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juillet/décembre 2011 -janvier /juin 2012  - julho /dezembro 2011 -janeiro /junho 2012

“El punto de vista de una mujer. El viaje de Katherine Dreier a Buenos Aires. 1918-1919”.

Milagros Belgrano Rawson

Resumen

En este artículo analizo Cinco meses en Argentina desde el punto de vista de una mujer, relato de viaje escrito por la coleccionista de arte y mecenas estadounidense Katherine Dreier, quien estuvo en Buenos Aires entre 1918 y 1919. Autora de obras de arte visual y danza, durante su estadía en la capital argentina Dreier se entrevista con políticos, sindicalistas y feministas, asiste a mítines obreros y se convierte en cronista de la Semana Trágica, a la que dedica un capítulo. En sus notas registra las desigualdades sociales que advierte en la pujante ciudad, así como las estrictas reglas que regulan los vínculos entre argentinos y argentinas. Según Dreier, en ese país, a las mujeres sólo les interesa casarse y tener hijos, lo que explica la desmedida importancia que allí tiene la institución matrimonial, asegura. La mirada de esta viajera, civilizadora y por momentos salvacionista, constituye sin embargo una valiosa fuente histórica para construir conocimiento sobre la alteridad y la diferencia sexual del pasado argentino.

Palabras-clave: viaje, mujeres, Argentina

En este artículo revisaré algunos aspectos de un relato de viaje que ya en su título aporta algunas precisiones sobre este género literario escrito “en femenino singular”. Se trata de Five months in the Argentine from a woman´s point of view, de la pintora y mecenas neoyorquina Katherine Dreier (1877-1952), quien visitó la Argentina entre 1918 y 1919. Su relato, publicado en inglés en 1920 y reeditado en el 2010 en los Estados Unidos, constituye un valioso testimonio sobre un período que coincide con significativos cambios que se suceden, desde inicios del siglo XX, en la sociedad argentina. A la modernización socioeconómica del país –y sobre todo en Buenos Aires- se suman el acceso de las mujeres argentinas a la educación, al consumo y, en menor medida, aunque de forma creciente, al mercado laboral.

Por otro lado, el travelogue de Dreier invita a reflexionar en torno a la noción de “escritura femenina”, acuñada en los 70 por Hélène Cixous y considerada posteriormente como biológicamente determinista (Wittig, 1982) o incluso “obsoleta” (Jensen, 2007). Más allá de lo problemática que resulta aún hoy la idea de una producción literaria exclusivamente femenina es indudable que desde sus orígenes tuvo el mérito de marcar una toma de consciencia sobre el vínculo entre sexo y producción literaria. Para Cixous, sin ser territorio exclusivo de las mujeres la escritura femenina se distingue por su abundancia, desprendimiento y mayor capacidad para ver al “Otro” en su diferencia. Es éste precisamente el elemento que rescato en el relato de viaje de Dreier, quien con una visión por momentos etnocentrista y salvacionista –hacia las mujeres argentinas-, pero también desinteresada y generosa, intenta dar un testimonio justo sobre las condiciones sociales en la Argentina y, sobre todo, la situación de sus mujeres.

La figura de Katherine Dreier resulta insoslayable en la historia del arte moderno norteamericano. A pesar de que su formación principal fue la pintura y de que fue una de las primeras pintoras abstraccionistas mujeres de su país, la mecenas de Marcel Duchamp y Man Ray -con los que fundaría la Societé Anonyme[1]- es recordada, ante todo, como una pionera en la promoción del arte moderno. Algunos autores la retratan como una millonaria cosmopolita (Ferrer, 2005), pero lo cierto es que cuando sus padres murieron recibió una modesta fortuna, que le serviría para perfeccionarse con maestros europeos e iniciar su tarea de difusión y financiamiento de jóvenes artistas. Como artista, le costó ser tomada en serio en el medio artístico neoyorquino, mayoritariamente masculino: algunos críticos reducían su trabajo y el de otras artistas mujeres que, como ella, participaron en el célebre Armory Show, al de simple “decoradora” (Clark, 2001)[2]. Al igual que otras mecenas adineradas era vista como una mera coleccionista, lo cual ignoraba una fuerte “reciprocidad entre mecenazgo y producción artística” (Clark, 2001).

En plena guerra, el viaje de Dreier a la Argentina es sin duda una aventura: se trata de un país lejano y desconocido para la escritora, que sólo ha estado en Europa. Las razones de la aventura sudamericana no quedan sin embargo del todo claras. Según una de sus biógrafas, Dreier viajó a la Argentina para escapar de la germanofobia que por entonces se expandía por los Estados Unidos. Hija de alemanes, poco después de que se desatara la Gran Guerra la viajera estimó conveniente alejarse de su país por un tiempo. Pensaba que la contienda era la trágica consecuencia de la “arrogancia imperialista” germana (Apter, 2001: 386).

En su libro de viaje, Dreier menciona a la revista International Studio, para la que suele escribir en forma freelance, y para la que habría acordado hacer una serie de artículos sobre la Argentina. Se ha afirmado también que en realidad fue contratada por la revista demócrata The New Republic para escribir una decena de reportajes sobre las condiciones sociales en Argentina (Apter, 2001)[3]. Sin embargo, en los archivos de The New Republic, que datan desde su fundación (1914), no hay artículos de Dreier ni textos que se correspondan con los publicados en su libro. Pero la explicación más asombrosa del periplo sudamericano proviene de la propia Dreier, que en su libro asegura que Santa Rosa de Lima es el verdadero motor de su viaje.

Años atrás, en una capilla romana alguien le obsequió una imagen de la santa peruana. La viajera no es católica, pero desde ese momento, la estampita tiene “una extraña influencia en mi vida. Nunca quise ir a Sudamérica; hay tantos países que me llaman desde el punto de vista artístico o filosófico (…). Cada vez que pensaba que la había perdido [a la estampita], la encontraba en los sitios más inesperados. No entendía qué quería ella que yo hiciera (…) Cuando el momento llegó sólo tuve que seguir” (Dreier, 1920: 23). Tal vez el discurso místico con el que abre su narración responda simplemente a un recurso literario para dar sentido a un exilio temporario que nunca había estado en sus planes.  Lo cierto es que, bajo los designios de la santa peruana se embarca desde la costa oeste estadounidense y con destino a Buenos Aires. La primera escala en tierra sudamericana es Lima, lo que para la viajera constituye una clara evidencia de los propósitos de la beata peruana: ayudar a las argentinas “a obtener una mayor libertad” (Dreier, 1920: 24) e “independencia de acción”.(Dreier, 1920:22).

 La neoyorquina habla del espíritu “misionero” (Dreier, 1920: 22) y civilizador que rodea a su proyecto, sobre todo en lo que concierne a las relaciones entre los hombres y mujeres argentinos. A ambos querrá evangelizarlos en un feminismo puritano y cristiano, puesto que, para ella, Cristo “habló a las mujeres como si fueran iguales a los hombres” (Dreier, 1920: 257). Miembro de la Iglesia Evangélica Alemana de Nueva York, la viajera conjuga un fuerte compromiso con las causas sociales con una cultura del trabajo y el ascetismo, inculcada por sus padres. Ferviente defensora de la igualdad de género, en su país, Dreier tuvo un activo rol en el movimiento sufragista –presidió el Comité Germano-americano del Partido Sufragista Feminista- y en organizaciones involucradas en la lucha contra el trabajo infantil. Una de sus hermanas, Mary Dreier, fue, por otro lado, pionera en la lucha por derechos laborales de las mujeres estadounidenses.

Si las razones del viaje de Dreier Sudamérica no resultan del todo claras, tampoco lo son las motivaciones de su protegido, Marcel Duchamp, que casi al mismo tiempo vacaciona en la capital argentina. En el caso del artista dadaísta, su viaje fue calificado de “idiota”, sin propósito ni derrotero definido (Ferrer, 2005), aunque probablemente su exilio sudamericano se debiera al estallido de la Gran Guerra, que lo sorprendió en Nueva York. Se ha afirmado que el creador del famoso urinario viajó con su mecenas (Apter, 2001), pero en sus cartas, el artista menciona como compañera de viaje a Yvonne Duchastel, a la sazón ex esposa de su cuñado[4].

A diferencia de Dreier, que en su relato no alude a su protegido, éste la nombra varias veces en su correspondencia: “La señorita Dreier está aquí desde hace un mes. Escribe artículos para el Studio y cosas así, pero esta ciudad es muy dura para ella. Quiero decir que Buenos Aires no admite a mujeres solas. Es aberrante la insolencia y la necedad de los hombres de aquí”, escribe el artista en 1918 (Mezza, 2008: 7).

Dreier explica con más detalle el episodio al que se refiere Duchamp: recién llegada a Buenos Aires, luego de un extenuante trayecto en tren desde Mendoza, descubre que el Hotel Plaza, recomendado por sus amigos neoyorquinos y donde había hecho una reserva, no acepta mujeres solas. Nadie le avisó –ciertamente a ninguno se le ocurrió- que en el mejor hotel de Argentina “ni siquiera las hermanas que acompañan a sus hermanos, o las esposas cuyos esposos están ausentes, ni siquiera las viudas, son bienvenidas. Mucho menos, una respetable dama soltera” como ella.

Ante la negativa del Plaza, se instala en el Majestic, cuyos anfitriones se muestran corteses. Sin embargo, se siente “deprimida por la atmósfera de sospecha” que la rodea. Al día siguiente muda sus valijas al Palace Hotel que, luego descubriría, se ufana de “hacer segura la estadía de toda mujer que visite Buenos Aires” (Dreier, 1920: 13). La escena de arribo a la capital argentina no podría ser más potente, en el sentido utilizado por Mary Louise Pratt: presentes en muchos relatos de viaje, las descripciones de llegada a un destino “enmarcan las relaciones de contacto y fijan los términos de su representación” entre viajeros y “visitados” (Pratt, 1997: 144).

En realidad, ya en su segunda escala sudamericana, en Valparaíso, previa a su llegada a la Argentina, Dreier inaugura el tópico que desplegará hasta el final: las desigualdades sociales y de género encontradas en la república rioplatense. Mientras cruza los Andes, asegura percibir constantemente “la impresión de ser la primera mujer en venir a ver por sí misma cómo es Sudamérica”, un continente que “no cree en las mujeres que viajan solas, a menos que sea para encontrarse con sus maridos” (Dreier, 1920: 17). Ante esta situación, se cree en desventaja:: viaja sola por un continente que no conoce y cuya lengua apenas comprende y, para colmo de males, es soltera . En 1911 se había casado, en realidad, con un artista estadounidense. Pero a los pocos días se descubrió que éste estaba ya casado con una mujer inglesa y la unión fue anulada[5]. Tal vez esta penosa experiencia personal modele sus posteriores opiniones sobre el matrimonio: en Argentina, considera, el peso de esta institución es desmesurado, además de un poderoso obstáculo a la independencia y libertad de las mujeres.

Según ella, la argentina promedio conoce una única obsesión: casarse y tener hijos. En este país, ninguna jovencita puede hablarle a un hombre a menos que vaya a casarse con él, y bajo este orden sexual la figura de la chaperona, ya sea una amiga o hermana resulta imprescindible para moverse con cierta libertad por la ciudad. Claro que el ejercicio no figura entre los pasatiempos preferidos de las muchachas argentinas, redondas y pasadas de peso, oberva Dreier. A esto se suma su gusto por incómodos tacones “franceses”, muy populares entre las niñas de clase alta que pueden permitirse viajes anuales a París para encargar su guardarropa, y que sin embargo apenas les permiten mantenerse en pie (Dreier, 1920: 36).

Dreier también registra a las muchachas de clases populares: entre otras cosas, descubre que, para las solteras, el alquiler de un cuarto sin muebles resulta un tercio más caro que para los hombres. Claro que algunas, muy pocas, pueden darse el lujo de vivir solas en sus propios departamentos, observa. Son médicas –Julieta Lanteri es una de ellas-, farmacéuticas y abogadas, que han logrado vivir de profesiones prestigiosas, en general monopolizadas por los hombres.

 Pero la mujer argentina promedio, no puede vivir sola. Si lo hace, se arriesga a tener dificultades en su vida social y laboral. Dreier cuenta incluso el caso de una profesora suiza radicada en Buenos Aires, a la que a pesar de sus excelentes referencias le cuesta conseguir alumnos particulares porque no está casada. “Cuando una piensa que muchas mujeres viven solas en Londres, Berlín o Nueva York, capaces de cuidarse a sí mismas y amantes de una vida libre e independiente

[…] es asombroso que esto no sea posible en un nuevo país como la Argentina” (Dreier, 1920: 33). Sin embargo, en este orden sexual aparentemente inexpugnable existen grietas y contradicciones. Curiosamente, aquí “no se objeta que una docente esté casada, como ocurre en el estado de Nueva York, donde la maestra debe renunciar no bien es desposada” (Dreier, 1920: 121).

Una vez instalada en Buenos Aires, la viajera comienza a frecuentar a las principales referentes del feminismo rioplatense: Sara Justo, Julieta Lanteri, Elvira Rawson la uruguaya Paulina Luisi y Alicia Moreau. El castellano de Dreier se limita a una veintena de palabras, pero se las arregla para averiguar el nombre de una médica que hable inglés, francés o alemán y que le pueda proporcionar un panorama completo de “las condiciones sociales de Buenos Aires” (Dreier, 1920: 25).

Sabe que, como muchas feministas norteamericanas, las argentinas que desde fines del siglo XIX militan por mejoras en las condiciones de vida de mujeres y niños suelen ser egresadas universitarias, en la mayoría de los casos médicas familiarizadas con el panorama social y sanitario local. Alguien le da el nombre de Petrona Eyle, médica y presidenta de la Asociación Nacional Contra la Trata de Blancas, y la norteamericana pide cita en su consultorio. La médica la hace pasar y, pensando que es una paciente, se dispone a revisarla. Aclarado el malentendido, Eyle la introduce en los círculos feministas y le facilita la información que busca. A la viajera le resulta irónico que, siguiendo los designios de una santa católica, pueda llegar a conocer a mujeres “librepensadoras y ateas” (Dreier, 1920: 26), intelectuales y comprometidas con la mejora de las “condiciones de vida de sus hermanas” (Dreier, 1920: 256). También advierte que, a diferencia de los Estados Unidos, en Argentina, las mujeres profesionales no tienen relación con las damas adineradas, generalmente madres de familias numerosas y sin otra ocupación que la vida social y la filantropía.

 “A pesar de la posición general de las mujeres en la Argentina”, a las que considera dependientes y oprimidas, le sorprende ver “la libertad de estas mujeres profesionales en contraste con la posición de sus pares inglesas”, a las que hasta la Primera Guerra Mundial sólo se les permitía “estudiar derecho, pero no practicarlo”. Al momento de su visita, Buenos Aires cuenta con cerca de “59 mujeres físicas, una mujer ingeniera que se graduó este año y seis mujeres abogadas del censo de 1910, algunas de las cuales ya tienen sus propios bufetes” (Dreier, 1920: 125 y 126). 

Aunque ofrece algunas anécdotas personales que la posicionan como sujeto de la narración, en su relato de viaje Dreier no hace referencia a sus ocupaciones habituales en Nueva York. Menciona, sí, la situación del arte contemporáneo argentino y la mala predisposición de los artistas locales en general, que por machismo y conservadurismo pierden la oportunidad de difundir su trabajo en Estados Unidos  a través de esta destacada patrocinadora de las artes. Si, para Duchamp, la Argentina es un terreno árido en materia artística – “Ni un solo pintor interesante” (...) “las galerías, ridículas”, escribe a una amiga (Mezza, 2008: 8)-, para Dreier el diagnóstico es otro: admira el trabajo de los ilustradores y caricaturistas locales y ve en Fernando Fader a un pintor excepcional, pero destaca lo lejos que la Argentina está de los centros de la cultura como Nueva York, París y Londres.

A su juicio, la cuestión sexual es uno de los factores que retrasan el desarrollo del arte local. “Parece increíble cuando afirmo que ningún artista argentino sintió que podía acogerse a la oportunidad que tocó a su puerta a través de la mano de una mujer” (Dreier, 1920: 99). Y menciona el caso de un escultor con el que se entrevista no bien llega a Buenos Aires: Dreier le propone reseñar su obra en Nueva York y presentarle a marchands de esa ciudad. El hombre se muestra amable e interesado, pero nunca vuelve a contactarla. “A pesar de su educación parisiense”, indudablemente el escultor no puede tolerar “encontrarse con una mujer como haría con otro hombre”, escribe la mecenas con cierto hastío (Dreier, 1920: 100). Las razones de este comportamiento se encuentran, por supuesto, en la política que en este país regula los comportamientos entre los sexos: la segregación de género ordena los espacios urbanos, varones por un lado, mujeres por el otro, y todos circulan al ritmo de una tensión sexual de la que nadie parece poder escapar. “Provincialismo” (Dreier, 1920: 27), atraso frente a los países “más civilizados” (Dreier, 1920: 252), las raíces de esta política sexual retrógrada son variadas, enumera la autora.

También atribuye la misoginia local a la herencia española, influenciada por la cultura árabe que considera a la mujer como “una posesión del hombre, en la misma categoría que sus caballos y perros” (Dreier, 1920: 237). El clima porteño, húmedo y caluroso –a diferencia del estadounidense, “vigoroso y estimulante”-, es también responsable del atraso general del país, al igual que el “espíritu especulador” que garantiza la opulencia agroexportadora, y una “moral blanda” en los negocios y la vida cotidiana en general (Dreier, 1920: 17).

En Buenos Aires, “ninguna mujer puede caminar por la calle sin ser molestada” por grupos de hombres que las acosan verbal y hasta físicamente (Dreier, 1920: 34). Al comienzo de su viaje, Dreier no puede entender por qué las numerosas cartas que envió a jóvenes artistas –todos hombres- para conocer su trabajo no han sido respondidas. Por supuesto, luego entiende esta mezcla de apatía y aversión. No es una cuestión personal: en la capital argentina, su sexo la aísla de la mitad de la población  y si hubiera sido varón, la historia del arte argentino quizás hubiese sido otra.

Tal vez algún artista rioplatense habría triunfado en los círculos de la vanguardia neoyorquina y, quién sabe, quizá hoy figuraría en el podio de las artes junto a figuras como Duchamp, Brancusi o Picasso. Ya no importa, en realidad: Dreier fue indudablemente una figura desperdiciada por los argentinos. Ignorantes de sus credenciales en el arte moderno, en esta joven república nadie pareció valorarla. Irónicamente, la viajera estaba convencida de los vínculos del dadaísmo con la igualdad sexual. Cabe destacar que, mientras la literatura feminista caracteriza a este movimiento artístico como misógino (Sawelson Gorse, 2001), para Dreier, el dadaísmo representaría “una manera de eliminar las barreras comerciales y materiales, así como los prejuicios culturales provocados por la nacionalidad, el género y la clase” (Apter, 2001: 391).

El travel account Dreier discurre por diferentes tipos de discurso, por momentos autobiográfico, otras veces periodístico, literario y hasta etnográfico. Sus aserciones no son monolíticas y cumplen con reglas básicas del periodismo al ofrecer más de una versión sobre un mismo tema. Además de proporcionar estadísticas pertinentes, transcribe conversaciones con voces autorizadas –políticos, funcionarios, sindicalistas, feministas, etc.- para informar al lector o lectora sobre temas como la cuestión social o la situación de las mujeres en la Argentina. Dreier no pierde el tiempo: aprovecha sus cinco meses en Buenos Aires para conocer y escudriñar cada rincón, incluso allí donde no se la invita. Se entrevista con políticos como el senador socialista Enrique Del Valle Iberlucea, funcionarios y sindicalistas, visita escuelas y hospitales, asiste a asambleas obreras y vive los disturbios de la Semana Trágica, a la que dedica un capítulo.

“Nunca creí posible que los trabajadores pudieran ser provocados de forma tal como para organizar una huelga tan exitosa”, dice la viajera, “feliz” de ser testigo de esta revolución, que devela “las terribles condiciones en que viven y trabajan” los obreros (Dreier, 1920: 172). Como otros extranjeros había escuchado hablar de la huelga en los talleres Vasena, “¿pero a quién le importaba? (…) Luego estalló la huelga general y nosotros, gente cómoda, fuimos obligados enterarnos”.

 Cuando el transporte, el servicio de mucamas y de restaurante se interrumpen en los hoteles se entera de las muertes de obreros a manos de la policía (Dreier, 1920: 171). Sólo el Palace continúa sirviendo a sus huéspedes, quizá debido a la “lealtad” de su personal de servicio con sus patrones, asegura la viajera, pródiga en elogios al hotel y quien tal vez tuviera algún acuerdo comercial con sus dueños (Dreier, 1920: 173). Los teatros cierran y las vidrieras de tiendas, cafés y restaurantes son tapiadas para evitar saqueos. Muy poca gente circula por las calles y, en medio del clima enrarecido de la ciudad, acicateado por el tórrido calor de enero, Dreier percibe que no es bienvenida. “Esta americana”, susurran despectivamente unos hombres porteños congregados en una esquina para comentar el ataque a un joven diariero y a los que Dreier se ha acercado para enterarse de lo que pasa. Su escaso dominio del idioma no le permite entender más, pero comprende que no quieren que se inmiscuya en los asuntos locales. “No los culpo”, dice cuando escucha a sus compatriotas confortablemente alojados en el hotel y protegidos de las balaceras. Carecen de la menor sensibilidad frente al conflicto obrero y sus comentarios sólo reflejan su arrogancia (Dreier, 1920: 181).

La viajera describe con detalle las insalubres viviendas de los sectores populares, que a veces también pasan hambre, algo imperdonable en un país “que fácilmente podría alimentar a cien millones de habitantes” (Dreier, 1920: 21). Ante los bolsones de pobreza que evidentemente traicionan las versiones sobre la riqueza inagotable de este país, la única solución parece ser la caridad. Las mujeres de clase alta se encargan de hecho del trabajo de beneficencia, con resultados dispares.

Dreier no entiende cómo la Sociedad de Beneficencia, fundada en 1823 y con control casi absoluto sobre la caridad pública, no presente balances ni informes de sus actividades. Dreier ha leído el relato de viaje de Jules Huret sobre este país y su mención a la Sociedad, que según el autor francés, en 1912 poseía un presupuesto anual de 22 millones de francos, suma que, años más tarde y convertida en dólares, a Dreier le parece exorbitante. Sin embargo, se muestra sorprendida al ver los “magros” resultados de esta organización (Dreier, 1920: 139), cuyos méritos se reducen, en realidad, a facilitar el acceso de sus integrantes –mujeres de la élite porteña- a la esfera pública (Pita, 2006).

De todos modos, Dreier prueba el trabajo llevado por otra organización, las Cantinas Maternales, presididas por Julia Helena Martínez de Hoz, y donde se alimenta a madres sin recursos y a sus pequeños hijos.

También se muestra conforme con el activismo de las obreras argentinas: recuerda sus charlas en Nueva York con una trabajadora rusa a quien resultaba difícil persuadir a sus amigas para que asistieran a asambleas sindicales. Estas creían que “sólo las malas mujeres” asistían a este tipo de reuniones donde los hombres eran mayoría.  El obrero argentino, en cambio, “parece más adelantado que nosotros ya que parece haber entendido que sólo si los trabajadores se unen, sean hombres o mujeres, podrá alcanzar mejores condiciones de vida”, descubre Dreier. Así, en Buenos Aires, obreras y obreros pertenecen a los mismos sindicatos y “las mujeres pagan cuotas más bajas porque reciben salarios más bajos por el mismo trabajo” (Dreier, 1920: 46).

 “A los argentinos no les gusta ver mujeres en la calle, en reuniones, o en el teatro, a menos que se sienten aparte, en un palco”. Piensan, asegura, que se debe a una actitud de protección, de “caballerosidad”, pero si fuera esto, “las mujeres pobres no cobrarían sueldos miserables”. Le sorprende, además, que muchas argentinas comulguen con este orden sexista: “Creen que los hombres y las mujeres piensan distinto en esta cuestión”. Para Dreier, la igualdad entre los sexos es un derecho inalienable y, aunque existan diferencias evidentes entre los hombres y mujeres, está convencida de que todas y todos deben acceder a una buena educación, vivienda y salario dignos.

Las asimetrías entre los sueldos de hombres y mujeres le preocupan particularmente: durante la huelga de telefonistas, en marzo de 1919, se entera de que las empleadas de la  Unión Telefónica ganan 60 pesos mensuales, de los que deben deducir dos pesos destinados al pago obligatorio de una mutual. Dreier se escandaliza al descubrir que los directivos telefónicos, cuyos salarios superan en varias cifras el sueldo de sus empleadas, pagan la misma cuota mutual.

“Cuando una ve que el cuarto más barato se alquila en el Ejército de Salvación por 52,50 pesos por mes, ¡me pregunto cómo los directivos esperan que estas chicas vivan! Y ni hablar de aquellas que reciben apenas 40 o 50 pesos mensuales” (Dreier, 1920: 206).

Como ha señalado la historiografía argentina, a medida que el país se moderniza, la creciente demanda de mano de obra suaviza las concepciones patriarcales que consideran al trabajo femenino asalariado como una aberración. El empleo femenino extradoméstico pasa a ser concebido, ya en los años 20, como una actividad excepcional que responde a situaciones supuestamente transitorias de apremio económico que idealmente deben ser corregidas para que la mujer regrese al lugar que la naturaleza le ha reservado, esto es, el hogar (Queirolo, 2009).

La notoria disparidad entre los salarios masculinos y femeninos que registra Dreier obedece precisamente a esta concepción sobre el trabajo de la mujer. Nada indica, intuye, que en el corto plazo la situación vaya a cambiar. “Una pesada atmósfera de indiferencia” sobrevuela la Argentina, escribe (Dreier, 1920: 236). Las mujeres en general parecen aceptar con resignación su rol inferior, que sólo se enaltece cuando entra en juego la maternidad. 

Con una concepción que mezcla ciertas dosis de eugenismo y etnocentrismo, Dreier elabora representaciones similares a las construidas por otros viajeros a la Argentina, que reparan en la inmoralidad y pereza del varón argentino, y que se contraponen  a la “caballerosidad” de los europeos. De todos modos, luego algunos encuentros con hombres y mujeres locales, Dreier comienza a distanciarse del discurso de superioridad de sus compatriotas, que llegan a Argentina por turismo o negocios.

Dreier se queja de hecho del imperialismo cultural de su país, que exporta a Argentina filmes de dudosa calidad, y que representan negativamente a hombres y mujeres estadounidenses. En muchas de estas cintas se repite el tópico del “sinvergüenza que ataca a la muchacha virgen e inocente” y ahí entiende por qué los argentinos le preguntan constantemente si las mujeres “pueden vivir seguras” en los Estados Unidos (Dreier, 1920: 283).

 Critica la “condescendencia” con la que los estadounidenses tratan a “los pueblos de razas latinas” (Dreier, 1920: 14) y admite la “sospecha” con la que “Latinoamérica nos mira” (Dreier, 1920: 69). Admite que el desdén de sus compatriotas hacia los latinoamericanos “se nos va a volver en contra ya que refleja nuestra ignorancia y no nuestra inteligencia” (Dreier, 1920: 71). Para ella, “una de las cosas más interesantes de bajar a la Argentina fue ver el mundo desde un nuevo ángulo. Sudamérica queda tan lejos”, dice, por momentos identificando a la Argentina con el resto del continente sudamericano (Dreier, 1920: 21)[6]. Al final del libro confiesa “cuán poco sabía” sobre este continente  antes de su viaje. Admite sus prejuicios y recuerda, avergonzada, “el desdén con el que de pequeña miraba a los niños europeos que nada sabían de la ciudad de Washington” (Dreier, 1920: 261).

Dreier nunca había soñado con conocer las pampas fértiles que tanto atraían a inmigrantes e inversores. Pero lo cierto es que viaja hasta este lejano país y una vez allí se dedica a estudiar y denunciar los gruesos “muros de prejuicios y superstición” (Dreier, 1920: 169) que atraviesan a la sociedad argentina. Al igual que otros viajeros de renombre, como Huret o Georges Clemenceau, que viajan a Argentina durante los festejos del Centenario (1910), Dreier se muestra sorprendida por el sexismo de sus habitantes e  instituciones.

Sin embargo, a diferencia de estos viajeros, que parecen desconocer lo que sucede en sus propios países en torno a las mismas cuestiones, Dreier no sólo adopta una mirada menos parcial sino que utiliza la situación de las mujeres argentinas, en líneas generales juzgadas como oprimidas, para mirarse a sí misma y analizar su propia posición como mujer en Estados Unidos.

 “Acostumbrada a ser tratada como un individuo (…), con una inteligencia universal, no dividida por el sexo, fue un gran shock descubrir que muchos hombres en nuestro país dan por sentado que la inteligencia de una mujer es menor que la de un hombre”.

 La actitud de los norteamericanos hacia las mujeres que viajan no es mucho mejor que la de los argentinos: en los Estados Unidos, “la gente que conforma tu mundo cuando una viaja”, ya sean botones de hoteles o guardas de trenes, “se pregunta por qué estás allí, fastidiada por tener que molestarse”, como si “usaras un espacio que debería ser ocupado por un hombre” (Dreier, 1920: 235). Finalmente admite que la discriminación sexual que reina en Argentina existe también en la nación estadounidense, la misma que se jacta de su modernidad democrática. Vale la pena destacar que en 1920 -un año después del viaje de Dreier a Sudamérica-  y luego de que unos pocos estados autorizaran a las norteamericanas a votar en elecciones locales, Estados Unidos sancionó por primera vez el derecho al sufragio para todos los ciudadanos, sin importar su sexo.

Consideraciones finales

Mary Louise Pratt llamaría a Dreier una “exploradora social”, término acuñado originalmente por Marie-Claire Hoock-Demarle (1985) para nombrar a aquellas viajeras  burguesas que, a partir de mediados del siglo XIX, viajan a América e intentan modificar la realidad social observada. Son independientes, instruidas y, en general, abrazan la causa feminista. Una vez en destino, visitan cárceles, hospitales, fábricas, escuelas, orfanatos y barriadas pobres, a las que describen puntillosamente. Sus narraciones, dirigidas al gran público, fusionan lo literario y lo social (Pratt, 1997: 282).

 A la manera de las viajeras imperiales,  Dreier interviene en la zona de contacto para civilizar a “la otra mujer, para que ésta última encienda el mecanismo”. Generalmente oprimida, tanto en términos de sexo como de clase y de raza, la otra  mujer resulta indispensable en este proyecto civilizador (Monicat, 1996).

Como mencionaba al principio, el título del libro de Dreier reitera una práctica extendida entre las viajeras del siglo XIX y principios del XX, quienes solían titular sus relatos con menciones a su sexo y cierta carga de modestia y pudor[7]. Sin la grandilocuencia de algunos títulos de sus colegas varones, estas viajeras parecen atenerse, o bien a directivas de sus editores en cuanto a la titulación de sus obras o bien a las restricciones propias de la producción y recepción de este tipo de literatura.

Por empezar, no es casual que estas narraciones fueran presentadas como subgéneros o productos derivados de un género mayor, el relato de viaje masculino (Hahner, 1998) y que incluso fueran firmadas con seudónimo (Mills, 1991). La literatura de viaje femenina de la época es prácticamente “amateur” y, en muchos casos, censurada por editores que descreen de algunos eventos narrados por las autoras o que consideran que cierta información es inapropiada para una mujer  (Mills, 1991).

No sabemos si el texto original de Dreier sufrió mayores transformaciones luego de pasar por la etapa de edición. Tampoco interesa demasiado: lo que hoy podemos leer es un documento rico en representaciones sobre la sociedad argentina de esa época y, sobre todo, las relaciones de género que por entonces tiñen la vida cotidiana de hombres y mujeres porteños.

Si la noción de escritura femenina resulta problemática la narrativa de viaje en femenino también reúne posiciones opuestas. Mientras algunos sostienen que la escritura de viajeras tiene claramente una especificidad propia (Monicat, 1996) otras voces señalan que la diferencia entre viajeros y viajeras radica en la forma en que su narrativa es juzgada y categorizada (Mills, 1991).

 La mirada de viajeros y viajeras también sería un elemento que separa las aguas: mientras los primeros “se escabullen en los recovecos de sus relatos imaginándose testigos invisibles o enfatizan la incapacidad del observado para ver o describirlo visto, las mujeres se saben miradas y juzgadas” (Szurmuk, 2000: 11).

 Claro que el sexo del autor no implica necesariamente preocupación y reflexión sobre la sociedad visitada ni un proyecto inscrito en la eliminación de las barreras fijadas por el género: los relatos de viajeros como Huret o Clemenceau sobre el estatuto inferior de las mujeres argentinas o, por el contrario, el silencio de viajeras feministas como Anne Peck sobre las mismas cuestiones son pruebas suficientemente elocuentes[8]-. Sin embargo, y tal vez por sufrir un orden sexual opresivo en sus propios países, se observa cierta tendencia, entre las mujeres viajeras –sobre todo las del siglo XIX, a registrar con mayor detenimiento “el efecto que la otredad tiene sobre sus percepciones y juicios, su identidad como mujeres y su individualidad” (Carrera, 2006: 129).

 Por otro lado, estos  textos suelen mostrar un mayor “compromiso personal” con los “otros” observados y una voz narrativa generalmente “menos autoritaria” que la de sus pares masculinos (Mills, 1991: 21). Se ha afirmado, por otro lado, que el acto mismo de producir textos “factuales” simboliza, a partir del siglo XIX, la entrada de las mujeres en el discurso masculino, lo cual no debería considerarse como un desafío a la ideología dominante (Foster, 1990).

Discusiones teóricas al margen, el texto de Dreier destaca su rol de mediación con las mujeres que conoce durante el viaje, y con las que entabla relaciones asimétricas –con mujeres de clases populares, por ejemplo- o de igual a igual, como cuando entra en contacto con mujeres profesionales y feministas con las que comparte códigos e ideología. Dondequiera que se la escuche, Dreier da su opinión, en general sobre aspectos vinculados a las condiciones en que viven los sectores populares, a los que tratará compasivamente. En las feministas porteñas encontrará, en cambio, pares que luchan por ideales que ella comparte.

A modo de conclusión, vale la pena recuperar el planteo de Cixous, para quien la escritura se nutre de los otros y de “nuestros semejantes”, “nuestras mujeres, nuestros monstruos, nuestros chacales, nuestros árabes” (Cixous, 1995: 43). Así, no es sólo el visitado o “narrado” el que se ve influenciado por las impresiones que sobre él o ella recaban los viajero/as: las opiniones de la misma Dreier cambian durante el viaje. Si su misión original es aportar valores civilizatorios a la Argentina y liberar a sus mujeres, a cambio el viaje le ha dado a ella una nueva visión del mundo y un espejo en el cual mirarse a sí misma. Para Dreier, la estadía en Buenos Aires será una experiencia transformadora.

Referencias bibliograficas:

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---  1980, “Mary Dreier”, en Sicherman, Barbara (ed.), Notable American Women. The Modern Period, Harvard University Press.

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Clemenceau, Georges, 1986 [1911], Notas de viaje por la América del Sur, Buenos Aires, Hyspamerica.

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Nota biográfica

Milagros Belgrano Rawson , Licenciada en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de Buenos Aires (UBA), y Magister en Género, Sexualidades y Política por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS, Francia), Milagros Belgrano Rawson es actualmente becaria del CONICET (Argentina), con sede en el Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (UBA), y  doctoranda por la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Desde 2005, escribe, además, en Las 12, el suplemento con perspectiva de género del diario argentino Página12


 

[1] Fundada en 1920, esta agrupación, que funcionaba como museo, organizó exposiciones y conferencias. Su colección incluía obras de Duchamp, Man Ray, Kandinsky y Léger. En 1941 fue donada a la Universidad de Yale.

[2] Organizado en 1913, el Armory Show fue una de las exposiciones más influyentes en la historia del arte moderno estadounidense.

[3] Si bien este es su único relato de viaje, Dreier escribió numerosos artículos y libros sobre arte y danza moderna, entre ellos Duchamp´s glass, Western art and the new era y Shawn, the dancer. También tradujo al inglés Personal recollections of Vincent van Gogh, de Elisabeth Huberta Du Quesne-van Gogh, hermana del pintor.

[4] Duchamp sólo menciona a Yvonne Chastel como compañera de ruta. Es la ex esposa de su amigo Jean Crotti, por entonces casado en segundas nupcias con su hermana, Suzanne Duchamp (Mezza, 2008).

[5] La prensa hizo público el engaño del prometido de Dreier, el artista Edward Trumbull. Este era prácticamente desconocido, pero Dreier era una “socialite” que cada tanto aparecía en las páginas sociales del New York Times.

[6] Las cursivas son mías.

[7] Resulta interesante echar una mirada a títulos como el de la viajera Charlotte Cameron, A woman´s Winter in South America (1911) o el de la actriz francesa Marguerite Moreno, Une française en Argentine (1914).

[8] Ver Huret, Jules, s.d, Del Plata a  la Cordillera de los Andes, Buenos Aires, Eugene Fasquelle-Sociedad de Ediciones Louis-Michaud; Peck, Annie S., [1913] 2010, The South American tour, London, Forgotten Books; Clemenceau, Georges, 1986 [1911], Notas de viaje por la América del Sur, Buenos Aires, Hyspamerica.

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