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abrys, études féministes/ estudos feministas
janvier /décmbre 2009 -janeiro/dezembro 2009

 

 

Mujeres que narran: trauma y memoria[1]

Leonor Arfuch

Resumen

 

El artículo aborda la relación entre subjetividad, memoria y narrativa a partir de la escritura autobiográfica/ testimonial de varias mujeres que sufrieron cautiverio en  campos de concentración durante la última dictadura militar en la Argentina (1976-1983), en confrontación con una obra de ficción que recrea la misma situación. Se plantean en él los dilemas de ese tipo de escritura, junto a una reflexión sobre la posibilidad/imposibilidad del “decir” en la experiencia traumática –y, correlativamente, de escuchar- así como ciertos interrogantes que suele suscitar el trabajo de la memoria en su deslizamiento entre lo público, lo privado y lo íntimo cuando también está en juego el cuerpo. Como corolario planteamos la posibilidad de pensar en una “ética de los géneros (discursivos)” como categoría analítico-crítica.

Palabras-clave:subjetividade,memória, narrativa, escritura autobiográfica

El ser en el límite: estas palabras todavía no forman una proposición, menos todavía un discurso. Pero en ellas hay, con tal que juguemos, con qué engendrar, poco más o menos todas las frases de este libro. Jacques Derrida

Con esta frase, sugerente y misteriosa, Derrida comenzaba “Tímpano”, primer capítulo de Márgenes de la filosofía (1987), en contrapunto gráfico y metafórico con un texto de Michel Leiris que, estrechándose página tras página “en el margen”, nos hablaba de curvas, helicoides, tímpanos, volutas, esos remedos naturales y simbólicos de la cavidad del oído y entonces de escuchar, como tensión de la filosofía hacia la  diferencia,  la multiplicidad de sonidos y voces –también los del margen- y en definitiva, como impugnación misma del margen como lo “marginal” y descentrado para oponerlo, en tanto espacio pleno de  habitantes,  a la no centralidad de la filosofía como discurso único e instituyente, a la ilusión de la presencia en ese centro, en definitiva, a la centralidad del sujeto.

Podríamos jugar entonces, según la incitación, a ver en la aparente centralidad del sujeto en la cultura contemporánea, en esa preeminencia de su figura bajo los engañosos desdoblamientos del “yo”, en esos atisbos biográficos que pueblan toda suerte de discursos, de los más canónicos a los más innovadores –de la autobiografía clásica a la autoficción, del diario íntimo a los escarceos del blog- una proliferación de voces que pugnan por hacerse oír, disputando espacios éticos,  estéticos y políticos, subvirtiendo los límites, nunca precisos, entre público y privado y tornando también indecidible la distinción entre el centro y el margen.

Es que el “retorno” del sujeto –celebrado o denostado según las posturas- y sus “pequeños relatos”, tanto en el horizonte de la mediatización como en la investigación académica y la experimentación artística –rostros, voces, cuerpos, que sostienen autorías, se hacen cargo de palabras, desnudan sus emociones, testimonian el “haber vivido” o “haber visto”, hacen del yo un objeto estético, rubrican una “política de identidad”- parece imprimir un sello a la época, susceptible de definirse como “giro subjetivo” (Sarlo, 2005), como ampliación de los  límites –o sin límites-  del “espacio biográfico” (Arfuch, 2002) o aún, como el producto tardío de esas “transformaciones de la intimidad” (Guiddens, 1995) que llevan hoy a hablar sin eufemismos de una  verdadera “intimidad pública” (Berlant, 1998).

Pequeños relatos que podemos escuchar –disponiendo el oído en el sentido tenso que le otorga Derrida-  tanto en el silencio de la escritura como en la voz trémula del testimonio que da cuenta de una memoria traumática, compartida; en la historia de vida que se ofrece al investigador como rasgo emblemático de lo social;  en el “documental subjetivo” –que ya ha dejado de ser un oxímoron para instituirse en un nuevo género-, en la instalación de artes visuales compuesta por objetos íntimos, personales, en el teatro como “biodrama” o en las imágenes –a menudo sin voz-  de la catástrofe y el sufrimiento, que los medios han convertido en uno de los registros paradigmáticos de la época.

Podrá objetarse esta enumeración heteróclita, que no hace justicia a la diferencia valorativa entre los géneros –el testimonio o la historia de vida frente al sensacionalismo mediático por ejemplo, o la experimentación de la escritura y de las artes visuales frente a  la explosión de “intimidad” en la Web- y  tampoco alude  -por ahora-  a la correlativa distinción entre “biográfico”, “privado” e “íntimo”, como umbrales a franquear hacia un hipotético develamiento del sujeto,  pero en verdad –y sin desdeñar la pertinencia de tal diferenciación-  nuestra mirada  no apunta tanto a la   jerarquización de los géneros discursivos involucrados en esta reconfiguración de la subjetividad contemporánea sino más bien a esa reconfiguración misma, leída en clave sintomática:  como búsquedas diversas de afirmación identitaria en tiempos de incertezas.

2. Memoria y narrativa

Si de algún modo las narrativas del yo construyen los efímeros sujetos que somos, esto se hace aún más perceptible en relación con la memoria y la elaboración de experiencias  traumáticas. Allí, en la dificultad de traer al lenguaje vivencias dolorosas que están quizá semiocultas en la rutina de los días,  en el desafío que supone volver a decir, donde el lenguaje, con  su capacidad performativa,  hace volver a vivir,  se juega no solamente la puesta en forma –y en sentido- de la historia personal sino también su dimensión terapéutica –la necesidad del decir, la narración como trabajo de duelo- y fundamentalmente  ética, por cuanto restaura el circuito de la interlocución   y permite asumir el escuchar con toda su carga significante en términos de responsabilidad por el otro. Pero también permite franquear el camino de lo individual a lo colectivo, la memoria como paso obligado hacia la Historia.

            Y aquí vale la pena recordar una aporía, que ya había vislumbrado Maurice Hallwachs [1941] (1992) cuando formuló tempranamente, antes del horror del holocausto del cual fue víctima,  su concepto de “Memoria colectiva”: si bien es posible pensar en lo colectivo cuando se trata de acontecimientos vividos y padecidos por una comunidad, sólo los individuos, las personas, recuerdan. Y en este recuerdo, si bien operan las determinaciones sociales –las modulaciones de la memoria y el olvido funcionan también como mecanismos identificatorios en una sociedad- éstas se recortan sobre el trasfondo de una biografía, de los matices que hacen a la singularidad. Hay entonces, además del carácter épico de ciertos acontecimientos, memorias personales, íntimas, cotidianas, que necesitan y merecen atención.

            En tanto esas memorias son, por definición, inagotables –siempre será posible un relato más- su proliferación también puede producir un efecto contrario, una saturación que desdibuje los márgenes de lo asimilable. Algo de eso sucede  en relación con la experiencia de la última dictadura militar en la Argentina (1976-1983), que ha generado un gran despliegue narrativo, donde fueron emergiendo, en una temporalidad diferida, testimonios, memorias personales, anecdotarios, obras literarias de ficción y autoficción, filmes, documentales y diversos tipos de experimentación artística, en sintonía con las políticas públicas de la memoria, muy activas en lo que va de esta década: conmemoraciones, sitios, museos, memoriales, monumentos –y contramonumentos-,  una verdadera maquinaria material y simbólica que hace pensar en lo que algunos autores, como Todorov (2000),  han llamado “abuso de la memoria”.

En esa insistencia sobre una  “historia reciente” que todavía no es “una” –memorias en conflicto, juicios en curso, disputas por el sentido del pasado y su presente- , hay sin duda  una exacerbación del testimonio y la autobiografía,  un anclaje en el yo no solamente como sostén de la ilusoria unidad del sujeto sino también como prestigio de la palabra autorizada y justificación  por la “propia” experiencia, que prima en muchos casos por sobre la indagación documental e historiográfica.

            Acordando con algunas visiones críticas al respecto,  sobre todo en cuanto a la distancia entre historia y auto/biografía,  podría pensarse sin embargo que en la emergencia quizá excesiva de esos “yo” se juega precisamente la propia figura de la desaparición,  ese silencio de los destinos, ese vacío de los cuerpos, esa penuria de los documentos –escamoteados, ocultos, destruidos- esas identidades apropiadas, esa fractura irreparable en la idea misma de comunidad. Voces que dan cuenta  de esas otras  voces acalladas, cuyos rostros nos interpelan en miles y miles de fotografías que recorren desde hace décadas calles, plazas, muros –en la famosa ronda de las Madres de la Plaza, en actos, manifestaciones, reclamos, conmemoraciones, homenajes, lugares de memoria-  solicitando algo a nuestra mirada, más allá incluso de la rememoración: el tratar de responder a esa pregunta, por demás perturbadora, de  ¿cómo fue posible?

            Pero hay también, en la figura de la desaparición,  en esa lógica implacable de “terminar con todos uno por uno”, lo que también supuso una singularidad: el ultraje al corazón del hogar, la irrupción violenta, el secuestro o asesinato de los padres frente a sus hijos y en ocasiones el rapto de los niños, el involucramiento liso y llano o la amenaza perpetua sobre las familias… Así, en ese incierto camino que comenzó con un enunciado imposible,  “Aparición con vida”, se fue desplegando lo que podríamos llamar una matriz genealógica de la memoria, Madres, Abuelas, Familiares, Hijos, nombres de las distintas agrupaciones concernidas por similares fines, donde también se juega la búsqueda y recuperación de los Nietos ilícitamente apropiados. Una memoria marcada por la trama familiar pero afianzada institucionalmente, quizá un rasgo único entre los países de América Latina, afectados también por experiencias dictatoriales en el pasado y violencias militares en el presente. En esa trama puede entenderse la fuerte identificación de jóvenes que irrumpen en la literatura, el cine y las artes visuales como “hijos”  de desaparecidos o “nietos recuperados”, una nominación que de algún modo marca en su obra  la herencia y en general, el orgullo de esa herencia, aunque a veces atemperado por el dolor de la ausencia o cierta culpabilización hacia esos padres por no haberlos antepuesto al deber militante. La creación artística deviene así una de las formas del trabajo de duelo, que permite distanciarse de la melancolía.

3. La voz  testimonial

Sin embargo, esta impronta biográfica y testimonial de las narrativas, que da cuenta de experiencias vividas y alude a hechos y personajes comprobables,  no debe hacer olvidar la ya clásica distinción entre autor y narrador, que la teoría literaria instauró definitivamente hace décadas y que comprende incluso a la autobiografía, por más que ésta juegue a la identificación entre ambos. Así, más allá del grado de veracidad de lo narrado, de los propósitos de autenticidad o la fidelidad de la memoria  -registros esenciales en el plano ético-  se tratará siempre de una construcción, en la que el lenguaje o la imagen –o ambos- imprimen sus propias coordenadas, el orden del decir o del mostrar, sus procedimientos, su retórica, las convenciones del género discursivo elegido, las infracciones que todo género tolera o alienta, las voces que hablan –inadvertidamente- en la propia voz, las insistencias del inconciente, la caprichosa asociación de los recuerdos.  El yo narrativo no es necesariamente autobiográfico –aunque así se presente- y el autobiográfico no tiene patente de inequívoca unicidad por más que intente –y crea- contar siempre la “misma” historia: la iterabilidad derrideana pone en evidencia esa paradoja de ser el mismo y otro cada vez, en la deriva del lenguaje y los avatares de la temporalidad, de ese deslizamiento del sentido en los vaivenes del discurso y su más allá, lo ingobernable  de su apropiación en la lectura o en la escucha, en esa atención modulada donde quizá hace sentido aquello no marcado, lo súbito, lo inesperado, lo rechazado, el silencio…

Encontrar un yo (que narra) es quizá lo que prima y no “el yo” que se desplegaría en plenitud en el umbral de la enunciación. Un yo que presta un rostro a lo que no lo tiene por sí mismo, como la figura retórica de la prosopopeya,  que Paul de Man (1984) asocia a la autobiografía: una máscara que viene a ocupar el lugar de una ausencia, que dota de rostro y voz a lo que no es previamente un yo. Dicho de otro modo, un yo que no es sino su propia representación.

  Estos resguardos teóricos –que no cuestionan la validez del testimonio como verdad del sujeto, prueba para la acusación, documento- quizá permitan ver, en esa multiplicación de narrativas –y de tantos “yo” que narran- la falta como síntoma –los que faltan- y los rodeos reiterados a través de los cuales el trauma –la experiencia traumática- trata de decir lo indecible, aquello que escapa a toda simbolización, el resto, lo Real,  en  términos  lacanianos. Un “decir todo” exacerbado porque “todo” no puede decirse.

En ese “decir todo” está el detalle aterrador de la tortura, la violación, el sufrimiento. Detalle que, lejos de lo morboso, se instituyó en necesidad de prueba ante un tribunal, atestación del delito para la intervención de la justicia, y también documento para el registro de la historia.  En este punto se aproximan los testimonios de los sobrevivientes de los campos, los de la Alemania nazi, los de la Argentina.  Llevados a decir, más allá de la necesidad imperiosa de reconfigurar una subjetividad arrasada, para dar cuenta de aquello que los tiene como únicos testigos –el propio cuerpo como prueba- , de lo que excede toda imaginación y deja las preguntas sin respuesta: esa aptitud humana para la crueldad, el escarnio, la vejación, la infracción de todo límite. Es notable en los testimonios, sobre todo los de las mujeres, esa recurrencia del detalle que va incluso más allá del umbral del pudor –de nuevo, el sujeto en el límite- y que está ligado tanto al “contrato de veridicción” del testimonio –dar pruebas de una verdad que puede ser increíble-  como a la propia restauración ante la culpa por haber sobrevivido.

Este último aspecto, ligado a una suerte de sospecha social por esa supervivencia –sobre todo entre militantes-  constituye un tema recurrente en los relatos. La figura del traidor  –aquel que accedió a “colaborar” con el represor y por eso salvó su vida- está presente tanto en el testimonio como en la ficción, con sus diversas gradaciones –quienes fueron obligados a ciertas tareas dentro de los campos, quienes establecieron relaciones amorosas con el represor, quienes cambiaron lisa y llanamente de bando. [2]  La condena moral lisa y llana se impone en ciertos casos a una evaluación más distanciada, sobre todo respecto de la experiencia de los límites: cuánto de la voluntad y de la decisión puede jugarse en cautiverio, bajo amenaza de muerte continua, en condiciones de extrema incertidumbre. Esa “vida precaria”, tomando la expresión de Judith Butler, en la cual no solamente la tortura se repetía por tiempos incontables, no sólo las condiciones eran infrahumanas sino que además no había ninguna previsión de los destinos, de quiénes iban –por qué razones- a ser o no  “trasladados” cada día, una de las metáforas de la muerte.

La experiencia extrema de los campos pudo así ser narrada por los sobrevivientes –algunos de los cuales tuvieron la opción de la salida del país, otros, una liberación gradual y vigilada. Más allá de los testimonios que dieron lugar al Nunca Más, muchos de los cuales se repitieron durante las largas sesiones del Juicio a las ex- juntas militares (1985), hubo otros trabajos de la memoria, entre los cuales destaca un libro emblemático de Pilar Calveiro, Poder y desaparición. Los campos de concentración en la Argentina, (1998) donde ella elige narrar la experiencia de su cautiverio, ya en su exilio mexicano, bajo forma de tesis doctoral y entonces, haciendo una crítica política que extiende a una sociedad concentracionaria –y no solamente a un aparato represivo- la condición de posibilidad del campo. Aquí el “yo”, aludido solamente con el número de su identificación en la ESMA –el mayor centro de detención-[3] se deslinda, en débrayage, a la tercera persona, estableciendo así una doble distancia, la de la autorreferencia y  la autoconmiseración.

Otra estrategia discursiva es la elegida por cinco mujeres,[4] también sobrevivientes de la ESMA, que, veinte años después, deciden encontrarse periódicamente y comenzar un relato grupal en torno de un grabador,  rescatando las experiencias comunes  y los avatares personales,  que luego fueron editadas conservando el formato de la conversación y publicadas en libro. Hay, sin duda, diversas  temporalidades de la memoria,  tiempos que  tienen que transcurrir antes de poder hablar, esa distancia de la vida en  (cierta) normalidad que hace transmisible la experiencia de una absoluta anormalidad. Así, los veinte años permiten un relato que el habla coloquial aligera, aún en los momentos más densos, produciendo el efecto de una elaboración memorial donde la marca –imborrable- del pasado no parece impedir cierto optimismo del presente. El detalle  vuelve aquí a tener primacía e induce a una pregunta sobre lo femenino, sobre el modo de ver y de narrar, en definitiva, de construir experiencia. Sin embargo hay algo contrastante en el tono y el estilo, un ritmo divergente entre el registro de la minucia de la cotidianidad de la campo y sus anécdotas  y lo ominoso del ámbito que las contiene, una tensión entre Ese infierno evocado –el título del libro- y el devenir sin escollos de la conversación –convenientemente editada-,  la falta de vacilación, de pausas, de silencios, de apagamientos de la voz…de nuevo el decir “todo” aparece como síntoma en un flujo continuo de la palabra que parece no querer dejar ningún resto.

 Un tercer ejemplo de narrativa femenina, esta vez bajo forma de novela que ambiguamente se presenta como “autobiográfica”, es el de El fin de la historia, de una escritora, Liliana Heker, cuyo personaje principal y emblemático es una militante –supuestamente una íntima amiga de la narradora- que es detenida en la ESMA, sometida a torturas,  se la piensa desaparecida  pero luego “aparece” en libertad, involucrada en una relación amorosa con su represor y afectada a tareas de “apoyo” a las aspiraciones políticas de un alto jefe militar. Un caso típico, de los varios registrados, no sólo en  la Argentina  [5], que une en su figura un doble estigma: el de la relación amorosa con el verdugo y el de la traición. Ante el impacto emocional de este descubrimiento, la amiga  –identificada en el “yo” de la voz narrativa-  asume inequívocamente una postura de fuerte condena moral –que también expresa posturas típicas dentro de la sociedad ante casos semejantes. El problema –lo que le costó acerbas críticas- es que ese caso, bien conocido, se presenta en la novela con todos sus detalles “reales” pero bajo otros nombres y la autora, preguntada sobre el estatuto real o ficticio de ese yo narrativo –es decir, si debía leerse o no en clave autobiográfica-  responde de modo contradictorio según las ocasiones, con lo cual no queda establecido con claridad el “pacto de lectura” y sus consecuencias.

Hemos elegido estos tres ejemplos –de un corpus cuya extensión es ya imposible de abarcar- en primer lugar, como aproximaciones a una narrativa femenina de sesgo peculiar, en tanto el género ha jugado en esta tragedia colectiva un papel  esencial, tanto en la militancia, en la experiencia del campo como en el drama de la maternidad, y también en la afirmación política de los movimientos de derechos humanos y en el sostén de la memoria:   Madres, Abuelas. En otro lugar planteé la pregunta sobre si existe una “escritura femenina” –a partir de ciertas coordenadas del feminismo post-estructuralista-, y si esa peculiaridad es sostenible desde lo formal y no meramente desde lo temático (Arfuch, 2008). Asumiendo con ciertas reservas una tal especificidad –en todo caso, como producto de una sensibilidad culturalmente construida y no como una “esencia”-   hay en efecto una diferencia en estos relatos de experiencias traumáticas en relación con los masculinos, tanto en la estrategia del detalle como del punto de vista y de las políticas de la enunciación: qué se narra, dónde se detiene la palabra, cómo se asume la propia voz.  Pero hay también, en los casos presentados, y a partir de rasgos en común, diferencias éticas y estéticas en cuanto a la construcción del yo narrativo,  la distancia de ese yo, el género discursivo elegido y por ende, el circuito de comunicación  propuesto.

En el caso de Pilar Calveiro parece  demostrarse la afirmación de Maurice Blanchot de que “Él (ella) sufre” es más creíble y éticamente aceptable que el “yo sufro”. El deslinde del yo hacia la tercera persona –que quedó emblemáticamente marcado en Roland Barthes par Roland Barthes -(1995)[6]  coloca la experiencia íntima en su dimensión testimonial, distanciándola así de la tonalidad afectiva para dar lugar a la reflexión teórica y política, intrínsecamente ligada. El plano de detalle se torna así casi detectivesco, como intensificando el “efecto de real” barthesiano: los tránsitos cotidianos, el reconocimiento del espacio con ojos perpetuamente vendados, lo táctil, lo sonoro, las voces, los objetos, las rutinas, en definitiva, el “sistema periódico” del campo, para tomar una expresión de Primo Levi- sin por ello desdibujar ese “plano interior” de la vivencia que da aliento a la voz narrativa.

En neto contrapunto, el encuentro de las cinco mujeres se apoya sin reparos en la asunción del yo más clásicamente autobiográfico  para dar cuenta, paso a paso, de la misma experiencia. La obsesión del detalle aparece nuevamente –y sintomáticamente-, como insistencia del dato y de la prueba –testifical- pero también de la “prueba” que, como personajes de una épica,  han atravesado y superado. Es interesante recordar el concepto de “prueba cualificante”, que  A.J. Greimas (1983) elabora a partir de  las  clásicas funciones del relato propuestas por Vladimir Propp (1977) para el estudio del cuento popular: la prueba –con sus “coadyuvantes y oponentes”  como un paso obligado en el tránsito del héroe (la heroína) a la madurez, la sabiduría, la justicia. Aquí sin embargo, la acumulación abrumadora de las pruebas, el devenir sin pausa del diálogo, las réplicas alternadas de las participantes –el orden de los “turnos” en la conversación, tema caro a los “conversacionalistas” americanos (Grice, 1975)-,  al tiempo que operan un efecto de distanciamiento –cual una  puesta en escena- rozan también el umbral de lo excesivo.  La retención y el desborde aparecen así como dos modos contrapuestos de narrar –y de leer- la experiencia traumática.

El tercer ejemplo se sitúa de entrada en otro género, la ficción, aunque  con un yo narrativo que se incluye como personaje en la trama, jugando así al efecto autobiográfico. La cuestión aquí es el punto de vista, donde el personaje de la narradora  no “ve” a la manera del narrador omnisciente lo que ocurre dentro del campo pero se imagina y “acompaña” entonces a la protagonista hasta la sala de torturas, le atribuye  palabras, reacciones, sufrimientos, se inmiscuye en los espacios más sórdidos, para luego, en la autoglorificación de su propio sentimiento de pesar por el trágico destino de su amiga –la piensa ya muerta, desaparecida-, asumir la postura contraria cuando aquélla “aparece”: la  condena moral sin concesiones ante ese impensado “fin de la historia” –pasión amorosa, liberación, colaboración- que juega por cierto con el célebre motto de los ‘90 que anunciaba el fin de las ideologías.

Cada género discursivo conlleva, según Bajtín, junto con ciertas regularidades temáticas, compositivas y estilísticas de sus enunciados, un sistema de valoración del mundo, ligado a la historia y a la  tradición. Así, el reconocimiento de los géneros, su distinción –drama, comedia, testimonio, tragedia- está en estrecha relación con lo que también denominó “el acto ético”, es decir, cómo incide esa valoración del mundo en el plano de la lectura,  la apropiación y por ende la comprensión.

Estos conceptos son de toda pertinencia para los ejemplos que estamos presentando. En el primer caso, el de Calveiro,  el acto ético tiene que ver con el distanciamiento y la retención, con ese gesto “antiheroico” de privilegiar la experiencia como un medio de esclarecimiento de los hechos y de comprensión política y no como un fin en sí mismo, como la justificación  plena del relato. De allí que este testimonio en particular se haya transformado en referencia obligada  para toda aproximación analítica a los acontecimientos de esa infausta década y  su inscripción en la memoria colectiva.

 En el segundo caso, por el contrario, prima el énfasis subjetivo en la experiencia individual aunque las voces se “multipliquen” en el relato grupal, y si bien la historia se cuenta “por boca de sus protagonistas” –según el célebre adagio de la prensa-  los procedimientos  de puesta en escena  atenúan el efecto de proximidad y la acumulación aterradora de detalles opera una puesta en equivalencia de esas historias, quitándoles el rasgo de lo singular. Un efecto quizá paradójico, en tanto tampoco llega a constituirse en un espacio de enunciación colectivo.

En el caso de la novela, fue justamente su ambigüedad –una voz narrativa pseudo-autobiográfica entramando una historia de personajes verdaderamente existentes con “nombres falsos”- lo que puso en cuestión el sistema de valoración del género, dando lugar la críticas muy severas en cuanto a la falencia del “acto ético” –erigir un juicio moral sobre acciones de personas “reales” escudándose en un personaje “ficticio”- y a la “libertad” de la literatura de construir historias y hacer hablar a personajes  en un umbral indeciso entre historia y ficción.

El yo testimonial plantea siempre un problema: ligado por un lado a un contrato de veridicción  que lo lleva a  dar cuenta de algo de lo cual es quizá el único testigo, por el otro está también sujeto a la imprecisión de la memoria, a los escarceos de la imaginación, a la parcialidad irreductible del punto de vista. Nuestros ejemplos –y sobre todo el último- nos plantean además otro problema: si no debería  pensarse, en el caso justamente de la elaboración discursiva de la  experiencia traumática,  en una “ética de los géneros”, que llevaría a  respetar ciertos contornos discernibles entre ellos, sin que eso suponga ajustarse a reglas estrictas ni pretender una “pureza étnica” donde hay por definición heterogeneidad, hibridación, préstamos, contaminaciones, sino más bien permitir el reconocimiento de la valoración ética que cada género históricamente trae consigo –con los cambios según las épocas- y sobre todo atender a ese límite, sutil y conflictivo, de la intimidad y el pudor.

3. El silencio, los nombres

            Si lo biográfico, lo privado y lo íntimo constituyen umbrales hipotéticos hacia la profundidad del yo, una gradación donde lo biográfico puede ser público sin marca de privacidad –el relato de las etapas obligadas de la vida, el currículum-vitae, la crónica histórica, el panegírico, la necrológica- y lo privado puede hacerse público sin marca de intimidad, lo íntimo también puede prescindir, en ocasiones, de los pasos atemperados de esa gradación, irrumpir en lo público con una violencia de palabra  que supera quizá la de la imagen –aunque en verdad la palabra también es imagen. Esa violencia es justamente la del testimonio en el desnudamiento traumático de la intimidad sometida a tormento, en el detalle ominoso del agravio a los cuerpos, esa “nuda vida” que se nos presenta sin contornos biográficos, sin siquiera el cobijo de la privacidad.

            Esos relatos, con su horror fantasmático, su correlato de pesadilla, han venido poblando los tramos sucesivos de la memoria, tanto en la voz testimonial como jurídica  y más tarde en la ficción, donde es quizá la literatura la que ha trabajado con mayor fortuna la forma del decir, la palabra como modo de recobrar ese cobijo, de abrigar la desnudez, de reencontrar la dimensión poética de la existencia.

            Ante tanta palabra está también el silencio. El silencio de los lugares de memoria, en su estricto vacío. El de los ex –centros de detención, como la ESMA, con su sórdido recorrido de escaleras, descansos, habitaciones, rincones en sombras, donde la visita misma es casi un gesto sacrílego.  Pero también el de los memoriales, construidos justamente para “hacer recordar”.

            Entre ellos destaca lo que podríamos llamar no oficialmente “el muro de los nombres” –y oficialmente, el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado-, situado en un  gran predio junto al Río de la Plata, en la ciudad de Buenos Aires. La simbología es clara, casi evidente: un trazado sinuoso de muros  entrecortados, discontinuos, abiertos siempre a la visión del río –un río sobrevolado por los “aviones de la muerte” que arrojaban cuerpos con vida adormilados por una inyección-  muros con miles de nombres grabados en la piedra, nombres de los desaparecidos y los muertos, apenas con las fechas del secuestro o la caída y su edad –una desoladora estadística de primera juventud- y el agregado, no menos estremecedor, de la condición de “embarazada” en innúmeros casos.

            No hay fotografías, aunque ellas pueblan desde hace más de treinta años múltiples espacios –plazas, calles, paredes, pancartas, manifestaciones, los célebres pañuelos de las Madres. El silencio permite a cada uno su propia introspección, el recuerdo, el homenaje. Los nombres se resisten al epitafio. Algunos visitantes ponen flores sobre ellos o se sacan fotos con su fondo. El muro, pese a su disimetría, termina llevando finalmente al amplio horizonte del río. Una pasarela se interna brevemente en el agua, lo suficiente para dar la impresión de profunda lejanía.

            Proyectado en sintonía con el concepto de “contra monumento”, cuya función es más la de señalar el vacío y la falta que una hipotética restauración y completitud, la de estimular la inquietud de la memoria y no su apaciguamiento, el muro de los nombres

– en el límite de la ciudad-  puede pensarse como la contracara de la voz  y también como una narrativa virtual que sólo se despliega ante la presencia de un otro, estableciendo una interlocución particular. Una interlocución callada que es primariamente escucha –de nuevo el tímpano-, atracción de esos nombres que encierran tantas vidas truncadas, tanto ser en el límite y cuya singularidad resiste –aun sin consuelo- a la desaparición.

A  modo de conclusión

            Sujetos, voces, memorias, narrativas: he aquí una síntesis posible de nuestro breve recorrido. Sujetos en los márgenes de una historia de acontecimientos, voces de distinto tenor, memorias de un pasado traumático, “pequeños relatos” donde intentamos escuchar, en algunos acentos singulares, en el despliegue de la temporalidad,  en la emergencia de huellas perdurables, en la ardua travesía del vivir y hasta en el silencio de los nombres, el rumor –la intensidad- de lo que podríamos llamar, no sin cierta reticencia, la experiencia colectiva.

Es que la articulación entre lo individual y lo colectivo es siempre fluctuante, próxima de la figura del intervalo que caracteriza el concepto de “identidad narrativa”: un vaivén que no se fija definitivamente en uno u otro polo pero que los involucra a ambos.

En esa escucha intentamos ir más allá de la anécdota para aprehender la dimensión  ética de la narración, la palabra intrínsecamente ligada a la configuración de la experiencia, la idea de comunidad que sostiene el más simple intercambio de las voces y aún, de su huella en la escritura. Una palabra, en este caso, cuya insistencia se opone al vacío, a la ausencia, al olvido. La palabra –la narración- como acto de resistencia.

 

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SARLO, B. 2005  Tiempo pasado, Buenos Aires, Siglo XXI.

TODOROV, T 2000  Los abusos de la memoria, Barcelona, Paidós.

Leonor Arfuch es Doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires, de la cual es profesora e investigadora. Trabaja en temas de  identidad, memoria, narrativa y en el análisis de géneros discursivos y mediáticos. Ha sido profesora invitada, entre otras, de las Universidades de Essex (Inglaterra) y Nacional Autónoma de México (UNAM). En 1998 obtuvo la Beca Thalmann, de la UBA; en 2004 el British Academy Professorship Award y en 2007 la beca Guggenheim.

Es autora de varios libros, entre ellos: La entrevista, una invención dialógica (1995);  Crímenes y pecados. De los jóvenes en la crónica policial (1997);  El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea (2002); Crítica cultural entre política y poética (2008) y compiladora de Identidades, sujetos y subjetividades (2002) y  Pensar este tiempo. Espacios, afectos, pertenencias (2005); con G. Catanzaro Pretérito Imperfecto. Lecturas críticas del acontecer (2008) y con V. Devalle Visualidades sin fin. Imagen y diseño en la sociedad global (2009).  Ha publicado además numerosos artículos en libros y revistas especializadas.


 

[1] Este trabajo se inscribe en el marco de una investigación que contó con el generoso apoyo de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation  ( 2007-2008). Expreso aquí mi agradecimiento.

[2] La fluctuación de esa figura, según como se la mire, no puede menos que evocar el célebre “Tema del traidor y del héroe” de Borges, donde ambos son, indisolublemente, la misma persona. Sobre la figura del traidor en los relatos sobre la represión Ver Longoni (2007)

[3] La ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) era, paradójicamente, la mayor escuela de formación naval, un predio de 17 hectáreas en un barrio jerárquico de Buenos Aires, donde cientos de jóvenes se formaban y oficiales del interior podían alojarse en sus viajes a la capital, actividades que continuaron desarrollándose normalmente durante todo el período. El centro de detención se alojó en el Casino de Oficiales (subsuelo y varios pisos) donde subsistieron, en ominosa simultaneidad, las actividades habituales de reunión y entretenimiento con las más terribles sesiones de tortura y el aprisionamiento de cantidad de detenidos, encapuchados, en condiciones infrahumanas. Allí funcionó una maternidad clandestina, donde los bebés eran entregados según un lista de “aspirantes”, de allí salían los camiones con quienes eran embarcados bajo efectos de drogas en los “vuelos de la muerte” y arrojados al río en aguas profundas y también funcionaba un “centro de documentación” donde se acumulaban libros, periódicos y otros materiales sustraídos en los allanamientos –junto con todo tipo de “botín de guerra”- que hipotéticamente servirían para alimentar –estratégica, ideológicamente- las pretensiones políticas del entonces jefe de la Armada,  a cuyas tareas de “apoyo”  fueron destinados algunos prisioneros que luego recuperaron la libertad. En 2005 la totalidad del predio fue desocupado, transformado en Museo de la Memoria, el ex -centro de detención puede visitarse con guía y en otros edificios  funcionan el Archivo Nacional de la Memoria, el Centro Cultural Haroldo Conti y hay dos asignados a las Madres de Plaza de Mayo. Está en discusión el destino del resto de los edificios.

[4] Las cinco autoras: Munú Actis, Cristina Aldini, Liliana Gardella, Miriam Lewin, Elisa Tokar.(2006)

[5] En  Chile apareció hace unos años un libro muy polémico, El infierno,  donde, a la manera de una confesión, Luz Arce, una militante detenida en las mismas condiciones, narra la “verdad” de su historia, que la llevó no sólo a un involucramiento amoroso sino a convertirse en integrante de la DINA, la policía secreta de Pinochet. (Arce, 1993)

[6] Esa especie de “anti-autobiografía” estaba alimentada sólo por algunas referencias comprobables, unas  fotografías y una selección de textos que desdecían el canon (auto) biográfico. Barthes proponía leerla como propia de un personaje de novela, poniendo así  en evidencia el carácter ficcional de toda asunción del “yo”. 

 

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abrys, études féministes/ estudos feministas
janvier /décmbre 2009 -janeiro/dezembro 2009