labrys, études féministes/ estudos feministas
juillet / décembre 2013  -julho / dezembro 2013

 

El femicidio como necropolítica en Centroamérica

Montserrat Sagot R.

Resumen

En este artículo se analiza  el asesinato misógino de mujeres o femicidio como expresión de de una “necropolítica” en el contexto de Centroamérica.  Se discute sobre la presencia de un sistema de estratificación, de sus discursos y prácticas que generan esta política letal en la que algunos cuerpos son vulnerables a la marginación, objetificación e incluso la muerte. La necropolítica del género construye así una definición de quien importa, quien no, quien es desechable y quién no.  Así, la necropolítica, dentro de ciertos escenarios en la región centroamericana, instrumentaliza la vida de las mujeres más vulnerables, construye un régimen de terror, con complicidad del estado, y sentencia a muerte a algunas.

Palabras clave: Femicidio, violencia contra las mujeres, necropolítica, escenarios del femicidio, Centroamérica.

 

Así persiguen su sueño

¿Cuál sueño?

¿El de morir en el campo algodonero?

¿El sueño de terminar trabajando de puta, y estar enferma y drogada?

Centroamérica exporta mujeres, dice el analista político.

Vaya descubrimiento. Y por eso le pagan.

El burro sigue ahí, cargando con las bolsas plásticas,

donde van los cuerpos de las migrantes,

es decir, de las expulsadas…

“El burro de Bolaño”

                 Gabriela Arguedas R.[1]

La violencia contra las mujeres ha sido identificada como un problema social endémico, producto de una organización social estructurada sobre la base de la desigualdad de género (Johnson, et.al., 2008; Organización Mundial de la Salud, 2005, Sagot y Carcedo, 2000). Esta forma de violencia puede ser entendida entonces como una manifestación extrema de la discriminación y un arma letal para mantener la subordinación de las mujeres.

De hecho, los escenarios en los que mueren violentamente las mujeres y los hombres en el mundo son completamente diferentes. Se estima que entre un 60 y un 70% de los homicidios de mujeres son cometidos por razones asociadas a su género y por hombres cercanos. Sin embargo, menos de un 8% de los homicidios de hombres son cometidos por razones asociadas a la violencia doméstica o sexual y todavía menos son cometidos por mujeres cercanas (Carcedo y Sagot, 2002; UNODC, 2011).

Los datos anteriores nos muestran que la gran mayoría de los homicidios de mujeres en el mundo son femicidios; es decir, la forma más extrema de la violencia contra las mujeres causada por razones asociadas a la desigualdad de género. El femicidio ha sido definido como el asesinato de mujeres por ser mujeres y es ejecutado por hombres en su deseo de obtener dominio y control sobre esas mujeres (Caputi y Russell, 1992).  Desde esa perspectiva, los femicidios son perpetrados por hombres basados en un sentido de superioridad sobre las mujeres, por placer sexual o bajo la premisa de ser dueños de esas mujeres.

El femicidio involucra el asesinato de mujeres por parte de hombres de sus familias, por parejas o exparejas, por atacantes sexuales, -conocidos o desconocidos-, cuando los cuerpos de las mujeres son cosificados, usados como trofeos o como instrumento de venganza entre hombres. En la formulación original de Jill Radford y Diana E. H. Russell (1992), otras muertes de mujeres, como las producidas por abortos ilegales o como resultado de la negligencia, también pueden ser considerados femicidios ya que responden a la lógica de un sistema estructural de opresión que permite la muerte de mujeres como resultado de las actitudes misóginas o de las prácticas sociales patriarcales. 

El femicidio expresa de forma dramática la desigualdad de relaciones entre lo femenino y lo masculino, y muestra una manifestación extrema de dominio, terror, vulnerabilidad social, de exterminio e incluso de impunidad (Sagot, 2007). Es decir, las causas de este tipo de asesinatos no se encuentran en las características individuales o “patológicas” de los agresores, sino en el estatus social tanto de las víctimas como de los perpetradores (Monárrez Fragoso, 2002). En ese sentido, estas muertes son la forma más extrema del terrorismo sexista.

El concepto de femicidio ayuda a comprender el carácter social y generalizado de la violencia contra las mujeres y a desarticular los argumentos de que esta forma de violencia es un asunto personal o privado, y muestra su carácter profundamente político, resultado de las relaciones estructurales de poder, dominación y privilegio entre mujeres y hombres en la sociedad.  Los cuerpos de las mujeres asesinadas se convierten así en un reflejo y una manifestación concreta de un sistema social y de género profundamente desiguales.

El concepto de femicidio permite, además, establecer conexiones entre las diversas formas de violencia masculina contra las mujeres, estableciendo lo que Liz Kelly (1988) llama un continuum de la violencia, que adquiere sentido en un determinado contexto. Desde esa perspectiva, el abuso físico y emocional, la violación, el incesto, el acoso sexual, el uso de las mujeres en la pornografía, la explotación sexual comercial, el tráfico de mujeres, la esterilización o la maternidad forzadas, la negligencia contra las niñas, etc., son todas expresiones distintas de la opresión de las mujeres y no fenómenos inconexos. En el momento en que cualquiera de estas formas de violencia resulta en la muerte de la mujer o de la niña, ésta se convierte en femicidio. El femicidio es, por tanto, la manifestación más extrema de este continuum de violencia.

Bajo las condiciones descritas, es posible afirmar que no todos los asesinatos de mujeres calificarían como femicidios. Se puede identificar un femicidio cuando es posible reconocer una lógica ligada a las relaciones desiguales de poder entre los géneros. En ese sentido, el perpetrador o perpetradores y su relación con la mujer, el contexto, las circunstancias y los motivos son importantes para identificar un femicidio.  El femicidio es entonces violencia basada en las relaciones desiguales de poder entre los géneros que puede expresarse tanto en el ámbito público como en el privado; es decir, en los femicidios pueden estar involucrados los Estados (directa o indirectamente), así como perpetradores individuales (Fregoso y Bejarano, 2010).

 

 La necropolítica de género

Según lo planteado arriba, los femicidios no son anomalías o patologías, sino que juegan un papel fundamental y sistémico al establecerse como una necropolítica (Mbembe, 2003) en sociedades estructuradas sobre la desigualdad.  De esta forma, los sistemas de estratificación, sus discursos y sus prácticas generan esta política letal en la que algunos cuerpos son vulnerables a la marginación, a la instrumentalización e incluso a la muerte. Un elemento central de la necropolítica es que los sistemas de estratificación también generan un biopoder basado en la noción de soberanía; es decir, en la capacidad de definir quien importa y quién no, quién es desechable y quién no (Mbembe, 2003; Casper y Moore, 2009).

La necropolítica de género produce así una instrumentalización generalizada de los cuerpos de las mujeres, construye un régimen de terror y decreta la pena de muerte para algunas.  Justamente por esas características, algunas autoras han considerado al femicidio como una forma de pena capital que cumple la función de controlar a las mujeres como género (Radford y Russell, 1992). Desde esa perspectiva, el femicidio, como expresión directa de la necropolítica de género, tiene el objetivo de obligar a las mujeres a aceptar las reglas masculinas y, por tanto, a preservar el estatus quo génerico.

Como lo plantea Jane Caputi (1987), la función de este tipo de crímenes es aterrorizar a las mujeres y empoderar a los hombres. Por medio de esta política sexual letal se busca controlar a las mujeres que interiorizarán la amenaza y el mensaje de la dominación. De esta forma, se le pone límites a su movilidad, a su tranquilidad y a su conducta, tanto en la esfera pública como en la privada. El femicidio representa la expresión última de la masculinidad utilizada como poder, dominio y control sobre la vida de las mujeres. 

Según Rita Laura Segato (2010), por medio de los cuerpos de las mujeres, los asesinos le hablan a la sociedad en dos ejes.  En el eje vertical, le hablan a la víctima y es un discurso punitivo y disciplinario, que les recuerda que el destino de las mujeres es ser sometidas, censuradas y reducidas por el gesto violento de quien representa la soberanía. En este caso, bajo la lógica de la necropolítica del género, los que representan la soberanía para desechar cuerpos de mujeres son los hombres. En el eje horizontal, según Segato, los femicidas le hablan a los otros hombres mostrando su agresividad y poder de muerte. Este es un discurso jerárquico que les asegura una posición distinguida en una sociedad que valora la masculinidad dominante y violenta. El femicidio se convierte así en un acto ritualista y el cuerpo de la mujer asesinada habla de un lenguaje jerárquico y de una organización social piramidal que establece una relación entre hombría y poder.

Ahora bien, es importante destacar que ni la violencia contra las mujeres ni el femcidio son fenómenos monolíticos. Es decir, la necropolítica de género no tiene efectos similares en todas las mujeres. Si bien esta violencia letal puede cruzar todas las clases sociales, etnias, edades, nacionalidades, etc., hay personas y grupos que están desproporcionadamente expuestas a la violencia y a la muerte al estar en relaciones íntimas más peligrosas, así como en posiciones sociales más peligrosas o ambas.

Algunas autoras como Kimberlé Crenshaw (1994) y Natalie Sokoloff (2005) abordan la violencia contra las mujeres como un núcleo dónde la clase social, la etnia, la edad, la sexualidad, etc., se intersectan con la opresión de género para producir formas diferenciadas de desigualdad y, consecuentemente, de vulnerabilidad.  Argumentan estas autoras que si bien el género es uno de los principios fundamentales para la organización de las relaciones sociales, no explicaría por sí solo las diversas manifestaciones de la violencia contra las mujeres. Este análisis interseccional ayuda justamente a entender cómo esas formas diferenciadas de desigualdad crean diferentes condiciones de riesgo para las mujeres, cómo la violencia es experimentada por mujeres particulares, cómo responden otros a esa violencia y qué posibilidades tienen las mujeres de vivir con alguna seguridad dependiendo de su posición en esa intersección de múltiples sistemas de opresión.

De esta forma, la historia, la economía, la política, el sexismo, el racismo, la xenofobia, la pobreza pueden actuar sinérgicamente para vulnerabilizar a ciertos grupos de mujeres y hacerlas víctimas más fácilmente de la necropolítica. Como manifestación extrema de la violencia contra las mujeres, el femicidio no solo funciona como una herramienta del patriarcado, sino también como una herramienta del racismo, de la opresión económica, de la xenofobia, de la heteronormatividad y hasta del colonialismo. En el caso de Centroamérica, son las mujeres jóvenes, de entre 20 y 30 años, y de los sectores más excluidos socialmente, las que están en mayor riesgo mortal.  Las investigaciones de Julia Monárrez Fragoso (2002) en Ciudad Juárez, también demostraron que muchas de las mujeres asesinadas trabajaban en el sector de servicios, notorio por su alta concentración de mujeres jóvenes, con baja escolaridad y pobres. Ahora bien, dada la función que cumple el femicidio de controlar a las mujeres como género, aunque los crímenes son generalmente cometidos contra las más vulnerables, el mensaje es para todas (Monárrez Fragoso, 2002).

Por otra parte, para que la necropolítica de género pueda entrar en funcionamiento, se requiere de la existencia de un contexto de “desechabilidad biopolítica” de mujeres por medio de la presencia de una serie de factores. En primer lugar, la existencia de normas sociales que justifican en los hombres un sentido de posesión sobre las mujeres. Generalmente lo anterior está aparejado a la aceptación social de la violencia masculina como algo “normal” y a la valoración positiva de la masculinidad agresiva y autoritaria. En segundo lugar, se requiere de la existencia de altos niveles de tolerancia frente a las diferentes formas de violencia contra las mujeres, en particular contra las más vulnerables por razones de clase, de etnia, de edad, de condición migratoria, etc. 

Asimismo, la necropolítica de género también está íntimamente relacionada con el grado de impunidad que la sociedad presente en torno a la violencia letal contra las mujeres. Según las investigaciones desarrolladas en Centroamérica, la gran mayoría de los femicidios en esta región nunca han sido ni serán judicializados (Carcedo, 2010), lo que indica que esta violencia no es casual o coyuntural, o el resultado de una institucionalidad fallida, sino que es un componente estructural del sistema. Desde esa perspectiva, la falta de voluntad política para enfrentar y castigar la violencia contra las mujeres, en particular su forma más extrema, plantea que existe complicidad de los Estados, lo que se convierte en un componente esencial para el funcionamiento de la necropolítica de género.  

 

Los escenarios del femicidio en Centroamérica

Centroamérica es hoy en día una de las regiones más violentas del mundo, con países como El Salvador, Guatemala y Honduras con algunas de las tasas de homicidios más altas para regiones que no se encuentran en guerra abierta (UNODC, 2011).  Por ejemplo, San Pedro Sula en Honduras, es la ciudad más peligrosa del planeta, con una tasa de homicidios de 169x100,000 (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal, 2012). Para comprender los niveles de letalidad que existen en esa ciudad, valga recordar que la Organización Mundial de la Salud considera “epidémica” una tasa de homicidios por encima de 10x100,000 habitantes.  Otros países de la región, como Costa Rica, Panamá y Nicaragua, tienen tasas de criminalidad más bajas, pero esas tasas se han incrementado rápidamente en los últimos años (Proyecto Estado de la Nación, 2012).

Asimismo, las tasas de homicidios han aumentado en algunos de los países de forma escandalosa en el último decenio. Pero lo realmente dramático es el incremento en las tasas de asesinatos de mujeres. En Honduras, por ejemplo, durante los últimos 5 años las tasas de homicidios masculinos se incrementaron en un 60% aproximadamente, pero los homicidios de mujeres se incrementaron en un 263% (Universidad Nacional Autónoma de Honduras, 2013). En Guatemala, entre 1995 y 2004, los homicidios de hombres se incrementaron en un 68%, pero los de las mujeres en un 164% (Carcedo, 2010). De hecho, como tendencia general, en todos los países, los homicidios de mujeres se han incrementado en mayor ritmo que los homicidios de los hombres. (Proyecto Estado de la Nación, 2012). Incluso en Costa Rica, el país con la tasa de criminalidad más baja de la región, los homicidios de mujeres por violencia doméstica crecieron un 66% en el 2010 (Proyecto Estado de la Nación, 2012).  

Como resultado de este proceso letal, El Salvador tiene la tasa de femicidios más alta del mundo (Small Arms Survey, 2012), y Guatemala y Honduras están también entre los 10 países con las tasas más altas del planeta.  En el 2011 hubo 680 femicidios en Guatemala (con una población de14.4 millones), 552 en El Salvador (con una población de 6.5 millones)  y 354 en Honduras (con una población de7.7 millones).

Este incremento desproporcionado de los femicidios en Centroamérica es el resultado directo de la economía política y del sistema de desigualdad de género de la región. Después de una larga historia de dominación colonial, que construyó sociedades muy desiguales y excluyentes, y de un período de guerra y de represión abiertas, con la intervención directa del ejército de EEUU, la transición hacia la democracia fue restringida e incompleta. Asimismo, la transición hacia la democracia rápidamente se combinó con la implementación de políticas neoliberales, lo que trajo como resultado la profundización de las asimetrías,  convirtiendo a Centroamérica en una de las regiones más desiguales en términos de la distribución de la riqueza y con menor movilidad social en el mundo (Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales, 2011).

Además, con algunas variaciones, como resultado de las distorsiones causadas por haber incorporado el modelo de la liberalización económica sin ninguna medida paliativa después de la guerra y de la firma de los Acuerdos de Paz, los Estados de la región no asumieron sus responsabilidades de invertir en desarrollo social y de ser garantes de que la población tuviera acceso a los servicios básicos para el bienestar e incluso para la sobrevivencia.  Como resultado, el 55% de la población de la región vive en la pobreza y el 30% en la pobreza extrema. En el caso de países como Honduras, Nicaragua y Guatemala, la pobreza afecta a más del 60% de la población, teniendo un efecto más profundo en las poblaciones indígenas, afrodescendientes y rurales. Además, en los últimos años, ha aumentado la proporción de mujeres entre los pobres y entre los más pobres (CEPAL, 2012). Por esas razones, es posible afirmar que la combinación de un proceso de democratización formal junto con la implementación de una agenda neoliberal llevó a que se terminara el conflicto armado, pero no los problemas que lo originaron.

De esta forma, en Centroamericana, el neoliberalismo utiliza la democracia como un instrumento político para facilitar la acumulación del capital, pero construye un régimen social caracterizado por experiencias de vida bajo relaciones de poder extremadamente desiguales, con una segregación y exclusión profundas, con altos niveles de violencia e inseguridad de todo tipo y con renovadas relaciones con los poderes coloniales. Es decir, en Centroamérica cada vez se instala con más fuerza el fascismo social como régimen civilizacional (De Sousa Santos, 2009). Esto hace referencia a una sociedad que es políticamente democrática, por lo menos en sus mecanismos formales, pero profundamente autoritaria, violenta y excluyente en las relaciones sociales.

Desde la anterior perspectiva, las ideologías del mercado aplicadas en la región en su versión más salvaje han producido una desregulación para la extracción de la riqueza, lo que es esencial para generar corrupción, negocios ilícitos (tráfico de drogas, de armas y de personas), autoritarismo en todas sus manifestaciones y una flagrante impunidad, lo que, evidentemente aumenta la violencia y la inseguridad. Así, el neoliberalismo usa la democracia formal como un instrumento para los negocios y, a la vez, está construyendo un régimen social caracterizado por experiencias de vida bajo relaciones de poder, -de clase, de género, de etnicidad, etc.-, en extremo desiguales y que genera profundos procesos de ruptura de lazos.

La violencia no es entonces es el resultado de mecanismos de control social e institucional fallidos, sino el producto lógico del fascismo social en su proceso de afianzamiento. En este contexto, los grupos empoderados ganan poder de facto sobre la población, particularmente los y las más vulnerables, por medio del uso de diferentes formas de violencia. Es decir, esta es una violencia estructural, cuya constitución está directamente relacionada con la desigualdad, la exclusión, las rupturas en el tejido social, los vacíos y los poderes creados por los modos de vida producidos en el contexto del fascismo social.

Por otra parte, el neoliberalismo también ha dado pie al resurgimiento de tradicionalismos y fundamentalismos religiosos que invocan nuevas formas de sumisión para las mujeres y el mantenimiento del orden tradicional de género. Así, en Centroamérica se han fortalecido fenómenos como el neo-integrismo religioso, el autoritarismo, el militarismo, el narcotráfico, la trata y tráfico de personas, y el debilitamiento de la función social de los estados que a su vez producen nuevas manifestaciones de la violencia y más víctimas.

En este contexto, los femicidios no son eventos extraordinarios, sino que son parte sustantiva de la lógica de control social de las mujeres, en particular de las más vulnerables, en un clima de desigualdad, autoritarismo y conservadurismo crecientes. Los cuerpos de las mujeres asesinadas son un reflejo del sistema jerárquico de género y del sistema de clases. La necropolítica de género se convierte así en un instrumento fundamental del fascismo social en Centroamérica, que muestra una de sus facetas más extremas en el femicidio, exhibiendo su poder de control y capacidad de desechar algunos cuerpos.

Con el fin de comprender la complejidad de relaciones y los múltiples contextos en los que se producen los femicidios en la región, un grupo de investigadoras[2] desarrolló el concepto de “escenarios del femicidio” (Carcedo, 2010). Este concepto hace referencia a los contextos socieconómicos, políticos y culturales en los que se producen o propician relaciones de poder entre hombres y mujeres particularmente desiguales y que generan dinámicas de control y de violencia abierta que pueden conducir al femicidio y que tienen características propias. El concepto hace referencia al modus operandi, no de los asesinos, sino del contexto.

Muchos de estos escenarios están entrelazados y, a veces, la barrera entre lo íntimo y lo no íntimo, así como entre lo público y lo privado se desvanece en algunos de ellos. Sin embargo, es importante mantener su separación con propósitos analíticos ya que las relaciones que se establecen entre los agresores y las mujeres, al amparo de las circunstancias propias de cada escenario, suelen seguir una serie de patrones que marcan el terreno para la configuración diferenciada de estos crímenes. Por eso se habla de un modus operandi que caracteriza el contexto del femicidio, más que las actuaciones del perpetrador o perpetradores. 

Con algunas modificaciones propias a la propuesta original de Ana Carcedo y de sus colegas, aquí se presentan los escenarios del femicidio que pueden ser identificados en Centroamérica. 

1.      El escenario de la familia. Este es uno de los escenarios históricos y privilegiados para el ejercicio de la violencia contra las mujeres. En este escenario se incluyen todos los asesinatos de mujeres y niñas sometidas a la autoridad de los varones de la familia, sean éstos los padres, padrastros, abuelos, hermanos, tíos, hijos, etc. Muchos de estos crímenes están asociados a la necesidad de controlar la sexualidad y la autonomía de las mujeres por parte de los hombres de la familia.

2.      El escenario de las relaciones de pareja. En este escenario ocurre un alto porcentaje de los femicidios del mundo debido a la exacerbación del sentido de posesión sobre las mujeres que adquieren los hombres que mantienen relaciones íntimas con ellas. La marca de la propiedad masculina permea casi todos los aspectos de las relaciones íntimas heterosexuales. Justamente ese sentido de propiedad les permite a los hombres sentirse con derecho a disponer de la sexualidad, de las decisiones, del cuerpo y hasta de la vida de las mujeres con quiénes mantienen relaciones de pareja. Diversas investigaciones realizadas en Centroamérica y en otras partes del mundo han determinado que el momento de la ruptura de una relación es uno de los momentos en los que las mujeres corren mayor riesgo mortal si tienen como pareja a un hombre agresor o controlador.

3.       El escenario del ataque sexual. Este es otro de los escenarios históricos del femicidio. Independientemente de la forma en que se presente el ataque –un perpetrador o varios, conocidos o desconocidos, un violador serial u ocasional- la violencia sexual siempre implica un alto riesgo de sufrir severas lesiones e incluso la muerte. Como lo plantea Ana Carcedo, la profunda y explícita misoginia que representa un ataque sexual coloca a las mujeres en una posición de objeto para usar y descartar (Carcedo, 2010:20).

4.      El escenario del comercio sexual. Este escenario está estrechamente vinculado con el anterior, pero aquí las víctimas son mujeres que se dedican al trabajo sexual y sus asesinos son generalmente clientes o proxenetas. También, algunas de estas mujeres pueden morir como blanco de acciones de exterminio o de “limpieza social.” Este escenario tiene sus características particulares ya que las mujeres involucradas son altamente estigmatizadas y fácilmente cosificadas e incluso desechadas por una sociedad que ha construido un doble estándar en relación con el trabajo sexual. Asimismo, dado que en este escenario median transacciones comerciales, la posibilidad de que estas mujeres sean asumidas como propiedad de los hombres que se relacionan con ellas es muy alta, por lo que se incrementa el riesgo de femicidio.

5.      El escenario de la trata y el tráfico de mujeres. Desde los tiempos del conflicto armado, Centroamérica ha sido un territorio expulsor de personas por excelencia[3]. Según cálculos hechos por diferentes servicios de inmigración, el 47% de las personas inmigrantes de Centroamérica son mujeres (Migration Information Source, 2013). La mayoría de estas mujeres inmigrantes lo hacen en condición de ilegalidad, lo que las expone a graves riesgos. Tanto es así, que la migración hacia los Estados Unidos desde Centroamérica ya ha sido definida como una de las travesías más peligrosas del mundo.

En El Salvador, por ejemplo, son harto conocidos los anuncios en las farmacias de la venta de la “inyección contra la violación”, que no es más que el anticonceptivo inyectable Depo-Provera que tiene una efectividad de 3 meses. En ese sentido, aunque sea voluntaria, la migración ilegal pone a las mujeres en manos de las redes de tráfico de personas y las enfrenta a diferentes formas de violencia, incluyendo la violación y el asesinato. Por otra parte, Centroamérica es zona de reclutamiento, paso y destino de las redes de trata de mujeres para la explotación sexual y laboral. Muchas de estas mujeres se encuentran en condiciones de esclavitud o análogas a la esclavitud, por lo que la posibilidad de que sean desechadas y desaparecidas es muy alta.

6.       El escenario de las mafias, maras y redes delictivas. En este escenario se incluyen los asesinatos de mujeres como parte de las venganzas y ajustes de cuentas entre hombres que pertenecen a estas organizaciones delictivas. Estas organizaciones son estructuras fundamentalmente masculinas, dónde las mujeres que tienen relaciones con sus integrantes viven vidas altamente controladas y sometidas a graves riesgos. Un escenario particular dentro de esta categoría lo constituyen las maras o pandillas juveniles que han proliferado en varios países de la región como resultado de la exclusión provocada por el fascismo social. De hecho, las maras se han convertido en un escenario particularmente peligroso ya que los ritos de paso de nuevos miembros pueden incluir la violación y hasta el asesinato ritualista de mujeres, sobre todo jóvenes. Muchos de estos femicidios expresan altas dosis de odio y ensañamiento ya que los cuerpos de las mujeres muchas veces son encontrados desnudos, con claras señales de tortura, desmembrados o con inscripciones en la piel como “puta”, “perra”, “te lo buscaste”, etc., o con señales que hasta identifican a los miembros de la mara que participaron en el asesinato, tales como “M18” (Mara 18) o “MS” (Mara Salvatrucha).

7.      El escenario de las fuerzas armadas. En este escenario se incluyen los femicidios cometidos por cuerpos militares, paramilitares, guardias privadas y fuerzas policiales. Este es un escenario histórico en Centroamérica, ya que durante el período de la guerra y de la represión estos entes fueron responsables de cometer atrocidades contra comunidades enteras, dónde las mujeres fueron violadas, mutiladas y asesinadas, muchas veces en frente de sus hijos e hijas, de sus parejas y de los hombres de sus familias. Los testimonios de las sobrevivientes de las comunidades ixiles durante el juicio por genocidio contra Efraín Ríos Montt en Guatemala, dejaron patente la forma en que las mujeres fueron objetivos privilegiados de los grupos militares y paramilitares para provocar la humillación y el exterminio de pueblos completos.

La existencia de escuadrones de la muerte también fue muy en común en El Salvador y la utilización de la violación y el asesinato de mujeres como arma de guerra ha sido ampliamente documentada (Corte Interamericana de Derechos Humanos, 2012). Sin embargo, el fin de la guerra no tuvo como resultado la finalización de los femicidios cometidos en este escenario. Por ejemplo, en Honduras, desde el golpe de estado del 2009, se incrementaron los asesinatos de mujeres y muchos de estos asesinatos han sido cometidos en contextos en los que han participado los cuerpos armados, estatales o privados, quienes utilizan como uno de sus métodos el ataque sexual colectivo (Carcedo, 2010). En este escenario se intersectan entonces la represión política y la necropolítica de género, como fuerzas que sustentan mutuamente en Centroamérica.  

Si bien siguiendo la definición original de femicidio, como se planteó arriba, también se podría hablar de otros escenarios, por ejemplo, el del aborto clandestino, el del suicidio, cuando éste es el resultado de severas condiciones de opresión de género o de la misma violencia, o el de la mortalidad materna, cuando éstas muertes son prevenibles si hubiese una intervención social y estatal concienzudas, en este trabajo me he centrado en los asesinatos de mujeres y sus escenarios ya que constituyen la parte más visible y extrema del continuum de la violencia contra las mujeres. Asimismo, es en los asesinatos de mujeres, ya se cometidos por actores individuales o colectivos, privados o públicos, que podemos detectar claramente ese acto voluntarista de exterminio, que forma parte de los dispositivos de la necropolítica y de su poder de soberanía para desechar algunos cuerpos.

Así, en las muertes de mujeres como resultado del asesinato misógino, convergen varios poderes coercitivos, tales como una economía política que crea profundas desigualdades y exclusiones, un estado que genera impunidad y cuyos funcionarios actúan como cómplices de estos crímenes, la industria del crimen organizado, un modelo de masculinidad asociado al control, al dominio y al honor, así como un sistema racista, heteronormativo y con relaciones renovadas con los centros de poder colonial.

Frente a este panorama, las soluciones para lidiar con esta forma extrema de violencia contra las mujeres son complejas y requieren cambios y acciones en múltiples niveles de la sociedad. Sobre todo, esos cambios implicarían la construcción de condiciones para que todas y todos podamos tener vidas vivibles, y abrazar un concepto de justicia, no basado en una concepción universalizante o en un concepto reducido de derechos, sino en uno que cuestione las jerarquías que producen los diferentes tipos de desigualdad y, sobre todo, que ayude a desmantelar los dispositivos de la necropolítica.

 

Bibliografía

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Nota biográfica

Montserrat Sagot R. Activista feminista y académica. Doctora en Sociología con especialidades en Sociología Política y Sociología del Género. Profesora de Sociología y Directora de la Maestría Regional en Estudios de la Mujer, Universidad de Costa Rica. Autora de los estudios “Femicidio en Costa Rica, 1990-1999” (INAMU, 2002) con Ana Carcedo y Ruta Crítica de las Mujeres Afectadas por la Violencia Intrafamiliar: Estudios de Caso en Diez Países de América Latina” (OPS, 2000)


 

[1] Escritora, académica y activista feminista costarricense.

[2] Entre las que se encuentran Ana Carcedo (Costa Rica), Mirta Kennedy (Honduras), Giovana Lemus (Guatemala), Morena Herrera (El Salvador), Ana Hidalgo (Costa Rica), Almachiara D’Angelo (Nicaragua) y Urania Ungo (Panamá)

[3] Se estima que solo en EEUU viven más de 5 millones de inmigrantes de Centroamérica (Migration Information Source, 2013).

 

labrys, études féministes/ estudos feministas
juillet / décembre 2013  -julho / dezembro 2013