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labrys, études féministes/ estudos feministas
janvier / juin 2013  -janeiro / junho 2013

 

Genealogías disidentes en (el) Sur

Laura A. Arnés

Abstract

 

Repensar la revista Sur en relación con prácticas o sensibilidades propias de la disidencia sexual abre nuevas posibilidades tanto al momento de reflexionar sobre la constitución de una cultura moderna en Argentina como al momento de analizar los modos de circulación, traducción y publicación de textos y autores. En esta línea de reflexión, el artículo se centra en ciertos elementos que toman cuerpo entre el cuento “El disfraz” de Juan José Hernández y el ensayo de Héctor Murena “La erótica del espejo”, publicados en el mismo número de la revista Sur (1959), para luego, y a partir de ellos, sugerir posibles lecturas de las relaciones que delinean, los desplazamientos que provocan y los intercambios que promueven  los artículos de Victoria Ocampo y Vita Sackville-West, publicados en Sur a lo largo de varias décadas, sobre Virginia Woolf.

 

Palabras-llhave: revista Sur – genealogías disidentes – rastros lesbianos – políticas de lectura

 

 

 

 “Sólo si somos capaces de entrar en relación con la irrealidad  

y con lo inapropiable en cuanto tal, es posible apropiarse de la realidad”

Giorgio Agamben

 

 

Mucho se ha escrito y discutido en relación con la revista Sur (1931-1992), una de las publicaciones culturales más importantes que haya circulado en América Latina. Y este artículo se suma, sin duda, a la gran producción crítica que alrededor de ella gravita. Sin embargo, lo hace desde su diferencia, a partir de una mirada oblicua o torcida, por no decir, queer.[1]

Fundada y dirigida por Victoria Ocampo,  desde sus inicios (1931) Sur contó entre sus colaboradores a intelectuales reconocidas/os tanto a nivel nacional como internacional. Entre 1931 y 1966 se editaron 305 números de la revista y en los siguientes 26 años se editaron sólo 67. Pero, además, en el año 1933 se conformó la editorial del mismo nombre, también en manos de la mayor de las Ocampo.

La fuerza de intervención que - tanto en el campo específico de la literatura como en el de la cultura en general- la revista logró alimentó, a lo largo de los años, una gran cantidad de aportes críticos que  tuvo como consecuencia un diálogo de compleja densidad. Sin embargo, como sostienen Gabriel Giorgi y Mariano López Seoane en “Buscando el factor queer en la revista Sur” (2012), llamativamente, ninguna aproximación crítica a la publicación en cuestión postuló, hasta el momento, una mirada de conjunto sobre las políticas y éticas de la sexualidad que atraviesan el proyecto de la revista. Del mismo modo, son pocas las veces que la crítica hizo explícito el hecho de que la revista Sur se sostuvo sobre una demografía de la disidencia sexual -que carece de muchos ejemplos comparables en nuestra historia intelectual- o siquiera notó que las políticas de traducción e importación de la revista, efectivamente, dieron cuerpo a una suerte de canon europeo queer. [2] Y es que, como también notan Giorgi y Seoane, parecería existir, dentro de la crítica literaria y cultural, la opinión generalizada de que, hacia principios de la década del ‘60, Sur habría perdido contacto con las discusiones intelectuales y las intervenciones políticas y culturales que empezaban a definir un nuevo paisaje de la modernidad signando, así, su progresiva pérdida de relevancia (Terán, 1991:87, Gramuglio 2010:202).[3] Sin embargo, una perspectiva atenta a las cartografías que dibujan las disidencias sexuales pondría a esta afirmación, por lo menos, entre signos de pregunta. 

El canon que define la modernidad cultural y estética europea está atravesado por textualidades, cuerpos y deseos sexualmente disidentes (Federico García Lorca, André Gide, Jean Genet, T. E. Lawrence, Thomas Mann,  Marcel Proust, Walt Whitman, Oscar Wilde, Virginia Woolf…) y narrativas que modificaron las percepciones sobre la sexualidad (Sigmund Freud, Friedrich Nietzche). [4] La revista Sur no sólo fue incorporando textos y narrativas de estos autores sino que, muchas veces, incluso los tradujo. De este modo, podría pensarse que legitimó y abrió una posibilidad de visibilidad y de reflexión que no era habitual en la cultura argentina de esas décadas.[5] Sin embargo, por lo menos en apariencia, no tematizó ni politizó a autores y textos en término de inscripciones de sexualidades disidentes. Es, entonces, el modo en que la publicación mostró y escribió aquello que no se podía mostrar, aquello que no podía ser puesto en palabras (por muchas más razones que el decoro de clase) el eje sobre el cual este artículo se va a construir.

Parto de la idea de que leer a Sur en relación a prácticas o sensibilidades propias de la disidencia sexual abre un abanico de posibilidades tanto al momento de pensar la constitución de una cultura moderna en Argentina como al momento de analizar los modos de circulación, traducción y publicación de ciertos textos. Este artículo sostiene que una lectura atenta a estas disidencias permitirá, en términos de Ranciére (2002), una organización alternativa de lo sensible.

 

1.      El ensayo

 

A partir de lo desarrollado, y proponiendo una lectura lúdica de la publicación en cuestión, se utilizará el nº 256 (1959) de la revista Sur como umbral. Es decir, como ese valor mínimo de una magnitud a partir del cual se produce un efecto determinado de lectura; o de escritura. Pero la elección no es azarosa porque es en el citado número que aparecen dos textos clave al momento de pensar una posible política sexual y textual de Sur o, en otras palabras, una posible erótica y retórica textual y sexual. Este artículo se centra, entonces, en ciertos elementos que entre éstos -un ensayo de Murena y un cuento de Hernández- toman cuerpo, para luego sugerir posibles lecturas de las relaciones, de las sociabilidades, que se delinean en la revista y de los desplazamientos que provocan, entre ellos y entre ellas, los artículos de Victoria Ocampo y Vita Sackville-West, publicados en Sur, sobre Virginia Woolf.

El ensayo firmado por Héctor Murena se titula “La erótica del espejo” y tiene como excusa la aparentemente cuestionable existencia de una editorial -probablemente “Tirso” - que:

 

“Se dedica a editar obras literarias de autores extranjeros y nacionales, de calidad por cierto decorosa, con una periodicidad no menospreciable. Se me preguntará qué encuentro de extraño en ello. Respondo: el detalle de que todos los libros que dicha editorial publica son de carácter homosexual. Alguien con quien comentaba el hecho fue de la opinión de que parecía tan extravagante como elegir a los autores por el color del pelo […]. Lejos de ser arbitraria, sin embargo, la orientación de la editorial mencionada constituye el índice veraz de un fenómeno respecto al cual resulta difícil no cobrar conciencia en nuestro tiempo. Pienso en la militancia y en la difusión que el homosexualismo ha alcanzado en los últimos años.” (1959:19)

 

La primera pregunta surge, inevitable: ¿A qué militancia y difusión está haciendo referencia Murena? Porque en Argentina, la emergencia de los movimientos homosexuales se dio sobre finales de la década del 60 y si, efectivamente, la homosexualidad se visibiliza a lo largo de esos años es, casi con certeza, para ser censurada. La consecuencia lógica de esta afirmación resulta, entonces, más que interesante. Si bien es cierto que personajes nacionales como Puig, Mujica Láinez, Sebreli, Bianco o Correas eran homosexuales relativamente visibles, Murena – a tono con la orientación de Sur- se está inscribiendo en una discusión que excede a los límites geográficos y, de algún modo, se está adelantando a los discursos teórico-militantes de, por ejemplo, Perlongher (que en ese momento tenía diez años) o Jáuregui (que estaba naciendo). Murena está dialogando con los nacientes cambios en la percepción pública sobre la sexualidad que en Estados Unidos alcanzan un punto de anclaje con los Kinsey reports (1948 y 1953); está pensando la sexualidad con relación a ese canon Europeo, a esa escritura y esos modos de vida con los que Sur dialoga, traduce, se cruza (tal vez, en el doble sentido de la palabra). Entonces, claro, no pueden faltar en la reflexión los nombres de Wilde, Proust, Gide, Peyrefitte, Genet, George Sand, Colette…:

 

“Si ayer era un puñado de iniciados el que se encerraba en el secreto de sus cuartos para leer con fervor las obras del protomártir Oscar Wilde, cuyo trágico destino significaba una advertencia sobre lo que podía acontecer, o las de un Proust que se cuidaba siempre de responsabilizar al azar por sus contactos con el mundo de la pederastia, o las de un Gide que audazmente se atrevía ya a defender sus costumbres, en esta hora alcanzan al número de multitudes el número de aquellos [...] que se exhiben llevando bajo el brazo las novelas de un Peyrefitte para quien la homosexualidad no es mas un motivo de cautela o una posición por la que haya que quebrar lanzas, sino un tema sobre el que resulta posible explayarse con un desenfado que roza lo obsceno.” (1959:2)

 

Y Murena, sin lugar a dudas, se explaya. Plagado de lugares hoy, por lo menos, comunes y, por momentos, contradictorio e incluso homofóbico, el artículo oscila entre concepciones pseudo-científicas (la homosexualidad como auto-idolización narcisista -de ahí la metáfora del espejo que da titulo al artículo) y filosóficas (la inversión sexual como parte de la subversión general de los valores que Nietzche habría anunciado)[6], entre curiosos análisis culturales y llamativas conclusiones (como el hecho de que la heterosexualidad no sea natural sino algo conquistado por el hombre (1959:28). Sin embargo, “La erótica del espejo” tiene, por lo menos, dos gestos que sorprenden. Que sorprenderían incluso si el artículo fuese actual. En el punto 8 del ensayo el autor explica:

 

“A esta altura, el lector debe haber advertido ya que los ejemplos que utilizo proceden en su mayoría de la homosexualidad masculina. Las presentes notas, empero, aspiran a tener validez, en el grado en que tengan, tanto para la pederastia como para el amor sáfico. El predominio de los ejemplos del campo de la homosexualidad masculina se explica, no porque la femenina sea menos numerosa e importante, sino porque tradicionalmente es más secreta.” (1959:25)

 

Este detalle puede parecer una obviedad. Sin embargo, es posible que sea esta la primera vez que tal obviedad es visibilizada en un medio público Argentino. Porque el amor sáfico fue, en efecto, uno de los secretos mejor guardados de la cultura argentina del siglo pasado. Como nota Barrancos, a principios de siglo XX: “Una señal inequívoca de buena educación burguesa era el acatamiento de las estrictas normas patriarcales, y entre estas, una de las más importantes era no comportarse bajo ningún aspecto como varón. La niña marimacho era el pavor de las familias de clase media […].” (2007:149).

Por otro lado, en el punto 14 Murena concluye:

 

“Una amiga mía que no tiene nada de sáfica, pero que no ha asfixiado en sí el principio masculino […] me refería […] que no le resulta infrecuente recibir insinuaciones e incluso francas propuestas amorosas de mujeres homosexuales […]. No es homosexual porque ello sería ceder a la zona animal de su ser. Pero tampoco responde a la cerrada idea heterosexual sostenida por la “ortodoxia” racionalista de todos los tiempos, pues eso sería esclavizarse […]. Ese tenso equilibrio es lo que asegura la singular plenitud con que su persona moral se alza en la historia.” (1959:29)

 

Esta reflexión, ante la que resulta imposible no preguntarse si refiere a Victoria Ocampo,  termina siendo, de un modo un tanto perverso, una loa a la bisexualidad. Pero a una bisexualidad en la que el dos está en el uno, despojada de todo acto sexual.

Sin embargo, el artículo de Murena no funciona solo sino que, como consecuencia de una decisión editorial (probablemente de José Bianco[7]), arma sistema con el cuento de Juan José Hernández que lo procede y, conjuntamente, dibujan una política sexual y textual. O, mejor dicho, una política del deseo que tienden lazos hacia el pasado y hacia el futuro y que comprometen a la revista en su totalidad.

 

2.      El disfraz

“Toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente,

 indirectamente, un significado único que es: “yo te deseo”,

 y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar”

Roland Barthes

 

 

“El disfraz” de Juan José Hernández -colaborador habitual de la revista- es el relato oblicuo de un deseo lesbiano; de la pasión secreta, relatada en primera persona, que sostiene la protagonista del cuento por la Delfina, antigua compañera de trabajo. Explica la protagonista, ubicándonos temporalmente: “La única persona que ocupaba mi recuerdo, mi nostalgia, era la Delfina.” (1959:31). En su lugar sólo quedan dos regalos: una foto firmada (tengamos en cuenta que la foto es producto de un espejo) y el disfraz con el que la Delfina salió elegida reina del sindicato de Costureras. A partir de ahí, referencias que se bifurcan en significados: “Pertenezco a un linaje muy antiguo […] cuya inteligencia y astucia han llegado a ser proverbiales.” (1959:32) y miradas que se cruzan, que se estrellan contra espejos, delineando una erótica especular: “La ingrata, recostada en mi cama, encendió un cigarrillo. Miré por el espejo su hermoso cuerpo esbelto y me ruboricé al recordar los entusiasmos que me asaltan por las noches mientras contemplo su fotografía.” (1959:33)

Finalmente concluye:

 

“Sé que es la única oportunidad que tengo para conjurar la visión que me persigue desde la última vez que vi a la Delfina. A fuerza de irrealidad conseguiré saciarme. […] He sacado del ropero la capa del disfraz de Noche que me regaló […] y que guardaba como un tesoro […] Me pongo la capa brillante, suelto mi cabellera […]; me contemplo en el espejo. La imagen me sobresalta de admiración. […] abandono el espejo y ensayo repetirme en voz baja: “Me llamo Delfina, Delfina Coronel. Vuelvo a mirarme: […] estoy hermosa.” (1959:36).

 

Suponemos que, entonces, saciará su deseo con un hombre pero teniendo, siendo, imaginariamente, la Delfina. Efectivamente, el dos se hace uno: deseo de ser (una mujer) y de tener (a esa mujer) se superponen delineando, creando, una imagen fantasmagórica, difícil de asir; una imagen que, en palabras de Link (2009:11), permanece sin interpelar, incluso más allá de la interpelación. Un cuerpo sensual y difuso producto de una fusión que lo acerca al objeto de amor pero también a él mismo.

El deseo, movido por el don (el de la escritura, claramente, pero también por la foto y el disfraz), se construye como práctica transformadora a partir de la cita. Yo-vos, vos-yo se superponen, se cruzan, se confunden y construyen un espacio ficcional e intermedio en el que se atan y desatan memoria, identificación e imaginación (aunque tal vez sean lo mismo). El yo se constituye a través de la imagen, propia y ajena, en una relación especular (en una erótica del espejo, podría decirse citando a Murena) y, de este modo, la repetición y la diferencia no ponen en escena, sencillamente, el deseo de alcanzar un objeto inalcanzable sino la creación de un nuevo objeto y de un nuevo sujeto. Es el instante en el que la imagen es convertida en escritura sensual el que exige una lectura. La mirada deseante persigue otra imagen detrás de lo que ve y, de este modo, la escritura (la de los protagonistas de Sur pero también, a  modo de caja china, ésta) articula esa otra voz que es la del afecto: la del placer, la del dolor.

El don, ya lo explicó Derrida en sus diálogos con Jean-Luc Marion (2009), interrumpe, de algún modo, la economía. Pero en este caso, es la economía sexual la que es puesta en suspenso para abrir la posibilidad a otra circulación del deseo. El don se construye como instante que desgarra al tiempo, se hace en el pasado, es cierto, pero “don” es dar un presente, hacer un presente y, tal vez, por qué no, hacer presente y, arriesgo, en un futuro (es posible que este hablando de la literatura). El don, entonces, es una huella, es un rastro. Y también un rostro (que atravesará los tiempos).

El rastro lesbiano – pensado en términos de afectividad que circula en los espacios intermedios- pura ficción (de quien escribe, de quien lee) se renovará constantemente en producción expresiva, a modo de una historia de imaginaciones múltiples (diría de doña en doña, pero no tiene tanto sentido. Entonces, queer: de don en don). Y es que no señala, sencillamente, hacia una forma específica de la sexualidad sino que implica un modo de producción de referencia y sentido diferencial que precisa de la construcción de una mirada, estética y extática –encantada, como dirá Ocampo- que se fuga de la clasificación y construye, en cambio, figuras que desestabilizan la estructura canónica del deseo y (re)inventa los afectos o, en otras palabras, los modos hegemónicos del eros ficcional. No hay cuerpo a cuerpo posible en Sur (tal vez el de Silvina Ocampo y Alejandra Pizarnik, pero eso será mucho después), sólo creación y recreación (en su doble sentido) constante.

 

3.      La puesta en escena

 

“Como si la mujer debiera destruir su cuerpo como el de la cultura

y refundarlo a partir de otra mujer

mientras va sacando de sí misma (o de la otra)

 las palabras para decirlo.”

María Moreno

 

Victoria Ocampo[8]  comienza un artículo titulado “Virginia Woolf, Orlando y Cia.” diciendo: “Voy a hablarles a ustedes como “common reader” de su obra” (1937: 10). Resignificado: no voy a hablarles de un método, ni metódicamente, voy a hablarles de una pasión: Mi pasión. Y continúa: “Voy a hablarles de la imagen que conservo de ella” (1937:10). Se refiere a Virginia Woolf. Una pasión y una imagen. Una historia, con minúscula y mayúscula, o un cuento (relato, enredo o desazón) que periódicamente re-aparecerá en Sur, en voz de una u otra: de Victoria Ocampo o de Vita Sackville West.

En el citado artículo, Victoria se entrega al relato pormenorizado de la obra de Virginia y se detiene, especialmente, en Orlando -“ese ser evadido de los sexos” (1937:41)- para, en el proceso, relacionar la escritura de Woolf con la de Wilde, Proust, Lawrence y Colette;  tampoco falta la comparación con Anna de Noilles, a quien Ocampo también conoce y admira aunque, claro, no es Virginia. La mirada desviada sonríe ante la obvia genealogía en la que pasiones y ficciones, como la misma Ocampo reconoce, se superponen.

Después de varias páginas, finalmente, se anima: “Les contare como vi ese rostro por primera vez”  (ese rostro que más tarde va a poseer en foto) y continúa- imaginemos la música de violines-: “De pronto oí su nombre y el mío pronunciados por un amigo, y al volver la cabeza hacia esa voz, el rostro maravilloso ya estaba vuelto hacia el mío.” (1937:60). Ese rostro maravilloso, extraordinario y admirable, mueve el deseo de Ocampo, su escritura. A partir del momento en que Virginia se cruza en su camino, las  letras de Victoria se fundarán en esa figura arrobadora (que saca a Victoria de sí y la reubica), en esa persona que, además, escribe excepcionalmente.

Una carilla entera, entonces, dedicada a la descripción de ese rostro seductor y, varias más, a la excepcionalidad de su figura: Virginia, como Orlando, no sólo es un bello ser que además tiene cerebro (1937: 65) sino que la finura y belleza de su escritura se espejan en su cuerpo. Los códigos textuales propios del discurso amoroso más tradicional se repiten (por supuesto, en la misma adopción del código está la resistencia), sin embargo, la vigencia del contrato heterosexual obtura la significación de las palabras:

 

“La vi. Y más de una vez, para mayor felicidad mía. A menudo, después del frío brumoso de la calle, entré yo en el “confort” de ese cuarto y sobre todo de esa presencia. Pues en cuanto Virginia estaba allí, lo demás desaparecía […]. Virginia es tan capaz de hablar maravillosamente como de escribir maravillosamente. Con esto les estoy confesando que yo no podía, sin esfuerzo, irme de su lado […]. Esta casa todo se me aparecía a la vez como irreal y como lleno de la más sustancial realidad […]. Miro a Virginia […] como el poeta cuando ha encontrado un verso capaz por sí sólo de llenar un poema. De este modo hubiera querido yo hacer que ustedes la miraran, para que ella les hiciera, como a mí, el don de una preciosa certidumbre. La certidumbre de que nada de lo que yo había imaginado de la mujer, soñado para ella, defendido en su nombre, es falso, exagerado, ni vano.” (1937:63-67)

 

El don ciertamente es recibido, pero no es del todo verdad lo que dice Victoria porque, como veremos, al momento de necesitar ese verso (cuando Virginia ya no está) no puede sino citarla. Es decir,  tenerla a través de sus palabras; ser, de algún modo, ella.

Virginia Woolf muere en 1941. Ese abril, en el Nº 79 de Sur, Ocampo vuelve a dedicarle unas palabras tituladas “Virginia Woolf en mi recuerdo” que comienzan con un epígrafe que es cita. Y es que ante la imposibilidad de compartir con el objeto una cita (quiero decir, un encuentro) se lo incorpora. Así como le sucedió a la protagonista del cuento de Hernández, la identificación, por lo menos en principio, se va a constituir en núcleo del vínculo afectivo. 

El artículo comienza con un epígrafe paradojal que Woolf le dedica a su hermana: “Buscando una frase/no hallé ninguna que pudiera ponerse/junto a tu nombre” (1941:98). Sin embargo, lo que Victoria si halló, buscó y atesoró, es una foto que publica a continuación. Ahora, finalmente, la imagen que nos muestra de Virginia es objetiva o, mejor dicho, fija en el objetivo la óptica de lo subjetivo: “Ese rostro austero y encantador que yo había besado la víspera de mi partida; […]. Ese rostro cuya imagen había querido conservar yo a toda costa” (1941:107) había sido retratado, a pedido de Ocampo y contra la voluntad de Virginia, por la fotógrafa lesbiana Gisele Freund, quien años después huiría del régimen nazi invitada por Victoria a la Argentina y quien, otros tantos años más tarde, aparecería -en clave, disfrazada- en la novela El común olvido de Sylvia Molloy, una de las más jóvenes protagonista de Sur queer.

Entonces, es con la foto que empieza el artículo. Es ella, Virginia, la que ya no está (porque lo que escribió sigue en las librerías); son sus gestos, la ausencia de su rostro, sus momentos compartidos y aquellos que nunca tuvieron, los que Victoria está duelando, o doliendo. Como la Delfina para la protagonista del cuento de Hernández, Virginia parece constituirse en esa única persona que ocupa su recuerdo, su nostalgia. Y entonces se alegra de nunca haberle dejado de mandar como presente (como –un- don) esas flores (y ¡esas mariposas!) con las que Virginia, según se lee en sus cartas, provocaba los celos de Vita. [9] Esas rosas (u orquídeas) que Virginia llevaba a su cuarto y que ese día Victoria pone en sus floreros como gesto que hace presente; que trae al presente.

Lo que queda claro al leer a Ocampo es que sus afectos no están separados de sus lecturas ni de su escritura. Escribe, en este caso, acerca de lo que la apasiona, de lo que desea. Al escribir acerca de Virginia, al apropiarse de las palabras de Virginia (al superponerlas con las propias, al cruzarlas), al compartir esa foto que (no) es suya, no hace sino darle cuerpo a su deseo de tener, de ser; no hace sino darse cuerpo. Porque al escribir a (bajo, sobre) Virginia, Victoria también nos ofrece, en una erótica especular, el espejo en el que quiere reflejarse o, mejor dicho, la imagen que quiere reflejar. Pero, como en el caso del cuento, esta imagen señala el pasaje de lo parecido y lo posible a la imagen de lo virtual: una imagen que ya no refleja, representa o muestra sino que se convierte en una imagen-otra, en un cuerpo-otro, en una narrativa-otra.

La pasión, el deseo, renovado en producción expresiva, sólo puede ser saciado, como expresa la protagonista del cuento de Hernández, a fuerza de irrealidad. Sin embargo, tal vez paradójicamente, es ahí cuándo emerge un cuerpo, pura potencialidad.  Es allí donde emerge una obra.

Podría decirse que el rastro lesbiano pone en escena, en un gesto que casi sin querer es afirmación sobre la literatura, el hecho de que el deseo (como la memoria, como la escritura) se construye en esa intersección entre presencia y ausencia que “Desvela la presencia y da lugar a su reconocimiento imaginario […]” (Lyotard, 1991:70); trae a la luz la circunstancia de que el deseo se construye en una tensión constante entre lo ficcional y lo referencial que no podrá (ni intentará) ser resuelta.

 

4.      La cita final

 

Acorde a una carta (1939) que Woolf le dirige a Vita Sackville-West, antigua amante, Ocampo le habría escrito para decir que deseaba publicar algo suyo en su revista trimestral Sur. El pedido resulta ser efectivo y el deseo satisfecho porque Vita, entre el ´40 y el ´63, publica en Sur varios cuentos e incluso un fragmento de su novela Toda pasión concluida (que será publicada por la editorial Sur en el año 1963- un año después de la muerte de la autora- con prólogo de Victoria Ocampo). Sin embargo, a los fines de este artículo resulta particularmente interesante una crónica titulada “Virginia Woolf y Orlando” (1957), publicada sólo un par de años después de que Ocampo escribiera Virginia Woolf en su diario (1954) y veinte años después de su “Virginia Woolf, Orlando y Cia”.

La crónica en cuestión comienza con una referencia al diario que llevaba Virginia. O mejor dicho, la cita es excusa para dejar en claro que la figura de Orlando está inspirada en ella, en Vita. Que “yo” es un regalo para “ella” (para Virginia, pero también para Vita). Porque Vita es Orlando (ese ser que atraviesa los sexos, los género y los siglos) y, nuevamente, hay fotos para probarlo.

Pero rápidamente Vita guía la atención del lector hacia una carta (en realidad, son dos o tres) que le escribe Virginia en el año `27 (no debe olvidarse que todavía eran amantes e, incluso, unos meses antes, Vita le había dedicado esas palabras que luego serían famosas: I am reduced to a thing that wants Virginia….). Retomando: Vita rápidamente lleva (o trae) al lector a una carta escrita por Virginia que declara “alarmante” (1957:60). Es decir, que inquieta pero también que incita. Y cita a Wolf:

 

“Así es que todas las mañanas escribiré ficción (mi propia ficción) hasta las doce y la otra ficción hasta la una. Pero escucha: imagina que Orlando resulte ser Vita y que trate de ti y de la atracción de tu mente –corazón no tienes-, […] imagina, te digo, que […] alguien diga “Virginia ha escrito un libro sobre Vita […]”, ¿te importará? […]. ¿Vendrás el miércoles? Me escribirás, al instante, una linda carta humilde que muestre tu acatamiento y devoción hacia mí […]. ¡Dios mío, tu mente es como un desván rico y oscuro! ¡Oh, sí tengo muchas ganas de verte! […]. Será un libro breve […] y con mi velocidad actual que es febril (no pienso sino en ti todo el día, bajo diferentes disfraces) estará listo para Navidad […]. Nunca tuve tantas ganas de verte como ahora […].” (1957:64-65. El resaltado es mio.)

 

En ese punto irrumpe la voz de Vita: “No me engañó ese deseo súbito, urgente, de mi compañía. Comprendí que se trataba del amor interesado propio del escritor –dicho de otro modo, yo me había transformado en tema literario.” (1957:65)

Podría decirse, entonces, que el rastro lesbiano toma forma en el cruce de -por lo menos- dos ficciones: la que se crea sobre el ser a quien se desea y la que se crea sobre uno como sujeto deseante -hambriento, dirá Ocampo en otra carta a Virginia (1934)- y tiene como expresión a la obra. El deseo se presenta como fuerza descontrolada (el cuerpo se inunda de arrobamiento, como el de la protagonista del cuento de Hernández, se exalta) y como principio estético (la pluma no para).

En una carta que Ocampo le escribe a Virginia y que luego será prólogo a sus Testimonios, explica: “Estas dos mujeres se miran. Las dos miradas son diferentes. La una parece decir: he aquí un libro con imágenes exóticas que hojear. La otra: ¿en qué página de esta mágica historia encontraré la descripción del lugar en que esta oculta la llave del tesoro?” (1934:7). Dos mujeres (o tres, en este caso) se enfrentan, se espejan, se diferencian, se superponen. Dos mujeres (o tres) se crean, se miran en el texto, en el cuerpo, tan concentradas, fascinadas (admiradas) por sí mismas, por la otra. El deseo, de este modo, delinea un entramado de recorridos que podría ser reformulado en términos de mapa de intensidades: la mirada o el cuerpo deseante (de las protagonistas pero también de la lectora acá presente) busca otra imagen detrás de lo que ve (de lo que recibe como presente o de lo que lee) y la escritura articula, da testimonio, de esa otra voz que es la de la afectividad. Continúa el relato de Vita:

 

“El día de la publicación recibí un paquete que contenía el libro impreso y también el manuscrito de Orlando […]. Podría agregar aquí que Virginia se había tomado el trabajo de hacerlos encuadernar especialmente para mí en cuero de Nigeria, con el detalle adicional de mis iniciales sobre el lomo; pongo esto, porque los lectores de los extractos de su diario no han podido descubrir, tal vez, cuán considerada y práctica podía ser esta mujer extremadamente ocupada, con su frágil salud y el genio impetuoso acosándola todo el tiempo, y las gentes persiguiéndola y queriendo conocerla y adularla. Y sin embargo era capaz de encontrar tiempo para ir a un encuadernador y encargarle para mí estas encuadernaciones especiales.” (1957:67)

 

¿Habrá acá algunos golpecitos en las costillas para Ocampo, alguna pequeña rivalidad no resuelta? Nunca se sabrá. Lo que resulta claro es que a través de la cita y el don (el de Woolf pero también el propio), Vita se construye a sí misma como alguien especial para Virginia, como alguien que la posee (en su doble sentido) de un modo singular. Y es que, en todos los textos presentados, la clave de lectura se encuentra en la cita (y por ende, en el don) o en el don (y por ende, en la cita). Es el deseo el que gobierna a la cita, al don, a la escritura y también a la lectura y el que expone a las protagonistas -habilitando su propio reconocimiento en la otra o en el texto de la otra-, y delinea los contornos de un cuerpo imaginario que sólo adquiere materialidad al ser convertido en arte.

Es claro: no hay posibilidad de recobrar eso que no puede ser sino perpetuamente ficcionalizado.  Y la crónica de Vita se hace cargo de esto al terminar con una cita que también es don. Con una cita que, creo, puede responder a la pregunta sobre la política textual y sexual de la revista en cuestión. De doña en doña, de don en don, llegó a(l) Sur un pasaje, supuestamente inédito, del manuscrito de Orlando, esa gran carta de amor, como algunos lo han llamado, que parece abocada a recordarnos que: “Era esta la literatura, un cuerpo.” (1957:69)

 

Nota biográfica

Laura A. Arnés es Doctoranda en Letras por la Universidad de Buenos Aires, investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (FFyL, UBA) y becaria del CONICET. Es autora, también, del libro de poesía Manzana fue (Huesos de Jibia, 2011). Actualmente su trabajo de investigación se refiere a las vinculaciones entre literatura argentina y lesbianismo.

 

 

Referências bibliográficas:

 

Barrancos, Dora.  2007. Mujeres en la sociedad argentina. Una historia de cinco siglos. Buenos Aires: Sudamericana.

Derrida, Jacques. 2009.  “Sobre el don: Una discusión entre Jacques Derrida y Jean-Luc Marion”, Anuario colombiano de fenomenología, Vol. III. Medellín: Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia. pp. 243-274.

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Giorgi, Gabriel y Mariano López Seoane. 2012. Suplemento Soy, http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/index.html. No texto Giorgi-Lopez Seoane, Surtidos: Buscando el factor queer en la revista Sur, 2012: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/soy/1-2315-2012-02-10.html

Gramuglio, María Teresa. 2010. (Ed. Carlos Altamirano) “Sur, una minoría cosmopolita en la periferia occidental”. Historia de los intelectuales en América Latina. Buenos Aires: Katz. pp. 192-209

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Ocampo, Victoria. 1934/1981. «Carta a Virginia Woolf”. Testimonios, Buenos Aires: Ed. Fundación Sur.

---------------------. 1937. « Virginia Woolf, Orlando y Cia», Sur, pp. 10-67.

---------------------  . 1941. «Virginia Woolf en mi recuerdo», Sur,  no79, pp. 107-114.

--------------------- . 1954.  «Virginia Woolf en su diario, Ed. Sur, Buenos Aires.

Rancière, Jacques (2002), “La división de lo sensible: Estética y política”, Mesetas.net, 4/9/2010. <http://mesetas.net/?q=node/5>.

Sackville-West, Vita. 1957. «Virginia Woolf y Orlando», Sur, pp. 60-69.

Terán, Oscar. 1991. Nuestros años sesenta. Buenos Aires: Puntosur.


 


[1] El término queer intenta hacer un señalamiento hacia un modo de lectura atento a los desvíos sexuales, resistente, por eso mismo, a las lógicas hegemónicas de circulación y escritura que fijan y normalizan.

> [2] A modo de ejemplo: En el año 1938 la editorial Sur publica Orlando de Virginia Woolf, traducida por Borges. En el año 1958  aparece Olivia, novela de temática lésbica. Un año más tarde, en medio de un intercambio controversial entre Bianco y Ocampo, se publica Las Criadas, de Jean Genet.  En 1944, la Ed. Sur había publicado Los siete pilares de la sabiduría de T.E. Lawrence (autor que apasionaba a Victoria Ocampo quien, además, lo tradujo) y once años después aparece El troquel. En el año 1961, se editará  El destino del homosexual. A través de la vida de Oscar Wilde, de Robert Merle. Por otro lado, en el ’59 la editorial Sur se atreve con Lolita, traducida por Enrique Pezzoni.

[3] El artículo “Sur en los 60. Hacia una nueva sensibilidad crítica” (Badebec, N2, marzo 2012. pp.44-60)  de Judith Podlubne es una de las pocas excepciones.

[4] A modo de dato curioso: en 1908, Freud parece haber analizado en una de sus  lectura públicas la homosexualidad de Nietzche, su sadismo reprimido e, incluso, parece haber discutido la teoría de que Nietzche se habría contagiado sífilis en un prostíbulo homosexual. (Sadownick, Douglas, Homosexual Enlightenment: A Gay Science Perspective on Friedrich Nietzsche's ‘Thus spoke Zarathustra’, Pacifica Graduate Institute, Santa Barbara, 2009. p. 138.

> [5] Sobre la década del ’30 reaparecen en Argentina las representaciones sobre “homosexualidades” propias de principio de siglo – a modo de ejemplo: en su artículo “Tribadismo y matrimonio” (Revista de la asociación médica argentina, 1938) Raimundo Bosch, a través del relato del proceso terapéutico de una homosexual suicida, recupera la idea del lesbianismo en términos de aberración y desviación sexual- pero, además, en el año 1932 aparece por primera vez un edicto policial que envío a muchos homosexuales a la cárcel y que penaba “el encontrarse un sujeto conocido como pervertido en compañía de un menor”;  En 1946, el general Domingo Mercante, gobernador peronista de la provincia de Buenos Aires, firmó un decreto, que existió hasta mediados de los 80,  por el cual no podían votar los homosexuales por “razones de indignidad” y en 1951, una enmienda al Código Bustillo de Justicia Militar prohibía a los homosexuales el ingreso Ejército (Bazán, Osvaldo. Historia de la homosexualidad en la Argentina. Buenos Aires: Marea, 2006). 

[6] “Pues quiero señalar (…) que la inversión sexual contemporánea forma parte de la subversión general de los valores que Nietzche fue el primero en anunciar como típica del para él venidero y para nosotros actual nihilismo (…). Baste con dejar sentado que el irracionalismo del que Nietzche aparece como paladín y precursor se ha convertido en el motor fundamental del nihilismo subversor de valores contemporáneo. Y la sodomía, en lo que tiene de pasiva, halla su punto de arranque en una suspensión del juicio –en el plano de la elección sexual- que es justamente producto del odio y el desdén subconscientes hacia todo lo “espiritual” que distinguen al irracionalismo. Por otro lado, en su vena activa, la homosexualidad procede como punta de lanza en la sorda y extendida rebelión contra un orden humano que desde hace más siglos que lo que se supone (…) ha venido exaltando casi sin descanso y exageradamente el aspecto apolíneo, ascético, racional del hombre (Murena, 1959:24)

> [7]José Bianco (1908-1986) fue secretario de redacción de la revista Sur entre 1938 y 1961. También fue en Sur  donde publicó por primera vez Las Ratas (1943), esa nouvelle que, al igual que esa otra novela que publicaría treinta años después -La pérdida del reino- da lugar a lecturas de amores que no osan decir su nombre. Por otro lado, según Hector Anabitarte, no sólo se habrían llevado a cabo en casa de Pepe Bianco las primeras reuniones del Frente de Liberación Homosexual (1971) sino que, a pedido de Juan José Hernández, Bianco habría traducido los textos de las Black Panthers que aparecerían en las primeras publicaciones del FLH.

> [8] Victoria difundió la obra de Woolf muy tempranamente en la Argentina: Un cuarto propio fue publicado por Sur en el año 1936 y Orlando; una biografía, fue publicada un año después, ambos traducidos por Borges. La figura de Virginia reaparecerá recurrentemente en la escritura de Ocampo hasta que en 1974 escriba "Reencuentro con Virginia Woolf".  Incluso, la editorial Sur editará en 1954 y reeditará, “para el centenario de Virginia Woolf”, Virginia Woolf en su diario (1982).

> [9] “Woolf aprovecharía a Victoria, su cariño y su riqueza, para causar celos a Vita Sackville-West. Escribió en una carta fechada el 19 de diciembre de 1934: “Estoy enamorada de Victoria Okampo [sic]”, y nuevamente, el 29 de diciembre: ‘He tenido que hacer que Victoria Okampo [sic] deje de enviarme orquídeas. Empecé la carta para decirle esto, con la idea de fastidiarte.”  En: John King, Sur- Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura (1931-1970). México: F.C.E, 1989. 103-104.

 

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janvier / juin 2013  -janeiro / junho 2013