labrys, études féministes/ estudos feministas
janvier /juin 2011 -jameiro /junho 2011

“No se nace lesbiana, se llega a serlo: (Re)escrituras del contrato social.”[1]

 Virginia Mabel Cano

RESUMEN:

El presente artículo se propone abordar dos temáticas: 1) la necesidad de deconstruir la categoría de “naturaleza” de los géneros y los sexos, y 2) la posibilidad de re-escribir el contrato social heteronormativo desde la reivindicación de las subjetividades contra-naturales. En este sentido, la figura del sujeto lesbiana será la cifra a partir de la cual se podrán articular el ocaso de la naturaleza con la re-escritura del contrato social. Será con este doble objetivo que se trazará una genealogía que va de Nietzsche a Preciado, pasando por Foucault, Wittig y Rousseau.

Palabras-llave:heteronormatividad, desconstrucción, sujeto lesbiana.

 

En Julio del 2010, en Argentina, se discutió (y aprobó) la modificación de la ley de matrimonio civil. Desde entonces, el derecho positivo contempla, y vehiculiza, la posibilidad de que dicho contrato se establezca entre dos personas del mismo sexo[2]. Por esos días, me fue entregado en mano, a la salida de un subte, un panfleto naranja que formaba parte de una campaña “a favor de la familia”[3] en el que se podía leer lo siguiente: “Porque la inteligencia reconoce en la realidad y la naturaleza que el amor matrimonial se funda en la diferencia sexual, la complementariedad corporal y afectiva y la capacidad de procrear, ausentes en las parejas del mismo sexo. Es una distinción real y no una discriminación”. El problema es aquí, una vez más, el enfrentamiento entre la unidad monolítica de un singular que tiende a naturalizarse y esencializarse, frente a unos  plurales que abogan por la politización de un ser comprendido como interpretación.

En el presente texto me propongo abordar dos cuestiones fundamentales. En primer lugar, la necesidad de demoler a golpes de martillo cualquier concepción naturalista de los géneros y los sexos. Para ello, he de pensar el vínculo entre las filosofías de Nietzsche, Foucault y Butler a partir de lo que podríamos denominar el “imperativo de historización” que subyace a los tres. En segundo lugar, y una vez deconstruída la idea de una naturaleza (femenina o masculina), he de dirigir mi atención a la posibilidad de pensar el contrato social y sus re-escrituras como los testimonios continuos de la muerte de la naturaleza. La figura del sujeto lesbiana será la cifra a partir de la cual podré articular la muerte de la naturaleza con la re-escritura abierta de un contrato social (siempre vivo, mudable) que se de-construye en la riqueza de los plurales.

i. La Naturaleza ha muerto: de Nietzsche a Butler.

“De este hecho resulta claro que ninguna de las virtudes éticas se produce en nosotros por naturaleza, puesto que ninguna cosa que existe por naturaleza se modifica por costumbre. Así la piedra que se mueve por naturaleza hacia abajo, no podría ser acostumbrada a moverse hacia arriba, aunque se intentara acostumbrarla lanzándola hacia arriba innumerables veces; ni el fuego, hacia abajo; ni ninguna otra cosa, de cierta naturaleza, podría acostumbrarse a ser de otra manera”Aristóteles, EN, 1103 a 20-25.

Itziar Ziga sostiene que “desde el momento en que se comprende que la feminidad y la masculinidad (en todas sus variantes y mezclas) son ejercicios teatrales de socialización y no esencias que emanan de naturaleza alguna, todo se aligera” (Ziga, 2009: 128), se torna “más soportable”. La comprensión del carácter teatral-performativo de las construcciones de género mentado por Ziga, abre a su juicio la senda de la des-esencialización que nos permite reinterpretar algunas de las categorías que organizan nuestra socialización. En este sentido, nos desencadena del yugo de la naturaleza y su (su-puesto e im-puesto) destino inalterable, y nos permite trascender argumentos tales como la distinción natural entre los géneros a partir de un supuesto estrato biológico dado. Una vez que hemos eliminado a la naturaleza, una vez que hemos desencadenado la tierra de los géneros de su sol, el horizonte se nos presenta más despejado. Este es el umbral abierto por la des-esencialización como vía de “liberación”, y es también aquel que, a nuestro juicio, acomuna a Nietzsche, Foucault y Butler.

Tanto el filósofo alemán como Foucault y Butler se enmarcan en lo que podríamos denominar una “política del ser como interpretación”. En estas coordenadas político-metafísicas se asentarán hospitalariamente sus distintas propuestas filosóficas, rescatando como vía de liberación, resistencia o subversión, la labor genealógica a partir de la cual es posible desnaturalizar aquellas categorías y conceptos que organizan bio-políticamente nuestra existencia. Podríamos decir que el texto referido al inicio de este escrito representa la versión más sucinta y poco sutil de aquel gran enemigo contra el cual combatieron y combaten, entre tantos otros, los pensadores aquí mentados. He allí, en su forma más brutal, un peligro sobre el cual, deberíamos advertirlo una y otra, es necesario reflexionar y combatir.

Comencemos por la explicitación del neologismo con el que Nietzsche arremetería contra la tradición metafísica Occidental. Monotono-teísmo: ese es el nombre con el que el alemán califica a los “sapientísimos” que sostienen que “lo que es no deviene, [y] lo que deviene no es” (Nietzsche: 1997b).  Esos “sepultureros”, nos advierte recordando la eficacia corpórea y tanática de nuestras catedrales conceptuales, creen otorgar los máximos honores cuando deshistorizan y confunden lo último con lo primero. El profundo temor al devenir, a lo que muta y cambia, a la esfera entera del devenir y la caducidad, se encarna en el sostenimiento de valores esenciales que olvidan su historia, y por tanto su carácter deviniente y producido, y se presentan a sí mismos como los principios monótonos y originales a partir de los cuales es posible (y necesario) organizar nuestra existencia.[4]

Esa primera idiosincrasia de los filósofos según la cual lo que es (lo real), no deviene, parecer ser uno de los (pre)juicios (y las estrategias) que se utilizan para defender la no alteración de los conceptos y creencias que operan como nuestras “condiciones de conservación y acrecentamiento” (Nietzsche: NF 9 [38], KSA 12: 352-353)[5]. Y cuando esto ocurre, cuando la realidad se plantea como lo opuesto al devenir, la vida queda subsumida a principios que se conciben como ahistóricos o atemporales. Así, la segunda y no menos peligrosa idiosincrasia de los filósofos “consiste en confundir lo último con lo primero” (1997b: 47). En definitiva, la “gran razón en la filosofía” no es otra que ese mismo espíritu des-historizante que encontramos cada vez que se afirma el carácter natural o esencial de una realidad que niega su propio devenir. Y que haciendo esto, se rehúsa a re-pensarse a sí misma, con el riesgo que ello siempre comporta.

La distinción entre el ser y el devenir representa, desde una perspectiva nietzscheana, la partición entre un “mundo verdadero” y un “mundo aparente”. En su “Historia de un error”, Nietzsche muestra la eficacia histórica que ha tenido la hipóstasis, en el sentido de poner por debajo[6], de una realidad no-deviniente, y por tanto, inalterable. La división entre un fondo último que nos preserva del cambio y la transformación y un mundo fenoménico (descarriado), es el punto de anclaje de una lógica binaria que se expresa tanto a nivel metafísico (representado de manera ejemplar en el dualismo ontológico platónico), como un plano religioso (siendo el cristianismo un gran exponente de ello), y moral (recordemos aquí la deriva prescriptiva que adquiriese en Kant el orden nouménico respecto del fenoménico) -por recuperar sólo los tres primeros puntos del texto nietzscheano.

En definitiva, y como podemos colegir de esa historia nietzscheana, la distinción entre una realidad privilegiada y otra derivada ha signado el desarrollo de nuestros duales y jerarquizantes sistemas de valores. Al enfrentar la realidad al devenir, hemos zanjamos nuestra ontología en un ámbito privilegiado que (debe) regir todos los aspectos de nuestra vida, y asentamos de este modo un punto fijo (ese theós de toda visión monótono-teísta) a partir del cual es posible negar la diferencia y el diferir (el dios es siempre igual a sí mismo).

En este fuerte impulso binario, jerarquizante y momificante se aloja una de las más viejas estrategias de naturalización con la que han dominado y oprimido aquellos astutos sepultureros que no se atreven a soñar ficciones finitas. La (idea de) diferencia sexual representa, podríamos decir, un nuevo hito en la historia de un (mismo pero siempre versátil) error, el de la participación y jerarquización ontológica. La naturalización que se opera con la instauración de un mundo verdadero contrapuesto a un mundo ficticio o aparente, es uno de los modos más astutos, y con suerte un poco desgastados, a través de cuales los valores entierran su historia, reificándose e intentando escapar a la posibilidad de cualquier revisión crítica. Pero ¿qué ocurre cuando la (supuesta) naturaleza esencial que justifica la división y jerarquía de los géneros se revela como construida, “última” o producida? ¿Qué ocurre cuando cae el dios del “sexo”?

Foucault, recuperando la senda nietzscheana y re-inventando sus umbrales, emprende la tarea de asesinar al dios de la tierra de los géneros por la vía de la historización. Así, en su Historia de la sexualidad va a desplegar un análisis en torno al (productivo y producido) dispositivo de la sexualidad. En el marco más general de su estudio de los dispositivos de normalización, el francés va a señalar aquellos discursos y poderes-saberes que han dado como resultado la organización bio-política de la sexualidad tal y como se presenta en Occidente en el siglo XX. No quisiera en esta ocasión adentrarme en un análisis detallado del dispositivo de la sexualidad foucaulteano, sino simplemente mentar una de sus conclusiones, así como la ligazón que la misma articula entre el pensamiento nietzscheano y el butlereano.

Nietzsche ya nos había enseñado la lección que hizo suya Foucault: siempre que se ha confundido lo último con lo primero, y se ha instaurado un “mundo verdadero” no deviniente, lo que se ha operado es un proceso de des-historización en el cual, en última instancia, lo que se produce es el olvido del carácter finito y contingente de nuestras perspectivas y cosmovisiones. Ante la pregunta por si el “sexo, en la realidad, es el ancoraje que soporta las manifestaciones de la ´sexualidad’, o bien una idea compleja, históricamente formada al interior del dispositivo de sexualidad”, Foucault responderá de manera taxativa. El sexo ha sido históricamente producido. De hecho, a través de la historia del dispositivo de la sexualidad es posible mostrar “cómo esa idea de ‘sexo’ se formó a través de las diferentes estrategias de poder y qué papel definido desempeñó en ellas” (Foucault, 1995: 185)

. En este sentido, y aboliendo esa distinción beauvoireana entre sexo y género[7], Foucault alumbrará el carácter no-natural del sexo a partir de un análisis del fomento de ciertas prácticas, prohibición de otras, circulación de discursos y saberes. Deconstruyendo una de las últimas sombras bajo las cuales se “refugiase” el dios de los géneros, Foucault negará el carácter primigenio del sexo y la pretensión de poseer o remitir a “propiedades intrínsecas y leyes propias”. Con la des-naturalización del sexo y la puesta en el tapete de su carácter artificial (producido), se opera el desplazamiento hacia esa zona de liberación que reivindicase Ziga. En definitiva, si el  “sexo” no es aquel “fondo granítico”, ese dato crudo de la naturaleza, sino el producto artificial de las tecnologías de normalización, ya no es posible fundamentar en él un sistema binario, y jerárquico, del ser (genérico-sexual). Una vez más, hemos desencadenado la tierra de su sol.[8]

Foucault narrará esa(s) historia(s) de la(s) sexualidad(es) para refutar la hipótesis represiva bajo la cual se ha interpretado la sexualidad y para alumbrar el espacio “productivo”, “estratégico” y “positivo” bajo el cual el poder se muestra continuamente generativo, alentando a “liberarse primero de la instancia del sexo.”(Idem: 191). Las tecnologías de la sexualidad producen el “sexo” supuestamente natural y “primero”, que es en realidad sólo aquel último fondo de la realidad abstracta al que refiriese Nietzsche. Si Foucault no profundizó en “la instanciación diferencial de los sujetos femeninos y masculinos, al ignorar las conflictivas investiduras de varones y mujeres en los discursos y las prácticas de sexualidad” (De Lauretis, 1996), como bien lo señalase Teresa de Lauretis, su teoría “no impide” la consideración desde una perspectiva de género. De hecho, éste parece ser uno de los legados más importantes que el pensamiento foucaulteano nos ha heredado.

De Lauretis narra –historiza- su propia genealogía explicativa de “la tecnología del género”. Así como el sexo se muestra como el producto de una tecnología del sexo, es posible comprender que el “género no es una propiedad de los cuerpos o algo originalmente existente en los seres humanos, sino el conjunto de efectos producidos en los cuerpos, los comportamientos y las relaciones sociales, en palabras de Foucault, por el despliegue de una tecnología política compleja” (De Lauretis, 1996: 8). Si tanto el sexo como el género son productos, y no datos, de las diferentes y complejas tecnologías del poder que organizan nuestra existencia individual y social, es menester emprender la senda de la historización para comprender por qué el “sexo” ha llegado a adquirir el legitimante estatus de “naturaleza”. Mostrar el carácter no-natural de las categorías y construcciones sexo-generizadas, indicar “el carácter teatral” de la feminidad y la masculinidad, supone la superación de aquellas idiosincrasias “momificantes” de los sepultureros que creen otorgarle honor a una cosa cuando la deshistorizan.  Si “lo que es”, sólo es en el modo del devenir y como producto-productor del mismo, el sexo y el género no pueden ontoligarze ni reificarse como naturalezas árkicas. De allí que la historización sea un modo de ejercicio de esa política de re-escritura ontológica. Y en los tiempos que corren, incluso un deber de memoria al que nos debemos confrontar.

Si algo ocurre por naturaleza, nos enseñaba Aristóteles, no es posible alteración alguna. La ontología manda. La naturaleza obliga. Y aquí no hay posibilidad de discutir, ni criticar, ni re-crear nada. Aquí, basta con apelar a un theos para obtener, del cielo estrellado, un parámetro de organización (bio)política seguro, firme e inalterable. Para evitar esto, Nietzsche y Foucault han asestado sus golpes de martillo contra algunos de los ídolos de su tiempo. Y es también con este objetivo que Butler ha propuesto y desarrollado “una genealogía política de las ontologías de género” (Butler, 2006:45). Retomando la senda foucaulteana, y enmarcada en lo que podríamos denominar junto a De Lauretis, un análisis de “las tecnologías del género”, la  norteamericana opta por el nietzscheano-foucaulteano método genealógico[9]

Con el fin de evitar una naturalización reificante de las construcciones histórico-culturales de sexo-género, Butler señalará hacia el horizonte histórico a partir del cual se ha creado la ficción de dos géneros entendidos de modo sustancial. En última instancia, Butler embiste su propio martillazo contra el monótono-teísmo (de género), según el cual existe una realidad ontológica natural, la diferencia sexual, a partir de la cual es posible organizar nuestra política, moral y existencia individual. Cabe recordar la doble vinculación de causalidad y expresión que Butler especifica entre el sexo, el género, el deseo y las prácticas sexuales. Si la piedra de toque de dicha estructuración ontológico-política se pone en jaque, las vinculaciones que la misma regimienta pierden fuerza. Así, si el sexo no es la causa natural del género, ni éste del deseo y las prácticas sociales que se ligan “naturalmente” al mismo, es posible pensar otra (an)economía sexo-genérica[10].

Si la identidad de género no es sustancial, sino que se muestra como el producto (nunca fijo sino siempre deviniente) de una serie actos performativos, no es posible identificar un fondo sustancial o granítico que opere de realidad privilegiada y organizadora. El género es performativo, es decir, no es natural. Así, como lo explicase Femenías, “la identidad se produce [ie, es lo último y no lo primero] y se mantiene –a juicio de Butler- gracias a las mismas prácticas regulatorias que gobiernan el género, es decir, a través de conceptos estabilizadores del sexo-género y de las prácticas sexuales” (2003: 83). Comprender el carácter performativo de las configuraciones (y variaciones) del género, supone desandar el camino que los sapientes han reinvindicado para la filosofía. En la medida en que se muestra el carácter histórico de nuestras construcciones del “ser-mujer” y “ser-varón” se opera, a su vez, una intervención política que desarticula la estrategia reificante y naturalizante, abriendo el camino para nuevas narraciones de sexo-género.

Comencé refiriéndome a una “política del ser como interpretación”, recuperando de manera implícita la idea nietzscheana según la cual “no hay hechos, sino sólo interpretaciones”. Es decir, no hay datos “crudos” que anclen –y limiten- nuestras supuestas ulteriores interpretaciones. Por el contrario, son “nuestros” discursos y perspectivas los modos de organizar nuestra existencia corporal, identitaria y social. Si el pensamiento nietzscheano posee alguna relevancia política, ésta radica, a mi criterio, en la posibilidad de alumbrar ese espacio común en el que la historia, la política y la ontología se entrecruzan para tejer los hilos de nuestra identidad (mudable) y deviniente organización comunitaria. Ese es el espacio que re-escribe Foucault cuando narra la historia de la sexualidad, y el que re-inventa Butler al desarrollar su tesis del género como performatividad (el género, en última instancia, es historia. Historia sedimentada, encarnada, pervertida, e inacabada). Y ese es el espacio que se re-escribió el pasado 15 de julio cuando se aprobó la modificación de la ley de matrimonio en la república argentina[11].

Recordar el carácter deviniente, histórico o genealógico de nuestras realidades sociales y culturales, supone adoptar una política escritural y hermeneútica según la cual es posible gritar, parafraseando a aquel loco que irrumpiera en las iglesias: “la naturaleza ha muerto”. Y si no hay una naturaleza (sexual) de los géneros, si la masculinidad y la feminidad son esa puesta teatral y performativa que obedece en iterativas encarnaciones a los dispositivos de normalización, si efectivamente podemos decir que somos ese producto productor (o sujeto sujetado, como lo llamase Foucault)  que se ha “encadenado” a dioses tales como la naturaleza y el dimorfismo sexual, quizás sea hora de preguntar, no ya por la (singular) naturaleza que debe poner coto a nuestras costumbres y modos de organización, sino por la pluralidad de existencias que deseamos afirmar, defender, sustentar, validar y, como no decirlo, amar. Tal vez sea hora de implosionar escrituralmente una narración que ha tallado nuestros cuerpos y existencia comunitaria con la esperanza de re-escribir nuevos mundos.

ii. (Des)hechos contractuales: la potencia contra-natural de las lesbianas.

 

“Porque no es ligera empresa el separar lo que hay de originario y de artificial en la naturaleza actual del hombre y conocer bien un estado que ya no existe, que ha podido no existir, que probablemente no existiría jamás, y del cual, sin embargo, es necesario tener nociones justas para juzgar bien de nuestro estado presente.” J.J. Rousseau, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres.

Los contractualistas, así como Nietzsche, Foucault, Wittig, Butler y Preciado, comprendieron que la hipó-tesis de un estado de naturaleza limita las condiciones y posibilidades de contratación social. Basta comparar las “descripciones” de dicho estado natural en los textos de Hobbes y Locke para comprender que en la supuesta naturaleza –y sus leyes- se especifican las coordenadas básicas sobre las que ha de erigirse el gran leviatán o cuerpo soberano. El contrato social encuentra su katékhon en las (pretendidas) condiciones iniciales de contratación. Es por este motivo, y como el propio Rousseau nos lo indicase, que “no es preciso tomar las investigaciones en que se puede entrar a este propósito por verdades históricas, sino solamente por razonamientos hipotéticos [aquello que suponemos por debajo de nuestra teología política] y condicionales, más a propósito para aclarar la naturaleza de las cosas que para enseñar el verdadero origen” (Rousseau, 1984: 65).

Es aquí donde el contractualista acuerda con Wittig (y Preciado): la construcción artificial e hipotética de un estado de naturaleza, permite explicar, legitimar y validar modos específicos de organización social y política. Es siempre en función de un interés político que se especifica una supuesta naturaleza esencial. Esto es lo que supieron ver Nietzsche, Foucault y Butler. Ahora bien, lo que también une a Rousseau con los pensadores y propuestas que aquí nos ocupan, es la necesidad de pensar la política desde una perspectiva ontológica. El mito del estado natural y el contrato social no es otra cosa que la creación de una metafísica del derecho estatal republicano, ie, una perspectiva que se hace eco de lo que hemos dado en llamar, “la política del ser como interpretación”.

Comencemos por especificar algunas notas del planteo político rousseauniano. Frente a la pregunta por la desigualdad entre los hombres, el segundo discurso dará una respuesta contundente que no ha dejado de significar un hito, y una deuda, para el pensamiento contemporáneo: la desigualdad entre los seres humanos, la injusticia social, no es producto de ninguna desigualdad natural. Tampoco es parte necesaria de un plan providencial superior, sino que es el resultado (no-necesario) de un pacto injusto. El primer contrato social es, a juicio de Rousseau, el que legitima, re-produce y reifica la injusticia social por medio de la distribución inequitativa de las tierras. Rousseau es claro en su discurso sobre el origen de dicha desigualdad, la misma no es ni natural ni necesaria, sino el producto de nuestro decurso histórico. Y lo que es aún peor, la desigualdad “construida”  es convalidada por los hombres día a día:

“Concibo en la especie humana dos clases de desigualdad: una, que llamo natural o física, porque se halla establecida por la naturaleza, y que consiste en la diferencia de edades, de salud, de fuerzas del cuerpo y de las cualidades del espíritu o del alma; otra, que se puede llamar desigualdad moral o política, porque depende de una especie de convención, y que se halla establecida [al menos autorizada] por el consenso de los hombres. Ésta consiste en los diferentes privilegios de que gozan los unos en perjuicio de los otros, como el ser más ricos, más distinguidos, más poderosos, e incluso el hacerse obedecer.” (Rousseau,1984: 55. La cursiva es mía)

La desigualdad política es artificio de los hombres. Desligada de un supuesto origen natural, la injusticia social se presenta como el mal que los seres humanos se han procurado a sí mismos. De modo que la enseñanza de Rousseau apunta dos elementos centrales que articulan el puente que puede conducirnos de Wittig a Preciado. Por un lado, señala el carácter (siempre) artificial del estado de naturaleza. De allí que frente a la ausencia o imposibilidad de dar con un supuesto “origen verdadero” del hombre, sea posible (e incluso requerida en su planteo) la construcción de un hipo-tético estado natural[12] (humano). En definitiva, en Rousseau, la naturaleza (también) ha muerto. En segundo lugar, se destaca la eficacia que posee un (artificial) contrato social injusto al que, sin embargo, estamos todos constreñidos y con el cual, incluso, colaboramos. Y es que el contrato social, como queda especificado en el republicano, tiene el valor de referirse a aquellas convenciones que rigen nuestra existencia individual y comunitaria. El problema así planteado, será el de la superación de una producida desigualdad social en vías de una organización social más justa. Y este problema, podríamos decir, no es tan diferente del que abordarán cada una a su modo Wittig y Preciado:

 “Según Rousseau, [señala Wittig,] el contrato social es la suma de una serie de convenciones fundamentales que ‘aunque nunca han sido enunciadas formalmente, están sin embargo implícitas en el hecho de vivir en sociedad. Lo que es especialmente estimulante para mí de lo que dice Rousseau es la existencia real y presente de un contrato social: sea cual sea su origen, existe aquí y ahora y, como tal, es susceptible de ser comprendido y de que actuemos sobre él. Cada firmante del contrato tiene que reafirmarlo en nuevos términos para que siga existiendo.” (Wittig, 2006a: 64)

Resulta llamativo el hecho de que la única referencia bibliográfica de Wittig sea El Contrato Social. Si bien es cierto que rescata la noción de pacto que allí se desarrolla (aunque no exclusivamente) e incluso reivindica el potencial político-filosófico de dicho concepto; cuando Wittig piensa el contrato social, está pensando en un contrato injusto, ie, en aquel que Rousseau desarrollase en su Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres. Si hay algo que a mi entender queda claro en el planteo de Wittig es que el contrato social que rige nuestra existencia tiene la forma de un pacto injusto heredado en el que se produce una “desigualdad política” (y no natural), “establecida (al menos autorizada) por el consenso de los hombres”, generando “diferentes privilegios”, incluso el de “hacerse obedecer”. En el caso de la escritora, dicha desigualdad no remitirá a la opresión resultado de la apropiación ilegítima de la tierra –como lo hiciera  Rousseau-, sino a la “apropiación [injusta, deberíamos decir rousseaunianamente] del trabajo de las mujeres” (Wittig, 2006b: 26). Así, “la obligación de la reproducción de la especie que se impone a la mujeres es el sistema de explotación sobre el que se funda económicamente la heterosexualidad” (Idem: 26).[13]

Al igual que el contrato social injusto rousseauneano, Wittig presenta el “contrato heterosexual” desde una óptica económico-política. Dicho pacto social (heterosexual e injusto) instituye, una vez más, una diferencia política, artificial, y por tanto, históricamente producida y contingente. Ahora bien, si el pacto injusto es heteronormativo, lo es en la medida en que se basa en la sumisión y la apropiación de las mujeres por parte de los varones. En el marco de este régimen político, la categoría de sexo (femenino y masculino) representa el pilar en el que se sustenta dicho contrato social. Lejos de corresponderse con una supuesta naturaleza, “la ideología de la diferencia sexual opera en nuestra cultura como un cesura [equivalente del “cercamiento” rousseauneano], en la medida en que oculta la oposición que existe en el plano social entre los hombres y las mujeres poniendo a la naturaleza como causa” (Idem: 22).  Nuevamente, la desigualdad entre los hombres (entre varones y mujeres) se presenta como el artificio del decurso histórico, “el producto de la sociedad heterosexual, en la cual los hombres se apropian de la reproducción y la producción de las mujeres [engañándolas para que crean que es suyo, su propiedad], así como de sus personas físicas por medio de un contrato que se llama contrato matrimonial” (Idem: 27). 

Wittig acierta un nuevo embate contra una de las sombras de dios más poderosas: la (naturalizada) categoría de sexo. El ocaso de su naturalidad, la aceptación de su carácter histórico-epocal, se conjuga con la necesidad de re-pensar, tras un mítico pacto injusto, el consenso fáctico y real que le damos en nuestro aquí y ahora a esa inequidad social. Nuevamente, nos enfrentamos con la estrategia de la naturalización al servicio de intereses políticos e históricamente determinados. La heterosexualidad es el nombre que reviste el (nuevo) pacto injusto, en el que la separación o cercamiento del que las mujeres han sido objeto al ser producidas como un “grupo natural”, tiene que ser develada como artificial, ie, como ideológica, económica y políticamente construida. “Lo que es no deviene”, sostenían los sapientes monotonoteístas. De modo que la denuncia del carácter artificial de un su-puesto “grupo natural” no puede más que mostrar el modo en que “la confusión de lo último con lo primero” ha constreñido a los hombres a una des-historización de efectos anestésicos y adormecedores. Es necesario historizar.

Ahora bien, Wittig no sólo recupera la estrategia rousseauneana de denunciar y especificar la existencia de un pacto injusto por la vía de la historización; sino que también reivindica la necesidad y urgencia de re-pensar y re-escribir dicho contrato injusto. Frente a la opción metodológica hipotética de Rousseau (que inventa un mítico estado de naturaleza para legitimar el estado republicano), Wittig renuncia definitivamente al sueño de dar con una fundante naturaleza. Y es que, y en esto parece radicar la lucidez de Wittig, para re-escribir el contrato social, para poder renegociar los términos de organizar la existencia de los cuerpos, es necesario dinamitar el mito de la naturaleza (femenina). Para deshacernos del contrato social heterosexual, es menester desestimar el estado de naturaleza que el mismo ha proyectado como su origen pleno y seguro. Es necesario des-andar, e incluso des-hacer el mito (monótono-teísta) de la naturaleza femenina para crear nuevas condiciones de contratación.

Así, frente al injusto contrato social, debemos renunciar a la naturaleza. Y con ella, al katékhon que ésta le imponía a la proyección u-tópico-política de una sociedad más justa. La propuesta de Wittig toma la vía de la declinación y, si bien reivindica la apuesta rosseauneana de re-evaluar los términos de la contratación (o convivencia) social, la francesa propone el rechazo fugitivo del pacto injusto sin ahondar en la proyección propositiva de un nuevo contrato social justo (1996). Y es aquí donde aparece la reivindicación libertaria de la subjetividad lesbiana en tanto figura de la declinación social. Si la (artificial) naturaleza pautada en el contrato heterosexual constriñe a las mujeres a ser el topos de la re-producción masculina, una mujer que no entabla esa específica relación con los varones, no es (a)propia(da)mente (acorde al contrato de propiedad heterosexual) una mujer. “Lesbiana es el único concepto que está más allá de las categorías de sexo (mujer y hombre), pues el sujeto designado (lesbiana) no es una mujer ni económicamente, ni políticamente, ni ideológicamente.” (Wittig, 2006c: 43). La existencia lesbiana implica la impugnación de las categorías pretendidamente naturales de sexo femenino (y masculino). Señala su artificialidad, y su “falla”, para decirlo con Preciado. Es en sí misma, en su misma manifestación y existencia, la declinación de las categorías básicas de la heterosexualidad.   

La existencia lesbiana es, entonces, no sólo la prueba encarnada de la muerte de la naturaleza. Wittig incluso sostiene que “por su sola existencia una sociedad lesbiana destruye el hecho artificial (social) que constituye a las mujeres como un ‘grupo natural’ (2006c: 31). Ser lesbiana, según las condiciones de contratación socio-hetero-económicas, la convierte en una “declinante” del contrato social. Ubicándose más allá de la categoría básica del contrato hetero-nómico en el que la mujer está “destinada” a la apropiación del varón, las mujeres que se destinan a otras mujeres, son necesariamente “desertoras” de la clase mujer. Niegan el pacto injusto, niegan ser mujeres, y por tanto, continúa Wittig, se ubican más allá del pacto social. Ya no por debajo, sub-puestas a, la hipó-tesis del ser-mujer-heterosexual, sino más allá de las categorías pilares y binarias que cimientan un contrato injusto. “Así, una lesbiana debe ser cualquier otra cosa, una no-mujer, un no-hombre, un producto de la sociedad y no de la ‘naturaleza’,  porque no hay ‘naturaleza’ de la sociedad.” (Idem: 35).

Mujer no se nace, decía Beauvoir. Y lesbiana tampoco, deberíamos decir nosotros. No se nace lesbiana, se llega a serlo. La lesbiana debe ser “un producto de la sociedad y no de la naturaleza” dice Wittig. Y esto es claro. Si el sujeto lesbiana es el sujeto declinante del pacto social, lo es en función del mismo.  El propio pacto injusto marca el territorio femenino y masculino, y crea así las bases (contra)naturales que proyectan el horizonte a-normal, a-social, y anti-natural en el que el sujeto “fallido” lesbiana emerge. A las que declinamos el pacto que nos ata a las funciones oiko-nómicas de la reproducción y cuidado de la especie, a las que preferimos renunciar al “mito de la mujer”, se nos coloca necesariamente en el lugar de la transgresión. La creación de una naturaleza es al unísono la creación de lo contra-natural, esto lo explicó muy bien Foucault al recordarnos que el monstruo es en sí mismo, la violación de las leyes naturales y sociales (2006: 61-62). Es la propia naturaleza (artificial) la que genera sus monstruos. Y este lugar monstruoso de doble declinación, de doble transgresión social-natural, es el espacio literario y libertario de la voz y el cuerpo lesbiano.

Renunciando a la naturaleza-artificial (del sexo), renunciamos al pacto social (heteronormativo). O lo que es más preciso, renunciamos al contrato social cuando renunciamos al mito de la naturaleza del sexo. Esta parece ser la “enseñanza” que Preciado recupera de Wittig a la hora de retomar la lucha contra el “contrato” heteronormativo (injusto). De allí que no podamos más que pensar la propuesta de Beatriz Preciado como un modo de seguir narrando aquella vieja historia de la muerte de dios y sus vástagos. En vistas a radicalizar la doble declinación socio-natural, Preciado no sólo va a anunciar la muerte de la naturaleza, sino que también recuperará el elemento mentado, más no necesariamente explotado, por Wittig: la figura de un nuevo contrato (social-sexual). Si el contrato social tal como lo ha descripto Wittig es heterosexual, en las prácticas y escrituras fugitivas y declinantes se esboza un cuerpo escritural en el que es posible re-pensar, e incluso re-escribir, el pacto hetero-social.

Continuando con la vía declinante de la naturaleza y el pacto heterosexual, Preciado sostendrá que “la contra-sexualidad no es la creación de una nueva naturaleza, sino más bien el fin de la Naturaleza como orden que legitima la sujeción de unos cuerpos a otros” (2002: 18). Y con esto, se da por tierra la posibilidad hipo-tética de re-construir un supuesto estado natural que legitime un nuevo orden de contratación social. Teniendo en cuenta esto, quisiera pensar aquí por qué el modo en que la española encuentra para declinar la naturaleza recupera, sin embargo, la figura del contrato (rousseauniano). Debemos inquirir por el significado de un “manifiesto contrasexual” que se expresa, entre otros modos, a la manera de una serie de “contratos contra-sexuales” que intentan dinamitar la pretendidamente natural diferencia sexual en el que se basa la opresión heteronormativa. Detengámonos, entonces, en este pasaje de un contrato social injusto a la invención de una pluralidad infinita de contratos manifestantes y contrasexuales.

Preciado tras-toca el sueño del pacto justo rosseauaniano para re-inventar el sueño de wittig, ie, la anulación de la categoría naturalizada de sexo. Si el sexo es la categoría fundante del régimen político heterosexual, develar el carácter “técnicamente construido” de los géneros y “el sexo” equivale a hacer temblar las bases en la que se ha construido la desigualdad entre los hombres, y más específicamente, entre las mujeres y los varones. Pero la propuesta de Preciado no es ya la de renunciar a la categoría de sexo, como lo propulsase Wittig, sino que “con la voluntad de des-naturalizar y des-mitificar la nociones tradicionales de sexo y de género, la contra-sexualidad tiene como prioritario el estudio de los instrumentos y aparatos sexuales y, por lo tanto, las relaciones de sexo y de género que se establecen entre el cuerpo y la máquina (2002: 21)”, recurriendo, por ejemplo, a la tecnología del dildo.

Entre el cuerpo y el dildo, entre el dildo y el suplemento, la máquina de escritura se pone al servicio de un análisis de las tecnologías de producción de subjetividades. La doble declinación no se ejecuta vía la renuncia-negación de una categoría, sino por su implosión. Para superar la categoría de sexo es necesario hacerla estallar. Y qué mejor modo de lograrlo que mostrando la ineficacia de su binarismo (varón-mujer, naturaleza-cultura, natural-artificial, cuerpo-máquina, vivo-muerte, y demás pares de una lógica dual que Nietzsche remontase a aquel gran error platónico). Ya no mera declinación, sino desplazamiento, corrimiento, “queerización” de los conceptos y elementos del sistema sexo-género. Para reescribir el contrato social heteronormativo, hay que hacer temblar a sus significantes amos: sexo, género, naturaleza, cultura, consenso, sujeción.

De allí que no quepa extrañarnos el hecho de que Preciado recurra a la queerización de los géneros literarios: el “manifiesto contra-sexual” se viste aquí de “contrato contra-sexual”, la “ficción autopolítica” pretende ser la huella de una “experiencia política” en la que, dice Preciado: “No me interesa lo que de individual hay en ellos. Sino cómo son atravesados por lo que no es mío.” (2008: 15). Preciado sub-vierte la estrategia de la sinécdoque y reescribe el todo en el espacio minúsculo de la parte, de una experiencia política que ocurre en el testimonio de un cuerpo mutante. Si el contrato social heteronómico opera por reducción, “tomando la parte por el todo, una parte (el color, el sexo) por la cual tiene que pasar todo un grupo humano como a través de un filtro” (Wittig, 2006b: 28)” como si fuera todo; Preciado reescribe en el lugar del cuerpo (escritural-artificial,  “puramente construido y al mismo tiempo enteramente orgánico”), el contrato social (sexual). Frente al contrato injusto (wittig-rousseauneano), los contratos contra-sexuales reinventan el sueño (diseminado) de un(os) pacto(s) justo(s).

Ahora bien, en qué medida la recuperación de la figura del contrato tiene sentido en el marco de una propuesta que hace suya no sólo la muerte de dios y la naturaleza, sino también la del sujeto (moderno). A la base del contrato social de Rousseau, está el individuo que es libre por naturaleza, y que por ello puede alienarse y devenir voluntad universal. Pero para un pensamiento que sostiene que el sujeto es producido por diferentes tecnologías positivas de poder (sexuales, de género, fármaco-pornográfica, etc), la reaparición del contrato no puede más que despertar curiosidad. No estamos aquí frente a individuos libres que puedan pactar entre sí partiendo de una igualdad ontológica básica. Aquí el “sujeto está sujetado”. Y la respuesta parece estar, nuevamente, en Foucault y en la posibilidad de pensar la resistencia. Según Gros, en los últimos textos foucaulteanos la pregunta por el “¿Quiénes somos?” es una pregunta crítica sumamente potente. En la medida en que se dirige hacia atrás, abre la serie historiográfica de las genealogías de nuestra identidades, y proyectada al futuro, mira a “una transformación ética de nosotros mismos, a la invención política de nuevas subjetividades” (2007: 127).

El manifiesto contra-sexual recurre, entre otras cosas, a la figura del pacto, no para recuperar el sueño moderno de la libertad individual, sino justamente para realizar un ejercicio de des-naturalización del sexo. El carácter contractual subraya su carácter artificial, a la vez que intenta abrir el espacio de construcción y de-construcción del sujeto. No es un detalle menor el hecho de que los contratos contra-sexuales sean “temporales” y finitos, y que requieran del consenso de los sujetos-parlantes-firmantes. Es posible, en ese sentido, declinar de la naturaleza y “re-apropiarse” del sexo como terreno inventivo de nuevas subjetividades. Podríamos decir, como se ha afirmado respecto del último Foucault, que lo que observamos aquí es una vuelta al sujeto como foco de resistencia ético-política. Y ese aspecto de reinvención y recreación de la sexualidad y sus prácticas, se erige como espacio experimental del posicionamiento subjetivo.

 La re-escritura posible del contrato social se juega, o irrumpe, en ese lugar donde el sujeto emerge y toma para sí la palabra. Renegociar, muchas veces, es asumirse o inventarse como sujeto de enunciación y generar una identidad histórica, política y estratégica. Teoría militante o militancia escritural, podríamos decir: esto es lo que, a mi juicio, acomuna a Wittig con Butler, Foucault y Preciado[14]. Para renegociar el injusto contrario hetero-sexual-social, es preciso liberar las voces de la historia que han sido artificialmente oprimidas. Y aquellas identidades que han sido marginadas, abyectas, o  estigmatizadas como contra-naturales se revelan como un potencia contra-contractual explosiva. En este horizonte es donde se debe comprender la reivindicación de Wittig del sujeto lesbiana, o la interpelación de Preciado a los cuerpos-máquinas: estas subjetividades son en sí los des-hechos contractuales que liberan nuestros cuerpos del yugo de la naturaleza y abren el horizonte de re-inscripción social.

A modo de conclusión. El sueño de la naturaleza produce monstruos.

“Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos.
La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes.
La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda..., eso es todo.”

Lewis Carrol, Humpty Dumpty

“Temo que no vayamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática” (1997b: 49), sostenía Nietzsche mientras demolía ídolos a golpes de martillo. Por su parte, y en la estela nietzscheana, Wittig no deja de identificar el “gran contrato social” con el lenguaje, y no sólo con el matrimonio. De allí que si el lenguaje-contrato pacta que “mujer” es ser esclava del varón, una opción de resistencia sea justamente declinar el contrato-término “mujer”.  Mejor es ser fugitiva, sostenía la francesa. Ahora bien, cuando el amo dice: “¿Vas con mujeres? ¡No olvides el látigo!” (1997a: 107), pues en ellas hay “[,,,] algo rebelde a todo aleccionamiento, una roca granítica de fatum [hado] espiritual, de decisión y respuesta predeterminadas a preguntas predeterminadas y elegidas. En todo problema radical [prosigue Nietzsche] habla un inmodificable ‘esto soy yo’ acerca del varón y de la mujer […]” (1997c: 181. KSA 5: 170), cuando el “gran pacto social” exige un fondo sustancial permanente, ese “eterno femenino” que ocupa el lugar del estado de naturaleza subyacente, la declinación no es necesariamente la única vía de subversión. Si el lenguaje es ese pacto (no) original que nos antecede, si en el está contenido el pacto injusto de los géneros y los sexos duales, si en él se encuentran las categorías y conceptos que oprimen nuestra existencia, la punta de lanza puede ser la re-invención o re-creación escritural. Preciado subvierte la apuesta de Wittig. Si ésta renuncia a ser mujer, para renunciar a la categoría de sexo; Preciado se re-apropia de dicha categoría para des-naturalizarla y en ese mismo gesto, implosionarla desde un horizonte pros-tético y productivo de plurales. Así, ya no hay simplemente varones y mujeres, homosexuales y heterosexuales. En todo caso, “bio-mujeres”, “bio-varones”, “trans”, cuerpos diversos y técnicamente producidos.

El vínculo que he intentado pensar a lo largo de este escrito partiendo de Nietzsche y llegando a Preciado, es el que se establece entre dos conceptos centrales de nuestro heteronormativo pacto social: el de mujer y lesbiana. Wittig ha mostrado el modo en que estos dos conceptos se tensan en una historia de opresión en la que la mujer se ha pensado siempre bajo el yugo heterosexual, y por tanto, como naturalmente destinada a servir a los varones. Así las cosas, una mujer que se atreva a desoír el oiko-nómico mandato de ser madre y esposa de un varón, se ubica más allá de la categoría de sexo (mujer). La apuesta, reiteremos, es la de la declinación de la palabra-contrato “mujer”. Desestimando uno de los pares opositivos, se intenta dar por tierra con la lógica dual que está a su base. Esto mismo intenta Nietzsche cuando sostiene que una vez caído “el mundo verdadero” también cae con él “el mundo aparente”.

Pero esta no es la única estrategia posible, y tampoco es necesariamente la más deseable. Y es que no siempre urge desembarazarse de las categorías y conceptos más venerables, pues como lo sostuviera Nietzsche a propósito de la “hipótesis alma”, siempre “está abierto el camino que lleva a nuevas formulaciones y refinamientos de la hipótesis” (Idem: 34). Esto es la opción que acoge Preciado al implosionar la categoría de sexo-artificial. El problema radica, en este sentido, en determinar qué términos-categorías han de ser reformulados, reinventados, y cuáles desestimados. Esa parece ser una de las estrategias que acomunan a los autores aquí tratados. Más allá de las opciones que cada uno de ellos haya abrazado, lo que sí queda claro es que a la hora de renegociar el pacto social es preciso evaluar qué términos conceptuales son desestimables y cuáles deben ser re-apropiados y re-inventados. Así, Wittig declina la categoría de sexo y re-inventa la de lesbiana, y Preciado da por tierra a la naturaleza para re-escribir la naturaleza-producida de los cuerpos sexuados.

La pregunta es, entonces, aquella que interroga por las categorías y conceptos que nos parecen, en esta lucha ante la inequidad social, fértiles para re-escribir el contrato social heteronormativo. Como he intentado explicitar en este texto, el sueño de la naturaleza produce monstruos (anomalías trasgresoras que no dan en la “talla” natural). Y es por eso que es un significante al que estoy dispuesta a renunciar una y otra vez. En esto parecen estar de acuerdo Butler, Wittig, Foucault y Preciado. El punto en disputa parece girar en torno a las categorías de “mujer” y “lesbiana”. ¿Es posible reformularlas de tal modo que pueden subvertir el injusto contrato social? O ¿es mejor desestimarlas? ¿De cuáles categorías estamos dispuestos a desembarazarnos y cuales estimamos deseable reivindicar, reconceptualizar e incluso robar?

Wittig renuncia a la categoría de sexo, dejando que el cuerpo lesbiano tome la palabra. Butler y Preciado, por su parte, proponen la diseminación de la oposición varón –mujer, para dar lugar a la pluralidad de géneros e identidades sexuales en una senda que conduce, necesariamente, “el crepúsculo de la heterosexualidad como naturaleza” (2008: 95). Luego de nuestro recorrido, el interrogante ineludible parece ser aquel que interroga por la utilidad (entendida ésta en el sentido nietzscheano del término) de categoría tales como “lesbiana” y “mujer” a la hora de re-escribir las condiciones de contratación social. ¿Declinarlas o reinventarlas? ¿Negarlas o afirmarlas? ¿Unirlas o separarlas?

Comencé este texto con una breve reflexión sobre lo ocurrido en mi país el pasado 15 de julio cuando se aprobó la  modificación de la ley de matrimonio civil. El punto radicaba, precisamente, en pensar la eficacia que la idea de naturaleza posee a la hora de re-negociar el contrato social heteronormativo. Recordemos el panfleto naranja y su invocación a la naturaleza como katekhon (eterno) de las leyes de nuestro derecho positivo. Frente a ello, mi posición es clara. Considero que la idea de una naturaleza femenina (o masculina) implica la reificación y sustancialización de una idea de “mujer” que sólo nos impone la ley oikonómica del retorno al hogar. Wittigeanamente, renuncio a dicho concepto.

 En contraposición, reinvindico la potencia inventiva de las categorías de “mujer(es)” y “lesbiana(s)” –en la modalidad del plural-. La disputa en torno a lo que se dio en llamar “el matrimonio igualitario” proporciona una clave a este respecto. Dado que la identidad homosexual en general, y lésbica en particular, se presentan como las subjetividades históricamente presentes en la lucha social, es posible y, a mi juicio, imperativo, reivindicar dichas subjetividades a la hora de pensar los modos bio-políticos de organizar nuestra existencia comunitaria e individual.[15] Las categorías de “mujer(es)” y “lesbiana(s)” (nótese el plural en sustitución del singular) se presentancomo campos abiertos, no sustancializables ni reificables, de re-pactación social. Esto es lo que a mi juicio quedó claro en el debate de la cámara alta y baja a propósito de la modificación de la ley de matrimonio. 

Paco Vidarte afirma que “la fundación o proclamación de una ética siempre es una operación de poder, de opresión, de control social. Salvo quizás en el caso de una ética de emancipación, una ética revolucionaria, una ética libertaria, una ética de lucha contra una situación de marginación y de privilegios ajenos” (2007: 25). El sistema sexo-género es, como estimo ha quedado explicitado, un pacto social impuesto e injusto. El modo en que el mismo estructura nuestra existencia produce en todos aquellos que no se ajustan a la heteronormatividad (legitimada como natural e imperativa), a “una situación de marginación y de privilegios ajenos”. Y esta es, precisamente, la situación en la que se encuentran las mujeres y también las lesbianas, así como todxs aquellxs cuyas existencias hacen por sí mismas tambalear el edificio de la metafísica binaria occidental. En este sentido, considero más que viable la vía de reapropiación por parte de todas aquellas subjetividades (monstruosas) que genera el pacto social. Reivindicar la voz de estas posiciones de enunciación implica abogar por una ética de lucha y libertaria. Esto es a mi juicio, lo que acomuna las distintas voces que arman la polifonía de este texto. Una ética libertaria es, en este sentido, una ética anómala, monstruosa, que pretende subvertir situaciones artificiales de desigualdad e inequidad social reivindicando la potencia política de las contra-naturalezas como sujetos ético-políticos de enunciación.   

“Algo que ha cuajado ya irremisiblemente es que no hay más identidad que la identidad política, que la identidad estratégica, y que ya nadie anda buscando esencias homosexuales en la medicina, la embriología, la genética, la biología, la paleontología, la etología, la psicología ni hostias.”, continúa Vidarte. Para reivindicar nuestras voces en ese abierto y fluctuante contrato social, es preciso re-construir una identidad estratégico-política que se aleje de toda visión naturalizada y estable de la subjetividad. Afirmar la necesidad de re-inscribir y re-inventar las categorías de “mujer” y “lesbiana” en el marco de la re-escritura del pacto social supone, en ese sentido, la reivindicación de una identidad política estratégica, contra-natural, y temporalmente variable. De este modo, reinscribir la figura de la lesbiana como mujer supone desnaturalizar el régimen prescriptivo del sexo-género, reformulando dichas categorías. Sólo en estas coordenadas, y lejos de afirmar una ontología dual y jerarquizante, estimo que es posible y deseable reivindicar mi identidad lésbico-feminista[16] en la re-escritura inacabada de un heredado contrato social.

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Nota biográfica

Cano, Virginia Mabel (UBA-CONICET)Doctora en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, y becaria postdoctoral del CONICET (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas). Auxiliar docente de las cátedras de “Ética”, “Metafísica” y “Antropología Filosófica” de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.  Su línea de investigación gira en torno a las relaciones entre ética y metafísica en el pensamiento nietzscheano y post-nietzscheano.

Dirección electrónica: virginiamcano@hotmail.com

 

 


 

Notas

[1] El presente artículo ha sido producido en el marco de mi proyecto postdoctoral financiado con una beca del CONICET (2010-2012).

[2] En este texto no pretendo discutir explícita o eminentemente el contrato de matrimonio y la modificación que la ley ha implicado para dicha institución en particular. Lo que me propongo, simplemente, es pensar, en este y otros casos, el problema de los contratos sociales –y de la posibilidad de modificarlos, pervertirlos, reescribirlos, diseminarlos, enriquecerlos y también desestimarlos. Tampoco es el objetivo de mi texto desarrollar de manera extensa por qué estoy a favor de la aprobación de la modificación de la ley de matrimonio civil transcurrida en mi país por medio de un análisis minucioso de los argumentos que se han esgrimido en torno a lo “deseable” o no, favorable o no, “subversivo” o no, de dicho  modificación a nivel del derecho positivo. Parto aquí de la convicción de que esta modificación legal que proporciona a las personas equidad (más no igualdad) jurídica es deseable, deseada, y, para muchos de nosotrxs, la oportunidad de re-contratar no sólo las legislaciones que rigen el ámbito del derecho positivo, sino también de proyectar en el orden social, cultural y simbólico nuevos pactos que aspiren, en el sentido derrideano del término, a modos de existencia y visiones de mundos más hospitalarias (Derrida, 2000). El 15 de julio de 2010, según lo veo yo, el derecho se inspiró en la justicia. Ahora queda esperar que en esa encarnación siempre in-justa se hayan sembrado algunas nuevas cartas en el juego social.

[3] Estimo que lo sostenido en el panfleto era “honesto”. Efectivamente, lo que se defendía en esta y otras campañas era “La familia”, y deberíamos escribirlo en singular y con mayúsculas dado que remite a una especie de modelo arquetípico de la familia. O deberíamos decir, un modelo (platónico) de lo que las uniones familiares y matrimoniales, debe-ser. Identificando, otra vez en la historia, el plano del ser- con el del deber-ser (aquella vieja falacia naturalista).

[4] Sigo aquí a Cragnolini: 1998.

[5] No habría que olvidar aquí que Nietzsche es un filósofo que considera que “una vez caído el mundo verdadero, hemos eliminado también el mundo aparente”. En este sentido, los distintos modos discursivos y conceptuales a partir de los cuales organizamos nuestra existencia son “ficciones útiles” o “inútiles”, en sí mismas ni falsas ni verdaderas (entendiendo estas categorías de modo rígido o “correspondentista”), sino, en todo caso, favorecedoras de la vida o obstaculizadoras de la misma.

[6] Scavino recuerda el sentido del verbo hupó-keimai que “no significaba solo poner por debajo sino también admitir como fundamento o principio […]. Por eso la existencia del hupo-keímenon no puede ser demostrada: se trata, como él explica, de una petición de principio.” (2009: 176)

[7] Cabe aclarar que fue Simone De Beauvoir quien encabezó la lucha por liberarnos de “un destino biológico” al establecer su famosa distinción entre sexo y género, natural y cultural, crudo y cocido. Dicha distinción ha sido objeto de muchas formulaciones y críticas. No es el objetivo de este trabajo reponer ni evaluar las mismas. Remitimos simplemente al texto de J. Butler para repasar algunos de los problemas que dicha (cartesiana) distinción trae la hora de pensar la subversión y re-creación de los géneros: 1986: 35-49.

[8] Aquí aludimos, nuevamente, al clásico parágrafo 125 de La ciencia Jovial en el que el hombre frenético anuncia la muerte de dios. Dicho acontecimiento es equiparado a “desencadenar a la tierra de su sol”. Cf, KSA 3: 480-482.

[9] La noción nietzscheana de genealogía no supone la idea de un gran relato que da con un origen pleno (Ursprung), sino que busca mostrar el carácter construido, contingente e incluso azaroso que poseen los valores en los cuales cimentamos nuestra existencia. A este respecto, vale recordar la Genealogía de la moral de la que el texto de Butler no puede más que considerarse deudor (Butler, 2006: 32). Allí, Nietzsche busca los orígenes contingentes del bien y del mal, de estos dos grandes valores del monotonoteimo, que se han sustancializado y eternizado. Allí, detrás del binarismo moral, Nietzsche “descubre” intereses, luchas, y contingencias. Como dijera Foucault a propósito de la genealogía nietzscheana, “[…] la historia aprende también a reírse de las solemnidades del origen [Ursprung]. El alto origen es la ‘sobrepuja metafísica’ que retorna en la concepción según la cual al comienzo de todas las cosas se encuentra aquello que es lo más precioso y esencial.” (Foucault, 1992: 10). El origen, por el contrario, nos advierte Nietzsche, es simplemente “humano, demasiado humano”, muchas veces incluso irrisorio, y en la mayoría de las ocasiones, interesado.

[10] Butler explica el “orden compulsivo de sexo-género-deseo” que establece en su “metafísica de las sustancias de de género” una relación de causalidad y expresión.

[11] Cabe destacar que esta interpretación de lo ocurrido el pasado 15 de julio no sigue las consideraciones que los autores trabajados han desarrollado a propósito de la inclusión de parejas del mismo sexo-género en la ley de matrimonio. De hecho, incluso discrepa directamente con lo sostenido por ellos. Ver: Butler, et al: 2003. Preciado: 2002 .

[12] Es como si Rousseau plantease un “condicional” estado de naturaleza, que en tanto condicional está supeditado al diseño de un específico contrato social, que será la “consecuencia” no directa, pero consecuencia al fin, de dicho estado natural. La hipóstasis de un estado naturala, como ya nos lo enseñase nuestro panfleto naranja, está técnicamente diseñada, en la medida en que es parte central de la estrategia para legitimar (y deslegitimar) modos de organización específicos de la existencia individual y comunitaria.

[13] Wittig incorpora la perspectiva sexo-genérica al problema del contrato social. En este sentido, y tal como lo señala Pateman (1988: 5), Wittig incorpora “esa dimensión reprimida” del contrato en la teoría política.

[14] Cabe destacar que lo que ha motivado este escrito es la voluntad de trazar una genealogía que vaya de Nietzsche a Preciado, pasando por Rousseau. En este sentido, hemos destacado ciertas líneas de continuidad, sin acentuar los muchos e importantes puntos de disidencia que separan a un autor de otro. Por ejemplo, no hemos destacado las críticas que Butler le realizase a Wittig (2006: 26-27) y a Foucault (1997: 83-105) o las que Preciado efectuase respecto de Butler (2002: 25).

[15] En este punto no deseo desestimar las particularidades y diferencias que se dan al interior de la comunidad LGTBQ. Lo que sí pretendo es señalar los puntos de convergencia de su lucha.

[16] Dado que el objetivo de este texto ha sido pensar la vinculación de las categorías de “mujer” y “lesbiana” desde la óptica del contrato social, me he limitado a defender el valor político y estratégico que la reivindicación inventiva de dichos términos posee en la posibilidad de re-escribir dicho pacto injusto. No me he extendido entonces, si bien estimo que se encuentra contenido conceptualmente en este escrito, sobre la deseabilidad y urgencia de extender dicha identidad comunitaria, política y estratégica al resto del colectivo LGTBQ  y demás “contranaturalezas” que genera el sueño (opresivo) del dimorfismo sexual y heteronormativo. 

 

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janvier /juin 2011 -jameiro /junho 2011