772, nulidad 6); repetidas palizas que varías veces dejaron como muerta a Tomasa Aguilar, de Pampacolca (1791, nulidad 8) quien además durante los viajes que hacía por los caminos de la sierra recibía de su marido, para que apresurara el paso, cabestrazos incesantes que la arreaban como si fuera ganado

. Por no abusar de los ejemplos, entre otros muchos casos reveladores, citemos dos para terminar. Uno es el de Paula de Iporri que, al cabo de diecisiete años de casada, pide separación del marido, Miguel de Zúñiga, porque acaba de dejarla seis meses en cama tras dislocarle la mandíbula a raíz de una puñada en la sien y quijada, mientras, dice ella, con otra que en esta mesma ocasión me dió en la mollera me dexó por muerta (1750, nulidad 5).

El otro es el de María Corrales, que cuenta cómo, en una de los muchos arrebatos violentos de su marido el capitán Pedro Galtier Wintuisen, uno de los esclavos de la casa tuvo que desarmarlo porque la quería apuñalar. (1794, nulidad 8).

Estas situaciones a veces habían comenzado inmediatamente después del casamiento: ocho días según la ya citada María Corrales, a los pocos días dice Nicolasa de Olaguibel (1794, nulidad 8), y duraban desde hacía años en el momento de las quejas. Es en efecto de notar cómo las demandas de divorcio, separación, eventualmente de nulidad (porque en principio se fundamentan en otro tipo de argumento y sólo aluden a la violencia de manera tangencial) se presentaban a la autoridad eclesiástica después de muchos años de convivencia y, por lo tanto, de padecimiento.

De los expedientes que indican la duración del matrimonio, se calcula que en casi la mitad tenían diez años o bastante más (15, 16, 18, a veces 20 o muchos años), aunque tampoco escasearon uniones de las que se pedía la disolución a los pocos meses o antes de los tres años (uno de cada seis).

Conscientes del problema, las autoridades trataban de refrenar a los violentos para evitar el fatal desenlace del divorcio o quizá mayores tragedias. La justicia eclesiástica tenía varias opciones. Se trataba de meras reprensiones, o de la separación provisional de la pareja por un tiempo dado, en general un año, para apaciguar los rencores y dar a cada uno de los cónyuges el tiempo de reflexionar. En cuanto a los alcaldes, podían encarcelar a los abusivos, y muchas veces no vacilaban en hacerlo. El resultado de esas medidas prudenciales parece haber distado bastante de lo que se proponían. Algunas mujeres se quejaban en efecto de que, después, sus maridos reincidían, cuando no arreciaban sus violencias.

Así lo cuentan Lorenza Martínez del Pino (1753, nulidad 1), la india de Cayma Manuela Quispe (1754, ibid.), la también indígena Micaela Jara (1761, nulidad 6). Incluso parece que los esposos querían vengarse de lo que consideraban como una afrenta o un atentado a sus derechos. Habiendo sido encarcelado Antonio de Cárdenas por el alcalde a raíz de muchos golpes, azotes y palos dados a su mujer, María Mendoza, hasta dejarla como muerta, ella se queja de que, no bien recobró Antonio la libertad, fue sólo -dice ella- a golpearme de suerte que me a puesto en estado lastimoso (1765, nulidad 6).

En este largo e iterativo martirologio femenino, dos elementos, muchas veces vinculados entre sí, parecen haber suscitado o coadyuvado bastante la violencia casera: por una parte, el alcoholismo repetidas veces denunciado como causante de muchos males y de desestructuración de la sociabilidad familiar; por otra parte, el adulterio y el amor a la vida libre, con su consiguiente séquito de rencillas, problemas económicos y celos, cuyas manifestaciones los maridos volubles pretendían acallar con la fuerza. Escuchemos a Tomasa Aguilar, indígena oriunda de Pampacolca en el alto valle del río Andamayo, y madre de once hijos de los cuales siete habían muerto:

“Yo soy casada el espacio de serca de veinte y seis años, y no he conosido la cara del gusto en todo este tiempo, porque él es el hombre todo entregado a la embriaguez. Tiene por costumbre procrear en mí un hijo, y luego salir negándolo, asta que después de que éste se halla como decimos destetado, y después de andarse de bagante, se recoxe por unos cortos días a bolver a procrear otro, y al instante que me reconose ensinta, buelve a protestar lo mesmo y se retira asta que yo aya librado del parto, ynjuriándome en publico y secreto, enajenando quanto he tenido de mis cortos vienes asta llegar al estremo de dejarme desnuda” (1791, nulidad 8)

Para muchos contemporáneos, este uso y abuso de la violencia les parecía casi normal y, en alguna forma, era como parte integrante de la potestad marital. Por consiguiente, cuando en los pleitos los abogados de la parte adversa y la justicia se lo reprochan, ellos apenas se disculpan, concediendo que lo hicieron de vez en cuando, como algo natural, una sencilla amenaza.

En algunas declaraciones y quejas de las mujeres, una lectura atenta revela la naturaleza profunda de tal actitud. En 1751, aludiendo a las golpizas de su esposo que, según afirmaba ella, una vez entre otras la molió a palos un día entero, Ana Velarde, del valle de Majes, explicaba los desmanes de su marido de dos maneras: porque ella estaba indefensa allá en su hacienda, pero también por el mero hecho de que él, por ser su esposo, se lo creía todo permitido (alusinado del rótulo de serlo...) (Majes 8).

De la misma manera, en 1799, Magdalena J. Espínola Rospillosi, hija del corregidor de Moquegua, casada con el capitán Tomás Navarro, denunció las violencias de su esposo y las explicaba como cosas, si bien molestas, casi corrientes porque en el matrimonio no faltan desabenencias por el capricho de un dominio serbil que quiere tomar el marido sobre la muger (Moguegua 40). Ese dominio servil, comúnmente exigido por los hombres, esa sumisión, amor y rendimiento que debían manifestar las esposas honradas, (1795, Nicolasa de Olaguibel, nulidad 8), eran las dos caras de una misma actitud; que fundamentaba la vida matrimonial en una relación de fuerza de la que todo dependía.1

Tomemos ahora un ejemplo proveniente del otro extremo del abanico social de la colonia. En 1785, en el expediente abierto a raíz de las quejas de Juana Chipo, una india de Carumas, en la sierra de Moquegua, por los golpes que le propinó su marido, quien no negó haberle dado alguno que otro latigazo, dos o tres, pero en seguida, para su defensa, puntualizó lo siguiente que, a su parecer, daba constancia de su total derecho y sobre todo buena fe:

“...siendo permitido por derecho a los maridos, en especial a los indios, castigar moderadamente a sus mugeres quando éstas no quieren ovedeser en cosas lícitas  y justas”

Como lo encarcelaron por un motivo, según pensaba, injusto o por lo menos tan baladí, representaba el peligro potencial del abuso que contra él se cometía:

“Ponerme preso, es abrir margen para que las mugeres casadas nieguen enteramente la ovedencia a sus maridos, de lo que resultan grabes perjuicios al santo sacramento del matrimonio” (causas penales 8)

Entre las violencias conyugales referidas, muy pocas están relacionadas de manera directa con lo sexual. Es una constante que también notamos en los expedientes limeños del siglo anterior. Aquí, los únicos en que se alude de manera directa a ello es cuando Manuela Sisa denuncia a su marido, Nicolás de Herrera, entre otras muchas sevicias, por haberle querido meter un cuchillo en el sexo (1751, nulidad 5); o cuando Evarista Arroyo, de Moquegua, llega a Arequipa para pedir el divorcio de Domingo Córdoba, víctima por su vida desordenada de un fuerte gálico:

“dimanando de aquí —dice su esposa— que a principiado a contagiarme, causa porque he llegado enferma a esta ciudad acompañada de las graves resultas que engendran las crueldades”.(1789, nulidad 8) 2

Sin embargo, más allá de esos casos excepcionalmente confesados, muchas veces las violencias relatadas tienen lugar de noche. Los maridos violentos aprovechaban ese contexto para amedrentar más aún a sus esposas, pegándolas adrede en el abandono de un descampado, pero otras veces, las más numerosas, los problemas relatados tenían por escenario la habitación e incluso la cama matrimonial, lo cual permite sin duda alguna relacionarlos con dificultades surgidas de la cópula marital como entonces se decía. Daremos dos ejemplos: Leonarda Ramírez fue obligada por su esposo, después de que la pegó, a quedar desnuda al pie de la cama (1754, Majes 8). Juana Riveros, del pago de Paucarpata en las inmediaciones de Arequipa, cuenta cómo después de separados algún tiempo decidió retomar la vida común con su marido, pero la misma noche de su reencuentro, en el momento de acostarse, él la cogió del cuello, la tumbó en el suelo dándole numerosos puñetazos, y la tiró a la cama. (1790, nulidad 8) 3

2.    Astucias y triquiñuelas de la nulidad de matrimonio

En las desavenencias de las parejas, los maridos no eran los únicos responsables y/o culpables de esas violencias. En efecto, en los expedientes de nulidad de matrimonio, las esposas demandantes aducen a menudo que se casaron o, mejor dicho, las habían casado en contra de su voluntad, a veces mediante todo tipo de presiones, dando así inicio a una relación conyugal problemática y que degeneraba al poco tiempo en enfrentamientos. Tales eran los casos de Antonia de Villegas, a quien su padre impidió desposarse con su amado (1750, nulidad 5), de Lucía de Aspe, de Moquegua, que lo consintió sólo por dar gusto a la persona que la criaba desde niña (1759, ibid.), o de la india Manuela Mendoza, de Cabanaconde en el valle del Colca, que recuerda cómo, a los doce años me casaron —dice ella— casi sin saber lo que hacía (nulidad 6). A veces, los motivos y circunstancias están más precisados. Antonia de Escudero se vio obligada por la áspera condición de la dicha su madre (1743, Majes 8). Lorenza Martínez del Pino, en 1753, puntualiza lo siguiente:

“Siendo el caso que como el dicho mi padre tenía promta voluntad para selebrar segundas nupcias con doña Lucía Viscarra, como lo executó, procuró atropelladamente darme estado de matrimonio contra mi voluntad, por librarse de tener hija entro de casa sin él, quando mi voluntad fue al contrario de tomar estado de religiosa y me lo embarasó el dicho mi padre pretestando cresidos gastos...” (nulidad 5)

Caso también muy interesante, es el de la india María Condori, de Calcha, un anexo de Chivay también en el valle del Colca. Seis años atrás, su cacique la había casado contra su voluntad con un yndio impedido y siego nombrado Fernando Herrera:

“...sólo afin de lograr el acomodo de Fernando su sobrino, por conoser que mi padre Sebastián Condori y mi madre Francisca Guaccha gosaban superabundante ganado. Esta codicia ha sido cauza de mis padecimientos [...] Aunque se prestó el disenso ante mi cura por mi parte, fue por el respeto y miedo a mi cazique”

Llamado a testimoniar, el cura que había celebrado el casamiento, confesó la veracidad de los hechos y lo fundado de la demanda, tanto más que los recién casados habían permanecido seis meses en su casa. Todo había sido arreglado por la madre del novio que, ignorante de la impotencia de su hijo, pensaba así tener nietos para trabajar las tierras que él por su minusvalía no podía atender (1792, nulidad 8).

Para conseguir la tan ansiada nulidad, que equivalía a recobrar una entera libertad, muchas demandantes aducían causas que a veces parecen haber sido bastante especiosas, por lo muy difícil de probar, si bien, efectivamente, estaban previstas por la legislación matrimonial. Una era haberse casado con alguien con el que se había tenido relaciones en vida del cónyuge de un anterior matrimonio (Tadea Chávez, 1788, causas penales 8). Otra, más frecuente, era afirmar que él -o la- cónyuge había tenido relaciones sexuales con una o un pariente de quien demandaba. Este tipo de motivo, tanto en la documentación arequipeña como en la de otros obispados peruanos de la época, se daba a menudo entre los indígenas. Así lo reprochaba a su marido la ya citada Manuela Quispe, india principal de Cayma, o Victoriana Sánchez, del valle de San Jacinto de Chala, al suyo, Juan de Tapia, supuesto amante de la hermana de la demandante (1756, nulidad 5).

Pero en ambos expedientes, esas acusaciones difíciles de probar tienen toda la apariencia de haberse añadido a un historial conflictivo ya de por si bastante nutrido, con miras a conseguir, eventualmente, una nulidad de matrimonio más apetecible que un mero divorcio. En 1737, Felipe Juárez, de la doctrina de Huancarqui, pidió, y consiguió, la nulidad de su matrimonio celebrado tres meses antes con Francisca Casillas, porque ella acababa de informarle que había tenido relaciones con un tío de él ¿Confesión cierta y sincera, o manera cómoda para los dos de disolver una pareja ya con problemas? (Majes 8) 4

En otros expedientes, la manipulación que se hacía de los posibles causantes de la nulidad se trasluce de manera aún más evidente. En 1791, Josefa Valencia, de Moquegua, pidió la nulidad de su matrimonio celebrado nueve meses antes con Antonio Hurtado y Nieto. Según afirma, entonces se la había llamado a la casa de don Antonio que estaba muy grave e incluso desahuciado, a donde también citó a un sacerdote y, dado su estado de salud, le pidió que lo casara con Josefa en el acto y sin mediar las acostumbradas amonestaciones, para tranquilidad de la conciencia de ambos porque habían sido amantes. Por esas cosas de la vida, y contra todo pronóstico, Antonio Hurtado no murió. Por eso ahora, quién sabe si decepcionada pero de todas maneras bien decidida a recuperar su libertad, Josefa aducía que ella había tenido relaciones también con un tío y un primo de su marido, por lo que pedía la disolución de su vínculo matrimonial, no sin pedirle al esposo una renta vitalicia, además de la restitución de 1600 pesos que él retenía en su poder. (Moquegua 40)

Uno u otro miembro de la pareja no era siempre él o la responsable de esas triquiñuelas. Siguiendo los meandros de ciertos expedientes, se transparentan situaciones familiares bastante confusas, complicadas, y más tirantes aún por el tipo de jerarquización étnico social de la colonia. La familia de cualquiera de los dos podía valerse de esa posibilidad para pedir que se deshiciera un matrimonio que no le gustaba. Así Javier de Medina y Petronila de Espinosa Chacón que se habían casado de manera un tanto acelerada y, por lo visto, en contra de la voluntad de los padres de la joven, tuvieron que separarse porque éstos, para conseguir sus fines, recordaron muy oportunamente que los dos esposos eran primos en segundo grado. (1785, Chuquibamba 1). En 1784, Ignacio de Lizárraga se quiso casar en Vítor con Rosa Zegarra, muy probablemente una morena. Cuando se hizo público el proyecto, el padre del joven, un mayordomo de hacienda, comunicó al párroco que se había acostado con su futura nuera en varias ocasiones.

El cura no quiso pasar adelante, pero Ignacio y Rosa, jugándose todo por su amor, huyeron a Arequipa con el malicioso ánimo de casarse. Lo consiguieron efectivamente, fingiéndose feligreses de una de las parroquias de la ciudad. Cuando, a petición del padre, la justicia los alcanzó, Rosa empezó negando, pero ante la insistencia de su suegro, lo relató todo con pelos y señales: los encuentros en la huerta y en el platanal, las contraseñas que tenían para cerciorarse de que podían verse sin peligro ni indiscreciones, etc. Sin embargo, la justicia eclesiástica terminó confirmando el matrimonio de Rosa e Ignacio, teniendo éste que esperar el fallo tres meses en la cárcel. Se les concedió la necesaria dispensa, con tal que ambos se comprometiesen a confesarse y comulgar en las quatro festividades de Nuestra Señora, y de rezar su santísimo rosa rio precisament epor espacio de un mes, todos los días. Es muy probable que no ayudo poco a esa sentencia el hecho de que, en una de sus declaraciones, Rosa afirmó rotundamente que, de no confirmarse el casamiento, demandaría a su ex –futuro- suegro, por haber tenido relaciones también con una hermana de ella, Brígida, lo cual dejaba presagiar otra tanda de complicaciones y conflictos familiares. (causas penales 6)

Otro caso significativo tanto de lo complejo de las situaciones familiares como de los resquicios y fallas que éstas ofrecían a los pleitistas, es el de Agustín Calderón y Bernarda Chacón, del valle de Majes. Se casaron y vivieron sin problema hasta que un tercero, de dudosas intenciones, publicó en el pueblo que Bernarda era sobrina de una tal Rosa Portugal, de Chuquibamba, ex amante de Agustín. Él, enamorado de su mujer, no quería abandonarla tanto más que estaba encinta, y argüía para probar la buena fe de ambos:

“La mensionada Rosa es mulata y esclava que fue de doña Bernarda Portugal, y se la dió en dote por esclava D. Bernardo Portugal, su padre, que ya es muerto, y la dexó libre la mensionada doña Bernarda Portugal quando murió ¿Que quién havía de entender que, siendo hija, la diese en dote D. Bernardo Portugal a su hija y por esclava?”.

Considerando además que Bernarda era huérfana de padre y madre (y que también era dueña de un pedaso de viña vastante perdida el que comens[ó] a trabajar y gastar en él lo poco que tenía, de la que para su cultivo est[aba] deviendo muchos pesos) Antonio pedía al obispo que por las causas suficientes que ten[ía] y ayer contraído el matrimonio en buena fe [..] que se digne la gran piedad de Su Ilustrísima de dispensar el empedimento.... (Majes 8). En 1784, Margarita Montesdoca, de Tacna, casada con Josef Escalante, pidió la anulación de su matrimonio. Indicaba que su esposo había tenido una relación con una hija natural del padre de ella, Melchora Gascón, esto es con su cuñada. En su defensa, Josef Escalante insistió sobre el carácter especioso de tal argumento, afirmando:

“Se han valido de unos artificios que no sólo son irregulares, sino que me son demaciadamente censibIes pues tiran a querer manchar lo más vivo de mi honor”.

Se extrañaba, al parecer con razón, de que la familia de su mujer hubiera sacado a relucir tal argumento sólo en los últimos meses, esto es desde que estaban separados y no lo hubiesen hecho nunca antes a lo largo de los veinte años que llevaban de casados. Interrogados los testigos confirmaron que, efectivamente, esto no era para ellos ninguna novedad, pues todos en la ciudad bien conocían la antigua relación de Josef con Melchora y de quien era hija. El juez eclesiástico de la comarca parece haber quedado bastante perplejo ante este caso, sospechando sin duda alguna maniobra de la familia de la esposa que, además, insistía en recuperar una casa cuya propiedad compartían los esposos. La autoridad eclesiástica los quiso reconciliar, pero en vano, y al cabo de cinco años de pesquisas, acusaciones y alegatos contradictorios, se decidió elevar el expediente al tribunal episcopal de Arequipa para que sentenciara en última instancia. (Tarapacá 5).

En 1799, en Omate, pueblo de la sierra de Moquegua, un testigo vino a denunciar al cura que Jacinto Medina y Ana Quintanilla, casados el 30 de agosto, eran en realidad parientes en tercer grado, cosa prohibida por la legislación matrimonial. El sacerdote inició en seguida una investigación de la cual resultó ser cierta la denuncia de que los jóvenes se casaron maliciosamente a sabiendas de todos y sobre todo del alcalde indígena Pablo Caylla (...salió de común acuerdo ocultar la verdad y casarse como otros lo habían hecho). No era este un caso único en el pueblo. En la investigación que el cura emprendió se hizo evidente. Los testigos terminaron confesando que el citado parentesco es público en el lugar y pocos lo ignoran. En cuanto a los contrayentes, el esposo trató torpemente de probar que no podía estar enterado, pero su mujer confesó que lo sabía. Cuando habló del problema con su futuro marido, él le habría contestado...que todo lo allanaría y ocurriría por dispenzar al señor obispo y lo pagaría su faltriquera a fin de remediarse.

El propio alcalde, sabedor de la situación, le habría dicho a su esposa: “No lo declaremos, que después de hecho el casamiento, nadie lo ha de aberiguar”

En realidad, no por molestar a la pareja pero sí, por lo visto, al alcalde, no había pasado tal como pensaba. Se le castigó con la prohibición, bastante leve, de ser en adelante testigo. En cuanto a los recién casados, visto que ella estaba embarazada, recibieron la confirmación de su matrimonio a cambio de adecuadas penitencias (Omate 2).

Las autoridades episcopales eran conscientes de ese tipo de problemas que además surgían a menudo. Bien sabían que, al fin y al cabo, todos estos impedimentos legales, transgredidos sin reparos por la pareja y sus familias, eran en el fondo una garantía para el futuro si un día los cónyuges se querían descasar. En 1770, el cura de Moquegua denunció ante el obispo nada menos que a don Antonio Pérez del Cuadro, vecino y alguacil mayor perpetuo de la ciudad. Él acababa de casarse maliciosamente en La Paz con doña Josefa Vizcarra, por haberse negado el vicario de Moquegua. ¿Por qué tal negativa? Porque don Antonio se había descasado ya dos veces, consiguiendo en ambos casos la nulidad, y su actual novia también una vez, aduciendo ambos, o sus entonces cónyuges, argumentos dudosos. En su parecer, el fiscal eclesiástico estigmatizó tales procederes y puntualizó cómo los feligreses se valían de esas situaciones para transgredir sin mayor preocupación las santas leyes del matrimonio:

“En la qual villa y lugares, por ser pequeños i de pocos vesinos, casi todos los que en ellos residen son deudos, i por esta causa i lo licensioso de la vida de algunos, se cometen muchos insestos de que resultan muchos pleitos matrimoniales” (causas penales 6)

A veces, algunos curas se aprovechaban de la vigencia aparentemente sólo relativa de las normas en los pueblos apartados, para proceder de manera por lo menos extraña. En 1788, la justicia eclesiástica abrió una causa criminal contra don Cayetano Manuel de Tapia, cura de la doctrina de Ilo. Unos seis meses atrás, había casado a Agustín Dávila con Gregoria Campos, pero sin el consentimiento y en ausencia de sus abuelos que la criaban. Los recién casados convivieron dos días, al cabo de los cuales los abuelos fueron llorando donde el doctrinero, quien condolido según afirmó, dijo que no había problema pues podía descasar a la pareja, si se ofrecía otro novio potencial y, supuestamente —dijo él—, después de consultar con las autoridades episcopales en Arequipa.

Habiendo devuelto la joven a sus abuelos que la golpearon copiosamente y luego de conseguir que el marido se alejara por ocho días, el cura publicó amonestaciones y, veintidós días después del primer matrimonio, volvió a casar a Gregoria pero con Pablo Aguilar, el novio que escogieron para ella sus abuelos. Agustín Dávila, el “primer marido” pidió por supuesto la nulidad de esas segundas nupcias y el castigo del doctrinero que tan a la ligera actuó con sus feligreses. El hecho de que él fuera indio y los familiares de su mujer mulatos y cholos en nada podía disculpar al cura, al contrario:

“El echo de este cura, como inaudito, no sólo en aquella villa pero en los pueblos inmediatos a sido sonado y en la jente de poca o ninguna instrución arraigará la seta de que el santo sacramento del matrimonio es disoluble”

La justicia episcopal actuó con celeridad. Se embargaron los bienes del doctrinero y fue separado perpetuamente de su beneficio. No sabemos sí la sanción fue confirmada cuando fue elevada a la instancia superior (causas penales 8).

Para ser justo, también es cierto que, a la inversa, los sacerdotes a veces podían actuar de una manera quizás exageradamente reparona. En 1791, en el pueblo de Candarave, en la sierra tacneña, el doctrinero abrió un expediente de nulidad porque su predecesor había celebrado el matrimonio de dos forasteros indígenas sin cumplir con todos los requisitos. La pareja bajó huyendo a Ilabaya donde intentó casarse por segunda vez, pero no tuvo más remedio que volver a presentarse ante el cura de Candarave (Moquegua 40).

La bigamia, aunque en un registro bastante diferente, era también prueba de cómo era posible utilizar, por lo menos durante algún tiempo, las carencias de las comunicaciones y las fallas de la cuadriculación social por parte del aparato eclesiástico estatal. Citaremos dos casos.

El de Manuel Sánchez, soldado blanquillo de los reinos de España, casado en Sancos (obispado de Guamanga), a quien pese a mudarse a Arequipa, se le pudo probar que su esposa, Brígida, no estaba entonces viuda o descasada (1792, nulidad 8). En cuanto a la india Margarita Solvita, de Camata, casada con Francisco Nina Cóndor en Chichas, la denunciaron unos caciques por haberse vuelto a casar en vida de su primer esposo oriundo de otro pueblo. Como en el ínterin murió el primer marido, y considerando que se trataba de indígenas, la justicia se contentó con darles una severa reconvención. (Salamanca 1)

3.    “La afrenta mayor que hay en el mundo para un hombre...”

En la documentación arequipeña que hemos manejado, como en la de otros obispados peruanos de los siglos XVII y XVIII, los expedientes abiertos a raíz de quejas de los maridos por petición de divorcio o sencillamente por demanda judicial son muy escasos, apenas unos quince, ni siquiera una décima parte del total. Por lo común, dos son las causas aducidas en estos casos, el adulterio o la indisciplina de la mujer.

Estando considerado el engaño de la mujer a su marido, según escribía Eusebio de Silva, como el sonrojo tan excesivo, la afrenta maior que ay en el mundo para un hombre (1773, Ilabaya 3), o como una causa por la cual es preciso y mui debido a la rasón de hazer su justicia y desnudar la espada de su yndignación (Andrés Segundo Pastor y Vera, 1780, nulidad 7), no es de extrañar que las demandas de este tipo fueran escasas, y por lo visto emanaban con frecuencia de personas en posición relativamente baja en el escalafón social. Parece como si la confesión pública de situaciones de este tipo las perjudicaran menos en su honor que a otras, más encumbradas, y que sin duda resolvían esas tensiones de otra manera, en el secreto de las familias, con arreglos disfrazados o de otro tipo.

Las demandas son, por ejemplo, las de un modesto mayordomo de viñas, en Vítor, que sorprendió in fraganti a su esposa dos veces pero aguantó por no abochornar a sus dos hijos (Carlos Juárez, 1754, nulidad 5); un sastre indígena, Diego de Mesa, engañado con su ayudante (Diego de Mesa, 1756, ibid..); Lorenzo de Vera, que trabajaba para un amo en el valle de Tambo (1799, nulidad 8); Antonio Valderrama, de Paucarpata, que vivía, por lo visto con dificultad, alquilando unas pocas tierras (1767, causas penales 5). Las demandas en su mayoría proceden de zonas rurales, otra vez del valle de Tambo (Mateo Santisteban, 1787, causas penales 7), del valle de Asapa, en la región de Arica, (Juan de Villena, 1750, causas penales 4), de Carumas (Pedro Flores, 1792, causas penales 9). 5

Sin embargo, también podían darse casos de maridos cualquiera que fuera su rango social que, para evitar la repetición de situaciones bochornosas, terminaron pidiendo el divorcio aunque tuviesen que confesar realidades atentatorias a su honor. En 1767, Pedro González, vecino de Arequipa y padre de dos hijos pequeños, pidió el divorcio a causa de las ynquietudes de [su] muger, mobidas por sus desbiados yntentos. Había sorprendido ya dos veces a su esposa con un amante pero, decía él, lo ei tolerado por no sacar a lus asumptos de esta clase. Sólo un nuevo y reciente episodio bien vergonzoso para él (su rival era mulato) y que además por su carácter público era conocido de todo el barrio, le había incitado a presentar una queja oficial. (causas penales 5). 6

La segunda causa de demanda de divorcio por los maridos era la indisciplina matrimonial. Se quejaban de que sus esposas no cumplían con la debida obediencia y/o querían vivir a su aire, en contra de las reglas entonces vigentes. Melchor Sullca, indio de Andagua, denunció:

“...un natural andariego que tenía la dicha mi mujer de no poder parar en dicho mi pueblo y sin más motivo que sujestida de su mal natural, se traspasaba de lugar en lugar continuando sus embriagueses” (1762, nulidad 6)

En cuanto a Justo José Velasco, entre amargo e indignado, se quejó de la manera siguiente:

“Desde que me casé con ésta, todo ha cido badear un mar de penalidades, disgustos y pesadumbres. A los ocho días de mi casamiento, descubrió la dicha mi mujer un natural tan diabólico, voluntarioso y sumamente altibo y atrebido que, por más que he tratado de desimularle sus excesos y violencias, no ha sido posible poderla morigerar ni que cumpla con las obligaciones de su estado”.7

Además, a pesar de un origen bastante humilde y una pequeña dote regalada por un tío, que apenas constaba de una chacarilla en Socabaya de ningún provecho y cargada de censos:

“... ella no quiere cozinar, labrar ni serbirme en lo menor sino que pretende que todo se lo dé yo a la mano y sobre todo no quiere otra cosa que quererse handar a su ley bagamundeando por las calles y casas [...] quasi todos los días me hase mudar las camisas porque me destrosa los buelos y pechuga”

Como era de temer, en tantos trotes, acabó por trabar malas amistades. Justo José se quejó de que ahora andaba:

“...especialmente en solicitud de un mosuelo [...] con oficio de salterista, que como ella es aficionada aprender, quiere con este pretesto tener ilícito comercio con él” (nulidad 8).

Lorenzo de Vera, de quien hemos hablado ya, especificaba que pedía el divorcio porque su esposa se negaba a acompañarle al valle de Tambo donde trabajaba para un amo. Poco le importaba vivir separado de ella (bien pudiera sin recelo de mi conciencia vivir separado una vez que ella lo resiste) pero —decía él— no puedo en conciencia dejarla a su livertad.

Otras veces, los motivos de disgusto del esposo, dicho de otra forma, los desacatos de las esposas a la autoridad marital, podían ser de otra naturaleza y sin embargo suscitar la ira del cónyuge. En 1788, Pedro Cabreros, un español residente en Arequipa, pidió ser separado de su mujer porque siempre quería hacer las cosas a su gusto, de su libre albedrío y voluntad había arrendado a un tercero una chacarilla de propiedad de ambos, sin consentimiento mío, precisaba Pedro Cabreros (nulidad 8).8

Fuera del oprobio o de las burlas, los maridos engañados corrían también el riesgo de tener que sobreponerse a no pocos obstáculos cuando sus esposas o los amantes de éstas, por diversas razones, tenían fuertes apoyos. Así le pasó a Juan Francisco Pimentel que denunció relaciones culpables entre su esposa y Eusebio de Silva. No consiguió nada en Arica, donde vivía, porque en aquella ciudad todo se entropaja (sic) y ni en uno ni en otro tribunal se consigue nada. Preciso es decir que su rival, con esposa e hijos en Arequipa, era receptor del Real Estanco de Tabacos, empleo de cierta relevancia en el ámbito entonces muy reducido de Arica, tanto más que el amante, su familia y todos los demás que goviernan aquella ciudad, [eran] relacionados y compadres (Ilabaya 3)…

Lo mismo pasó con quienes tuvieron la desgracia de que sus esposas realizaran bondades sospechosas con miembros del estamento eclesiástico. Si éste no vacilaba en hacer su propia policía, no eran excepcionales las quejas de los particulares al respecto. Ambrosio Zegarra, que después de vivir mucho tiempo en el Cuzco estaba entonces en Camaná, expresaba de manera muy sentida las amarguras que sufrió durante siete años:

“En todo este lapso de tiempo, he experimentado en doña Juana, mi esposa, los excesos temerarios a que le ha inclinado su perberso genio y más que temeraria inclinación, porque en todo este tiempo se ha manejado con tal insolencia y desacato que, aboliendo las obligaciones de verdadera cóniuge se ha manifestado perbetidora del santo matrimonio”

Pero lo que colmó el vaso era que, desde hacia dos años, ella estaba malviviendo con un sacerdote, del que el marido daba el nombre:

“… sin que, ni al eclesiástico por su estado sacerdotal ni menos a mi esposa por haber sido muger casada, les hayan contenido estos miramientos para haberse refrenado de alguna manera”. (1785, nulidad 7)

En 1772, Joseph Antonio Cabello y Hurtado denunció a su mujer por haber sido la amante de su hermano, un sacerdote, lo que ella negaba rotundamente, pintando con palabras muy sentidas lo terrible de su situación9.  Sin embargo, las cosas no parecen haber sido tan sencillas, ya que en ese expediente de varios centenares de folios y que se tramitó durante casi veinte años, ambas partes acusaron al cuñado de haber frenado y después paralizado todo el proceso judicial, sustrayendo documentos que, visto su estado eclesiástico, le fueran perjudiciales. (Moquegua 40)

Citaremos para concluir esta parte dos casos ambiguos. En 1792, en Carumas, Pedro Flores tuvo que ausentarse por largo tiempo. A la vuelta, se encontró con que el sacerdote ayudante de la doctrina, arguyendo que su esposa tenía un amante, la depositó en su propia casa bajo la supuesta custodia de su cocinera, situación que infundía las más vivas sospechas al marido que demandó judicialmente al sacerdote (causas penales 9). Veinte años antes, en la provincia de Collaguas, Juan de Palencia Basurto, pasajero de suma inopia que, regresando a pie de Chile, iba vendiendo ropa por los pueblos, había contado algo del mismo tipo. No bien llegara a Lari con su mujer, el cura le prohibió salir del pueblo. ¿Los motivos?:

“Por depravados fines contra mi honor y derecho, me detenía en su casa y, no pudiendo por otra parte safar de allí vencido de sus instancias, persuasiones y promesas, o temerse de su violencia, determiné, dejando allí a mi muger, salir en busca de justicia”

El sacerdote le preguntó si estaban casados:

“...y ella, no sé con qué motivo, fin, o si temerosa de algunas extorsiones que reselase del dicho señor vicario, ha negado el ser mi legítima muger, y con esto, por conseguir su pretensión con más libertad, ha querido aterrarme con amenasas y ha hecho barios escándalos contrarios a mi honor y buen proceder y no propios de su estado”

Sin emplear nunca palabras definitivas sino indirectas, que sin embargo no dejaban lugar a duda, Juan de Palencia Basurto pidió en fin al obispo:

“...que sin tardanza mande que el dicho señor licenciado entregue a la referida mí muger, la que quedó de puertas adentro en su casa y su cama mui inmediata a la de mi muger”

Por si las cosas tardaran, ayudado por gente de Yanque, trató de rescatar a viva fuerza a su esposa, en vano, pero no sin que se armase un verdadero escándalo en el pueblo... (causas penales 6).

4.    Normas y trasgresión social

Más allá de las peripecias de la desavenencia conyugal, en la documentación consultada se perfila de manera bastante nítida el papel de regulación social asumido por la Iglesia. De sus actuaciones va surgiendo una especie de crónica escandalosa de las pequeñas ciudades y pueblos del obispado y sus protagonistas: las mujeres públicas, así la Violanta, denunciada por el corregidor de Moquegua (1780, causas penales 6), o una tal Catalina Nates que, después de una vida bastante agitada, estaba amancebada en Majes (1784, causas penales 7); los incestuosos, como ese indio de Yanque acusado por el doctrinero de tener ilícito comercio con sus dos hijas a las que aterrorizaba, y fue desterrado de su pueblo mientras que ellas eran destinadas a un beaterio (1795, Yanque 1); o el caso de un barbero de Arequipa que la ronda, enterada por un rumor callejero, sorprendió en la cama con su hija (1790, causas penales 9).

La gran mayoría de los inculpados eran de origen bastante humilde, pero aparecen a veces entre los inculpados personajes de cierto rango, o incluso bastante encumbrados en el mundillo local. En 1783, se abrió un expediente por excesos escandalosos de concubinato nada menos que contra dos jefes de la administración colonial y que por esto figuraban entre los hombres más poderosos de la región: el propio corregidor de Arequipa don Baltasar Semanat y su colega de Cailloma don Luis Antonio Gil, acusados de malvivir a sabiendas de todos con dos niñas hermanas, a las que acompañaban hasta a las comedias y en una de las cuales el primero tenía dos hijos (causas penales  7)10.

Quizás más interesantes desde un punto de vista social, eran las demandas presentadas por mujeres o por sus padres cuando eran menores, para obligar a casarse con ellas a unos novios desaprensivos que, para conseguir sus fines, les habían dado palabra de casamiento. Esas promesas, eran consideradas por la Iglesia como esponsales oficiales y, cuando se podía probar el dolo, los tribunales eclesiásticos procedieron con cierto rigor. Así, en 1751, consiguió casarse Francisca Segarra, de Arequipa, que hasta pudo enseñar el anillo que, antes de cambiar de parecer, le ofreció en prenda Tadeo Aguilar (causas penales 4). En 1773, Josef Antonio Gil un vecino de Tacna denunció a Pedro de Barrios que desfloró a su cuñada, bajo palabra de casamiento, abandonándola después. Considerando que ella estaba encinta, la justicia episcopal condenó al estuprador, al parecer reincidente en ese tipo de delito, a darle doscientos pesos para su dote más cuarenta y dos pesos y cinco reales para los gastos judiciales (causas penales 6).

Antes de terminar, dedicaremos algunos párrafos a dos aspectos de esta realidad regional que se transparentan de manera bastante interesante en los expedientes.

El primero está constituido por las tensiones étnicas. Éstas pueden aparecer de maneras muy diversas. Lo racial puede presentarse como un agravante en las demandas de divorcio o por adulterio, cuando se insiste sobre el hecho de que el (o la) amante cómplice pertenece a un estrato étnico considerado como notoriamente inferior. Así, en 1761, María Velarde argumenta su petición de divorcio contra Agustín Dávila, hacendado en Huancarqui, insistiendo en que, además de los maltratos e injurias que le solía infligir (se habían casado once años atrás), la gota que rebasó el vaso desde algunos meses atrás era su amancebamiento con la mulata Antonia a quien tiene de puerta adentro como que es su doméstica pública y escandalosamente sin temer a Dios (nulidad 6). Lo mismo argumenta Mariana Salazar, de Arequipa, contra su marido malamistado con una india para quien pedía castigo (causas penales 7).

 En el caso de los maridos engañados, la herida también parece haber sido aún más dolorosa cuando el rival pertenecía a las castas. Así gran parte de la queja de Pedro González, vecino de Arequipa, contra su mujer Rafaela Chacón, giraba alrededor del hecho de que el amante de su mujer fuera mulato (1767, causas penales 5); y en 1793, cuando Justo José Velasco, del que ya hemos hablado, denunció a su mujer por haberse enamorado de un salterista, precisó bien enseguida que se trataba de un mosuelo que más parece yndio que cholo. En documentos posteriores volvía sobre ello, prueba de lo importante para él de este aspecto, pero ya, sin ambages ni matices como las primeras veces, calificaba al salterista de yudio puro (nulidad 8).

En las peticiones de nulidad de casamiento, no faltaron casos en que las demandantes aducían que sus cónyuges las engañaron afirmando pertenecer a un grupo racial supuestamente superior al que en realidad era el suyo. En 1750, Nicolasa Rospillosi, del Cuzco, pidió la nulidad de su unión con el arequipeño Nicolás Valverde. Él solía maltratarla y embriagarse, pero no bastaba para conseguir la nulidad. Por lo tanto, arguyó que cuando se conocieron, se presentó fingiendo era español o cavallero bien nacido) que tenía viñas y casas. (1750, nulidad 5).

Este tipo de argumento podía parecer un tanto especioso y sólo apuntar a conseguir la tan ansiada nulidad. Nicolás Valverde argumentó así que su mujer mal podía pretender no conocerle bien antes de casarse, ya que la madre de su esposa era precisamente la que en el baratillo cuzqueño vendía los géneros que él traía a esa ciudad.

Otro caso quizás más revelador aún, era el de Josefa González de Esquivel, de un pueblito en el valle de Siguas. Todavía no estaba casada con Baltasar Retamoso, pero sí se habían celebrado esponsales oficiales (se decía desposada por palabras) y quería anularlas. La razón era que:

“Baltasar de Retamoso es mulato, no jusgando la susodicha lo era, engañada, maliciosamente del mismo susodicho por persuasiones y amenasas. Allándose indefensa criatura mujer, y sin el abrigo tan menesteroso de un hombre en su casa, padre n pariente, condesendió en el dicho desposorio. Y por quanto al presente conose el dolo y la desigualdad de parte a parte, exclama se desdise una y otra bes del consentimiento de su desposorio...

Ye savido después es hijo de un mulato y por parte de madre nieto de una india, siendo público y notorio que soi muger noble y con mui onrrada parentela, esta es bastante causa para disolberse el matrimonio aunque estubiese consumado”.

Baltasar, por supuesto, se defendió. Precisó que, de todas formas, sólo habría desigualdad si él fuera moro, judío o esclavo, afirmación con la que indirectamente reconocía que efectivamente era mulato, pero sobre todo insistía sobre un hecho que difícilmente se podía contrarrestar; y demuestra que en la petición de Josefa lo étnico muy probablemente no era más que una coartada. Su novia no podía hacer hincapié en que él la engañó sobre sus orígenes cuando —decía—:

“…nos emos criado junto en dicho valle de Siguas, por tener nuestras casas sercanas la una de la otra” (1705, nulidad 4). 11

Otras veces, eran las familias de la novia o del novio las que, haciendo hincapié en la desigualdad étnica o social, se oponían a los proyectos de la pareja y suscitaban así casamientos clandestinos o huidas despavoridas a otras provincias para realizar sin traba la unión que en el pueblo de origen hacía imposible la presión familiar. Eugenio Josef de Portu llegó un día muy enfermo a Charcana, un pueblo lejano del alto valle del río Cotahuasi. Josefa Ballón apareció allí tres días después. Dada la gravedad del estado del joven y el hecho de que ella estaba encinta, consiguieron que el cura, cómplice o engañado, celebrara el matrimonio sin más y apresuradamente. En realidad, ambos estaban huyendo ya que la familia de Eugenio se oponía terminantemente a tal casamiento, a pesar de que él fuera teniente de caballería y tuviera treinta y tres años (ella, diecisiete).

Hasta un hermano suyo, cura en Tiabaya, se negó a unirlos. Los padres de Eugenio, sin entrar en detalles, argumentaron para su defensa sobre la desigualdad notable entre la pareja y, refiriéndose a los padres de la joven insistían sobre el hecho de que sólo el ynterés [era] lo que les acuciaba. Los testigos de la familia del novio confirmaron por supuesto que ella era notoriamente desigual a él. Al cabo de un año, después de anular esa unión sorpresiva y dolosa, pero considerando la existencia de un niño, la justicia episcopal acabó autorizando la celebración formal del casamiento. (1791, causas penales 9)

¿Otro ejemplo? El mismo año, Diego de Llerena acusó a un grupo de hombres, de muy baja calidad y armados, de haberle raptado su hija de dieciocho años. En realidad eran amigos de un tal Calisto Quirós, querido de la joven que, considerando la oposición del padre a sus proyectos, había decidido forzar el destino. ¿Por qué se oponía el padre? Porque Calisto tenía como madre una esclava libertina, esto es manumisa. Diego de Llerena precisaba así las razones de su negativa:

“...siendo lo cierto que, en conformidad de ello y de la infimia que de la contracción de tal matrimonio huviera de seguírsele a la indicada mi hija, que la he mantenido en la estimación de donsella, y consiguientemente a mí, a mi esposa y mi prosapia, tengo cumplido fundamento para resistir la celebración de dicho matrimonio, con ajuste a lo ordenado, declarado y mandado por Su Magestad en su Real Premática” (Ibid.).

Por último, el segundo aspecto constituido por los expedientes donde los demandados son eclesiásticos y al que dedicaremos algunos párrafos. Bien es conocido el hecho de que ellos, de manera no excepcional, estaban involucrados en este tipo de problemas; y del testimonio de viajeros extranjeros que, a finales del siglo XVIII, pasaron por diversas regiones del Imperio español de América se desprende una serie de severas críticas al respecto.

En la documentación que hemos trabajado no son muchos los casos registrados: apenas media docena, lo que es relativamente poco. La mitad emana de quejas de particulares, y no difieren mucho de las que podemos observar en cuanto a laicos se refieren. Ya hemos aludido a algunas. Se podría citar aquí la queja de Antonio Sarmiento, capitán de las milicias de Andaray, que denuncia a un clérigo de órdenes menores por haber sido el desflorador de sus dos hijas de dieciocho y quince años y haber dejado embarazadas, muriendo una en el parto. Exigía que se le encarcelase ya que, habiéndole reprochado últimamente su comportamiento poco compatible con su estado, el clérigo le había insultado de palabras, haciendo desprecio de [sus] amonnestaciones. (1788, causas penales 7)

En su expediente, Juana de Talavera de Arequipa denunció a un sacerdote, el licenciado don Francisco de Peralta, por raptarle de su casa a su sobrina María, a quien hasta la fecha solía visitar de noche. En sus argumentos, la tía no insistía en ningún momento sobre los aspectos morales del caso sino en las consecuencias económicas que para ella resultarían de la nueva situación. Haciendo un verdadero inventario de las ropas y joyas que la joven se llevó consigo, las valoraba en unos doscientos pesos e insistía en la pérdida que representaba para ella, cuanto más en la perspectiva de un eventual casamiento de su sobrina:

“...por cuio motibo estoy caresiendo de este consuelo y de los vienes que el susosdicho marido sacase” (1759, causas penales 4)

Otras veces, era la propia jerarquía eclesiástica la que incoaba los trámites disciplinarios. En 1792, el vicario general del obispado abrió un expediente contra don Francisco Borja Toranzo, cura de Ilabaya que:

“... se halla notado del vicio de incontinencia con mugeres casadas y solteras de cuio connercio ilícito tiene prole”. (causas penales 9).

Dos años después, se hizo lo mismo contra otros dos doctrineros. Al primero, don José Felipe López de Ortega, sacerdote ayudante en Lloque, anexo de Ubinas, se le pudo probar que tenía a sabiendas de todos concubina e hijos y se emborrachaba con los indios del pueblo. En cuanto al segundo, don Valentín Delgado, de Porongoche, se le acusó de lo mismo, agravado por el hecho de que venía a la ciudad llevando a su manceba en su mula, como si fuera su esposa, en grave desdoro, por supuesto de su estado y hábito sacerdotales.. (causas penales 9). En fin de cuentas, ella fue encerrada en las Recogidas. Él fue mandado preso a San Genaro y se le condenó además a mantenerla en adelante, así como a las dos sobrinas que vivían con ella.

Sin embargo, no hay que creer que todos estos casos pertenecieron solamente a la crónica escandalosa de la provincia. En 1784, el obispo mandó confinar en el seminario a don Joseph Ildefonso Velarde, joven doctrinero de Pampacolca. Se probó que dos años antes tuvo relaciones con una niña de calidad, de recogimiento y aseptación publica, de cuya relación nació una hijita. En una larga carta al obispo del 12 de febrero de 1784, Joseph Ildefonso Velarde, con una retórica muy de su tiempo, hizo una larga confesión, muy sentida y al parecer sincera, destinada al prelado; le contó detalladamente las terribles luchas interiores que había sufrido, violentado y agitado de feros pasión, desgarrado entre esta pasión, el temor de Dios, el honor y reputación de la chica y el temor a la madre, antes de sucumbir dado un cúmulo de circunstancias adversas, a las que no pudo finalmente sobreponerse (causas penales 7).

Al terminar este estudio, quisiéramos insistir sobre varios puntos. Al igual que lo notamos en análisis sobre la Lima de un siglo atrás, esta documentación sigue siendo un excelente indicador de las tensiones que subyacían en el mundo peruano y se expresaban en el núcleo mismo del cuerpo social, la familia, microcosmos revelador de su funcionamiento general. En sus grandes líneas los problemas no han cambiado de manera sustancial, y las comparaciones con el trabajo de M. Chocano y A. Flores Galindo, sobre Lima de la misma época, no ofrecen grandes diferencias, fuera de las que surgen, por ejemplo, de la fuerte proporción de esclavos en “la tres veces coronada ciudad de los reyes”.

En el obispado arequipeño, los expedientes conservados revelan sobre todo dos cosas.

Primero, que también en este sector de la vida social, los indígenas supieron aprovechar, y sin duda desde hacía bastante tiempo, las posibilidades ofrecidas por la legislación en este caso eclesiástica; que, por otra parte, trataba mal que bien de encasillarlos en reglamentos imaginados para gente blanca. Las quejas atendidas de mujeres procedentes de los poblados perdidos y lejanos de la serranía surperuana lo demuestran sobradamente, lo que supone además redes de solidaridad para llegar hasta las oficinas de la capital provincial donde debían ser presentadas.

En segundo lugar, que más allá de la rigidez de las leyes eclesiásticas establecidas para el matrimonio, muchos ejemplos que hemos observado ofrecen un panorama social bastante contrastado.[1] Revelan violencias, compulsiones e injusticias; pero también que, por los resquicios del sistema, no pocas veces y de maneras muy diversas, se colaban posibilidades de dar a la decisión, en principio definitiva, del casamiento una flexibilidad a la que pudieron ayudar las condiciones propias de una región alejada de grandes centros organizadores, y en la que, en este aspecto como en otros, la norma podía tener, si sus protagonistas así lo querían, un valor sólo relativo.

nota biográfica:

Bernard Lavalle. Catedrático de Civilización Hispanoamericana Colonial de la Universidad de la Sorbonne Nouvelle-Paris III. Autor de varios libros sobre Iglesia colonial, criollismo, relaciones de pareja y redes de poder en América Latina.

Referências Bibliográficas

FLORES GALINDO, Alberto  -  CHOCANO, Magdalena.1984, “Las cargas del sacramento”. Revista Andina, III, N° 2, pp. 403-434

LAVALLE, Bernard. , 1986 “Divorcio y nulidad de matrimonio en Lima (1651-1700)”. Revista Andina, IV, N° 2, pp. 427-464.

María Emma MANNARELLI. 1993.Pecados públicos; la ilegitimidad en Lima, siglo XVII, Lima,


 

· Publicado en: Escritura de la Historia de las Mujeres en América Latina. El retorno de las diosas. Sara Beatriz Guardia (Editora). Lima: CEMHAL – Universidad de San Martín de Porres; Universidad Fernando Pessoa, Oporto, Portugal, Foro Latinoamericano de Estudios Culturales, Viena, Austria, 2005.  pp. 215-235.

1  Ya en 1706, María de Eguía y Silva, víctima de repetidas y graves violencias de su marido, le reprochaba por una parte, atropellar el poder natural que asiste en los señores, pero, por otra, propasarse sin considerar no ser tan grande la potestad que tienen los maridos en sus mugeres. (nulidad 4).

2 En alguna forma, también se puede aludir aquí al expediente de doña Catalina Bustamante, esposa de don Domingo Tristán y Moscoso, coronel del regimiento de dragones de las milicias provinciales y miembro de la mejor aristocracia arequipeña. Doña Catalina pedía ser separada oficialmente de su marido dado que había sufrido anteriormente seis  malpartos y, de seguir haciendo vida marital, temía por su vida (nulidad  8).

3  Caso interesante fue, en 1706, el de Cayetano Valdés, un napolitano a quien su esposa, Antonia Tamayo, reprochaba ser un hombre yncógnito y de extrañas costumbres a las de los españoles y que la acusaba de engañarle. Mientras ella dormía, afirmaba Antonia, Cayetano a tratado de proporcionarme a sus dictámenes, poniéndome la mano en el pecho para que descubra mi ygnorencia, cosas que en sueños pudiera prorrumpir (nulidad 4).

4 Al año siguiente, en la misma doctrina de Huancarqui, un tal Felipe Juárez, muy posiblemente él mismo, tuvo otro problema matrimonial. Había dado palabra de casamiento a Francisca Rodríguez de Herrera, pero publicó amonestaciones para casarse con otra... Habiéndose enterado Francisca, le quiso obligar a que se casase con ella, pero él recordó oportunamente que existía un impedimento dirimente pues eran consanguíneos (Majes 8).

5 A la inversa, no faltaron mujeres que pidieron el divorcio por haberlas incitado sus propios maridos a tener ilícito comercio con una persona poderosa de la que se esperaba así algún beneficio. V., por ejemplo, el expediente de María Paredes cuyo esposo, Juan Rodríguez, mayordomo de la hacienda del general don Tomás Irigoyen, en Vítor, esperaba semejante agradecimiento del teniente del valle (1768, nulidad 6).

6  No hay que olvidar nunca que todas estas quejas podían ser insinceras y amañadas, con el solo fin de salir ganando en el diferendo del divorcio. Este bien puede haber sido un caso, ya que, a pesar de la gravedad de lo denunciado, el demandante salió finalmente perdiendo.

7   V. también la queja de Andrés Pastor, de Camaná: “Han sido tan freqüentes y notorias las ocasiones de disgusto, sin otra causa que lo de pretender desviarse de aquel manexo, pura y arreglada conducta que corresponde al estado matrimonial y con que regularmente se portan los que, guiados del santo temor a Dios, no abandonan las obligaciones a que voluntariamente quicieron sugetarse y se impucieron” (1786, nulidad 7).

8 Los problemas económicos surgían a menudo en los expedientes y parecen haber sido frecuentes motivos de desavenencias entre los cónyuges. En particular las mujeres se quejaron de que sus maridos manejaban, y las más de las veces despilfarraban los bienes de su dote, sin pedirles ninguna autorización ni parecer.

9 dejándome sin crédito, nublada la fama de mi proceder, viuda y en calidad de casada sin esposo y sin poderlo tomar, sin patrimonio ni facultad alguna con que conserbar la vida onestamente, y perpetua esclaba de la triste labor de mis manos, sin otra protecsión sobre la tierra que la de que exige la común compasión del sexo, por medio del qual se me ha facilitado hacer a Vuestra Señoría la humilde súplica de este recurso”

10 No sabemos cómo terminó esa pesquisa en la que hay que ver, sin duda, un episodio de la guerrilla y ajustes de cuentas a los que se solían dedicar los diferentes poderes locales. De una manera general, los expedientes no indican las penas y/o penitencias sentenciadas contra los culpables. Valga como ejemplo las de Pedro Zavala, del valle de Azapa en Tarapacá. condenado por un adulterio particularmente grave (con su suegra). Fue desterrado a cincuenta leguas. Antes de partir, tuvo que hacer los ejercicios de San Ignacio en el colegio de la Compañía de Jesús y someterse a una confesión general. Además, durante un año, rezaría el rosario todos los días, ayunaría cada viernes, se confesaría y comulgaría en las fiestas de guardar. En fin, en los nueve años sucesivos, seguiría con las mismas penitencias. menos los ayunos. (1750, causas penales 4).

11 De manera más sutil e indirecta, en sus quejas contra su marido, María Chacón, de Viraco, insistía repetidas veces en el hecho de que ella era española y él tan sólo cholo, como si esta situación relativa a ambos fuese implícitamente un argumento a su favor y explicase los maltratos que le infligía (1775, causas penales 6).