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janvier /juin 2011 -jameiro /junho 2011

Feminismo popular y feminismo indígena.

Abriendo brechas desde la subalternidad

Gisela Espinosa Damián

Resumen:

A partir de una breve historia del feminismo popular y el feminismo indígena,  aquí se reflexiona sobre el arduo y complejo camino que van abriendo las mujeres de clases subalternas para deconstruir las desigualdades de género. Las tensiones con sus organizaciones mixtas y con las organizaciones feministas atraviesan su experiencia y constituyen parte de lo obstáculos, pero, reconociendo que hay punto de coincidencia que desbordan los espacios en que actúa cada vertiente, se sugiere reflexionar sobre una política de alianzas y solidaridad entre las feministas.

Palabras clave: feminismos, clase social, etnia, proyecto político.

 

Introducción

Al comenzar los años ochenta, a una década de que surgieran los primeros grupos que dieron vida al feminismo histórico o neofeminismo mexicano,[1] emergieron un conjunto de procesos protagonizados por mujeres de clases subalternas, insertos en los movimientos populares[2] que con tanto vigor se desarrollaron luego del 68 mexicano.

Los llamados movimientos de mujeres no surgieron  en el seno del movimiento feminista ni enarbolaban las demandas centrales de este movimiento –despenalización del aborto, no a la violencia contra las mujeres, libertad sexual–, sino que eran parte de organizaciones “de clase”, sindicales, campesinas y urbano populares, donde compartían proyectos de cambio social que no sólo visualizaban problemas y propuestas emancipadoras para las mujeres sino para las clases trabajadoras y explotadas.

De los años ochenta para acá, los movimientos de mujeres han mantenido su presencia en el escenario político nacional. A lo largo de tres décadas algunas de sus articulaciones iniciales desaparecieron pero surgen otras y otras; las coyunturas políticas y contextos socioculturales y económicos, los interlocutores y adversarios, las y los aliados se van modificando y obligan a que estos movimientos construyan y reconstruyan sus discursos y estrategias de lucha. Pero esta dinámica no puede ubnubilar el hecho de que algunos de sus rasgos iniciales siguen vigentes, entre ellos, el que los movimientos de mujeres conjugan la lucha de género con la lucha por reivindicaciones socioeconómicas y culturales, y que pese a los conflictos que su visión de género causa al interior de sus movimientos mixtos, en su mayoría ellas siguen perteneciendo a éstos.

En las tres décadas de vida de los movimientos de mujeres también ha habido otra constante: su relación con el feminismo. Tensa y conflictiva pero a la vez fructífera. Durante todo este periodo, la separación entre el movimiento feminista y los movimientos de mujeres se mantuvo con rigidez, tanto en la academia como en el espacio político del movimiento, donde no sólo se marcan diferencias sino jerarquías. En la historiografía del feminismo mexicano los movimientos de mujeres han sido calificados como no feministas, o descritos por las analistas como conglomerados de mujeres movidas sólo por necesidades de subsistencia.[3]

La representación que el feminismo tiene sobre los movimientos de mujeres y la de éstos sobre aquel, han marcado la relación entre ambos. De algún modo y durante mucho tiempo, las feministas se atribuyeron el parto de los movimientos de mujeres –negándoles el estatus de sujetas sociales y borrando de un plumazo el papel de la izquierda social en la construcción del discurso emancipador de las mujeres de sectores populares–, pero simultáneamente rechazaron al “producto”, justamente porque las infantas terribles de los movimientos de mujeres no asumieron sin más ni más el discurso y la agenda del feminismo, sino que al ir tomando conciencia de su desigualdad de género empezaron a construir sus propias agendas, a resignificar conceptos feministas o a crear sus propios conceptos en cada espacio político y territorial.

Esta actitud rejega de los movimientos de mujeres condujo al feminismo académico y político a colocarlas en un estadío inferior, el de la lucha por demandas prácticas de las mujeres; mientras las feministas se concibieron en la lucha por los intereses estratégicos de género,[4] sin percibir las dimensión cultural y política de las luchas socioeconómicas y sin preguntarse quién está autorizada para definir los intereses estratégicos de todas. Tal interpretación evidencia la dificultad para comprender o aceptar la naturaleza de los procesos populares, pero que también se ha nutrido con dosis de etnocentrismo.

Por su parte, los movimientos de mujeres –en ese tenso diálogo con la izquierda, los feminismos y con otros actores sociales– no sólo estaban creando un discurso diferente sino que se han resistido a llamarse feministas –cada vez con menos beligerancia–, en parte porque al interior de sus organizaciones mixtas ser feminista es una especie de delito: “nos acusan de feministas” y de divisionistas –dicen–, y en efecto esas palabras descalifican su voz y sus visiones críticas; también hay prejuicios que abonan a ello, como creer que el feminismo lucha contra los hombres, por el aborto (sin diferenciar aborto, de despenalización del aborto) y por el libertinaje sexual; los roces y desencuentros concretos entre feministas y movimientos de mujeres dificultan el reconocerse como parte de lo mismo; pero quizá lo que más pesa es que las integrantes de los movimientos de mujeres se mantienen mayoritariemte en organizaciones sociales y políticas mixtas donde las reivindicaciones de género se abren paso a contrapelo en proyectos de cambio que incluyen otras dimensiones de la desigualdad y otros actores, mientras el movimiento feminista –constituido sólo por mujeres– construye su agenda sin necesidad de pelear en esta arena.

Ciertamente, desde los años ochenta hasta hoy, siempre ha habido quienes –en uno y otro movimiento– tienden puentes y encuentran puntos de unión, y quienes, reconociendo su especificidad, asumen su feminismo dentro de los movimientos de mujeres. En treinta años las cosas van cambiando: en 1987 por ejemplo, en el marco del IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe realizado en México, el choque entre el feminismo histórico y las mil 500 mujeres de sectores populares que asistieron a él, acabó en la realización virtual de dos encuentros; en 2010, el Encuentro Nacional Feminista realizado en la ciudad de Zacatecas, que tuvo como ejes los derechos sexuales y reproductivos, la despenalización del aborto y el derecho a una vida libre de violencia y a una libre preferencia sexual –es decir, ejes del feminismo histórico expresados en palabras de hoy– convocó a un numeroso grupo de mujeres indígenas que asumieron estos ejes ubicándolos en sus contextos y planteando sus propias reivindicaciones étnicas y de clase, lo cual no se tradujo en conflicto, división ni guetto, sino en una apertura a la diferencia y una disposición a reconocer puntos de convergencia inimaginables dos décadas atrás. Pero esto que ocurre en los grandes eventos no impide que en muchos otros espacios, la relación entre unos y otros movimientos siga marcada por las tensiones.

En este artículo considero que si bien hay diferencias asociadas al contexto en que surge cada movimiento, así como a los imaginarios sociales, las alianzas y las estrategias políticas de cada uno, también hay coincidencias profundas que permiten afirmar que los movimientos de mujeres son feministas, no por compartir una agenda única sino porque, al igual que el autoasumido movimiento feminista, se propone deconstruir relaciones de poder que someten lo femenino y que colocan a las mujeres en un lugar subordinado, discriminado, oprimido y sojuzgado; y porque tienen la intención explícita de reconstruir estas relaciones desde una perspectiva más libre e igualitaria para las mujeres. Quizá los puntos irreductibles de la diferencia no se hallen en las agendas o las prioridades de las agendas de género, aunque esto aparezca en primer plano, sino en las estrategias más amplias de cambio y en las políticas de alianzas (véase a Mouffe, 1993).

Reconocer lo común no tiene como finalidad borrar las diferencias ni construir un feminismo uniforme o una sola estrategia política, sino propiciar la reflexión para potenciar relaciones de solidaridad y alianzas que fortalezcan la emancipación de las mujeres. Esta pretensión implica reconocer al “Otro”, en este caso, a los movimientos de mujeres, pues ellos representan la alteridad y subalternidad, no sólo frente a una sociedad sexista, clasista y racista, sino frente al movimiento feminista. Reconocer a este “Otro” implica deconstruir las relaciones de poder dentro del feminismo para que, en la perspectiva de una democracia radical, en lugar de castigar la diferencia se reconozca la diversidad bajo criterios de igualdad.

Entre los movimientos de mujeres, privilegio el análisis de dos vertientes surgidas en las clases subalternas: el feminismo popular y el feminismo indígena, por considerar que siendo los excluidos es importante mostrar el carácter feminista de sus procesos y afirmar su discurso en el marco de un feminismo diverso. Reconocer su especificidad no impide destacar que la construcción de los feminismos popular e indígena se dan también en un diálogo con la izquierda y con otras vertientes del feminismo, lo cual obliga a dar cuenta de estas relaciones.

Movimientos de mujeres, izquierda y feminismo

Al comenzar la década de los ochenta, el feminismo histórico surgido en la década anterior entre mujeres urbanas universitarias, vivía un momento de reflujo y dispersión. Las formas de organización y acción del feminismo mostraban sus límites, y los llamados "grupos de autoconciencia"[5] no sólo se estancaron, sino que sus diferencias internas fracturaron los frentes políticos construidos para luchar por la despenalización del aborto y la maternidad voluntaria, desalentando las acciones unitarias.

La dificultad para crecer y coordinarse era sólo uno de los saldos de una década de lucha. Al comenzar los años ochenta, resultados menos tangibles pero no menos importantes estaban emergiendo en otros espacios, pues si en los setenta las agrupaciones feministas lograron convocar a reducidos núcleos de una clase media ilustrada, al comenzar los ochenta serían mujeres trabajadoras, campesinas y de barrios urbanos pobres, quienes darían un nuevo aire y otras perspectivas a la movilización feminista.

El surgimiento de lo que más adelante sería llamado feminismo popular estuvo marcado por la agudización de la crisis e incluso por políticas sociales que dieron cobertura a ciertas demandas (los programas de subsidio al consumo final y los de combate a la pobreza crearon espacios de negociación entre diversos núcleos femeninos y el Estado); pero los emergentes grupos de mujeres, en lucha por reivindicaciones sociales y de género, difícilmente habrían rebasado una relación clientelar y corporativa con el Estado si el feminismo y la izquierda no hubieran incidido en su proceso. Algunos temas centrales del feminismo histórico lograron trascender a los sectores populares. Cierto que allí llegó un discurso fragmentado, pero la base social del feminismo popular no se desarrolló espontáneamente ni por la promoción directa del feminismo histórico, sino entre núcleos de mujeres que tenían cierto tipo de organización y que articularon sus críticas y aspiraciones de género a otros discursos libertarios.

El Primer Encuentro Nacional de Mujeres, realizado en la Ciudad de México en noviembre de 1980, fue clave para desatar procesos de reflexión, organización y acciones masivas femeninas en los sectores populares. El quid no sólo radicó en el carácter masivo y el entusiasmo que despertó la reunión, sino sobre todo en la calidad de las asistentes.[6] Sindicalistas y activistas de colonias pobres y agrupaciones campesinas, que a su vez formaban parte de organizaciones mixtas y de los frentes de masas, populares, sectoriales, regionales o nacionales; armazón social independiente del aparato corporativo oficial e influenciada claramente por la nueva y creativa izquierda que surge luego del 68 mexicano.[7]

A partir del Primer Encuentro y en un proceso que fue cobrando cada vez mayor fuerza y amplitud, se hicieron más de veinte reuniones de sindicalistas, colonas y campesinas que muy pronto se adentraron en la reflexión crítica de sus problemas de género y que fueron diseñando propuestas de cambio y formas organizativas para coordinar sus acciones.[8] Los espacios de esta reflexión no sólo fueron grandes encuentros, sino múltiples procesos desarrollados en microespacios, protagonizados por la “comisión”, el “comité”, el “grupo”, la “regional” de mujeres de la unión vecinal, de la comunidad campesina o del sindicato.

Las promotoras de las primeras reuniones y discusiones sobre "la problemática de la mujer" que involucraron a colonas, campesinas o trabajadoras, eran militantes de izquierda insertas en movimientos sociales. Así por ejemplo, el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) y el Partido Comunista Mexicano (PCM) tenían “cuadros” formados en el feminismo histórico  de los años setenta; en cambio, el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP), la Organización de Izquierda Revolucionaria "línea de masas" (OIR-LM) y Punto Crítico, contaban con pocas feministas, pero ya en los años ochenta muchas de sus militantes cuestionaban la política de sus organizaciones hacia las mujeres. En la OIR-LM por ejemplo, apenas en 1982 se constituyó la primera célula de mujeres que rápidamente empezó a cuestionar las formas en que se trabajaba con colonas y esposas de obreros; en el MRP -con gran influencia en la Unión de Vecinos de la Colonia Guerrero- se habían generado conflictos por la orientación feminista desarrollada con mujeres de esta Unión.

El malestar e inquietud de las militantes del movimiento social no pudo articularse a la lucha feminista que venía de los años setenta pues aún cuando entre 1981 y 1985 se realizaron cinco encuentros feministas y se crearon nuevas instancias (la Coordinadora de Grupos Autónomos Feministas,1982 y la Red Nacional de Mujeres, 1983), grupos y redes se mostraron incapaces de reorganizarse y vincularse efectivamente con otros movimientos (Lamas, 1992: 556). Varias feministas se engancharon paulatinamente a los procesos populares, pero el grueso el feminismo histórico se conservó orgánica y políticamente separado de los emergentes movimientos de mujeres de sectores populares.

En la primera mitad de los ochenta, sólo CIDHAL[9] –asociación civil feminista– se volcó a los sectores populares y se vinculó a las militantes de izquierda que intentaban politizar la problemática de las mujeres. En el auge organizativo de las mujeres de sectores populares, se constituyeron varios organismos no gubernamentales (ONG)[10] que, a la par que se vinculaban a los procesos emergentes iban creando su propio discurso feminista. Su posición crítica ante las inequidades de género, sus metodologías de trabajo y su propia identidad como una vertiente más del movimiento feminista se fue construyendo al tiempo en que se internaban en los procesos populares.[11]

Muchas integrantes de estos grupos dejaron sus agrupaciones políticas para poder trabajar más flexible y abiertamente con el emergente movimiento de mujeres. Justamente en la primera mitad de los ochenta, ex-militantes de diversas agrupaciones políticas (PRT, OIR-LM, MRP, PCM, Marxistas Feministas) y CIDHAL empezaron a realizar trabajos conjuntos y a establecer proyectos comunes, no sólo alianzas, impensables entre sus partidos y organizaciones de origen, pues la nueva amalgama izquierda-feminismo dio prioridad al desarrollo del movimiento y a la posibilidad de construir estructuras femeninas populares incluyentes, rompiendo con el arraigado sectarismo de las izquierdas.

La convergencia entre militantes con arraigo en el movimiento y ONG feministas con compromiso social –como CIDHAL– potenció las nuevas experiencias. En el arranque, más que una "ida al pueblo" de las feministas llegaron algunas de sus ideas y ejes de discusión (como trabajo doméstico, doble jornada, sexualidad y violencia, opresión de la mujer). Los métodos de trabajo empleados por las ONG fueron decisivos para vencer prejuicios y resistencias y para gestar un discurso popular sobre la problemática de las mujeres, pues en lugar de una política doctrinaria se promovió la discusión participativa. Las mujeres hablaban y construían su discurso, cosa que no ocurría en muchas de sus organizaciones sociales o políticas donde pocas tomaban la palabra (Espinosa y Paz Paredes, 1988).

Las mujeres de sectores populares dieron nuevos significados y enriquecieron los conceptos o bien añadieron otros temas: explotación de la mujer, trabajo asalariado y vida sindical; mujer, tenencia de la tierra y comunidad rural; ciudad y mujer; y participación política de la mujer. El discurso que empezó a construirse en los sectores populares estaba atravesado por otras experiencias y problemas de mujeres, pero también por perspectivas de cambio que no sólo intentaban modificar las relaciones de género sino la sociedad y el sistema.

Los movimientos de mujeres no sólo recibieron la influencia feminista, la izquierda social también fue su partera: potenció la fuerza y magnitud de los movimientos de mujeres, aportó una base social organizada –embrión y esqueleto del feminismo popular–, e impidió que el corporativismo oficial se adueñara de los nacientes procesos femeninos. Pero la izquierda no operó sólo en un sentido positivo: al sentirse amenazada por las críticas, propuestas y demandas de mujeres, por el cuestionamiento y la desestabilización que causó la crítica a las jerarquías de género y las relaciones de poder en las familias, en los gremios, en las organizaciones sociales y en las comunidades. En este sentido, la izquierda marcó el discurso de los emergentes movimientos de mujeres con una “perspectiva de clase” emancipadora en los planos socioeconómico y político pero prejuiciosa ante el feminismo y renuente a reconocer las desigualdades de género. Desde esta postura ambivalente influyó decisivamente en las relaciones entre el feminismo y los movimientos de mujeres.

En los ochenta se multiplicaron los grupos populares femeninos que incorporaron a sus agendas la "problemática de la mujer". En los sectores populares no se hablaba explícitamente de feminismo, era una táctica implícita para “neutralizar” un tema que causaba tanta oposición entre sus camaradas de clase. Se hacían talleres y reuniones aprovechando estructuras locales, sectoriales y sociales construidas por la izquierda. A diferencia de las analistas de la historia del feminismo que prácticamente no otorgan ningún papel a la izquierda en la emergencia de un movimiento amplio de mujeres, yo creo que el curso, la fuerza y la magnitud del feminismo popular, serían impensables sin ella, no porque la izquierda fuera feminista, sino porque su discurso emancipador –aunque enmudeciera ante las desigualdades de género– sus estructuras y redes políticas nutrieron y articularon las redes de mujeres. Sin la izquierda, las feministas difícilmente habrían construido con tanta celeridad una base social y una estructura organizativa tan amplia en los sectores populares.

Las primeras redes de organización popular femenina, fueron prácticamente un desdoblamiento de aquellas. Así, las mujeres de las coordinadoras sindicales, de la Conamup, del FNCR y de la CNPA,[12] dieron luz a la Coordinadora de Mujeres Trabajadoras (1981), a la Regional de Mujeres de la Conamup (1983), al Foro de la Mujer (del FNCR) (1984) y a la Coordinadora de Mujeres de la CNPA (1986); al mismo tiempo, los conflictos de la izquierda influyeron decisivamente en los procesos femeninos: las diferencias internas del Conamup y de la CNPA se tradujeron en conflictos dentro de la Regional de Mujeres y en la disolución de la Coordinadora de Mujeres de la CNPA (Espinosa y Sánchez, 1992).

Otras experiencias populares femeninas ligadas a la izquierda surgieron en aquella época, pero muy pocas instancias de coordinación lograron mantenerse en el mediano plazo. Prácticamente sólo la Regional de Mujeres de la Conamup (asentada en el valle de México) y el Sindicato de Costureras 19 de Septiembre, lograron una estructura amplia y de más largo plazo.

En diversas reuniones y encuentros populares se visualizaron problemas comunes en el mundo privado y en el espacio social, así se ubicó la desigualdad y opresión en el seno familiar como un campo de identidad general: campesinas, trabajadoras y colonas se descubrieron como trabajadoras domésticas sin pago ni reconocimiento, como mujeres que desconocían sus cuerpos y no tenían decisión sobre ellos, sobre su sexualidad, su maternidad ni sus vidas; el papel de madres, esposas y amas de casa resultó ser un gran campo de identidad, de crítica y de propuestas. Otros elementos identitarios se vincularon al papel que jugaban en sus organizaciones sociales y gremiales, donde, pese a un discurso democrático, su acceso a la dirección era muy difícil; se descubrieron subordinadas, cuando no menospreciadas o ignoradas por sus compañeros; no existían como grupo específico reconocido por sus agrupaciones, lo cual dificultaba la resolución de sus rezagos y de sus problemas de género (Espinosa y Sánchez, 1992: 22).

Sin embargo, lo popular tampoco era homogéneo, la "problemática de la mujer" adquiría tantas peculiaridades y se articulaba a tan variadas condiciones que difícilmente se sostenía la posibilidad de una instancia común o de una agenda única. Por ejemplo, los problemas de las campesinas eran muy distintos a los de las asalariadas urbanas o a los de las amas de casa de colonias populares; más difícil aún, pues las diferencias también se evidenciaban dentro de un mismo sector: por ejemplo, entre las asalariadas de sindicatos independientes y las de sindicatos “charros” (dominados por el aparato corporativo del partido de Estado), pues no era lo mismo luchar por guarderías en un sindicato independiente (el de la UNAM por ejemplo), que en un sindicato “charro” de pequeña empresa, donde mujeres y varones podrían perder el empleo por levantar sus reivindicaciones. Ser “explotadas” no garantizaba estrategias políticas únicas. El movimiento se hizo más heterogéneo, complejo y rico que en los setentas, pero se dificultaron las tendencias unitarias debido a la confusión y naturaleza incipiente de los procesos, pero también a que la diversidad no condujo de inmediato al pluralismo.[13]

Se fueron gestando tensiones y conflictos entre los movimientos de mujeres de sectores y populares y el autodenominado movimiento feminista. Aquellos visualizaban a éste como un todo homogéneo y poco comprometido con un cambio radical revolucionario. Pero entre las feministas había diferencias grupales y hasta personales. Coexistían cuando menos dos vertientes: el feminismo histórico, cuyas concepciones, acciones y liderazgos se venían construyendo desde los setentas, centrado en la lucha por la despenalización del aborto y contra la violencia a las mujeres; y el emergente feminismo civil o institucionalizado de las ONG, que compartía con aquel una crítica a las desigualdades de género pero volcaba su acción hacia los movimientos sociales.

Cuando se multiplicaron los procesos femeninos en los sectores populares, el feminismo histórico se entusiasmó ante la posibilidad de que una base social tan amplia como la movilizada por la Regional de Mujeres de la Conamup, por ejemplo, asumiera sus demandas. Pero las colonas estaban construyendo otro discurso: descubrían nuevas reivindicaciones, y dotaban de una carga genérica a las demandas "históricas" del MUP y al discurso socialista que compartían con sus organizaciones mixtas.[14]

Las feministas no sólo encontraron reticencias a sus demandas, sino a su apelativo: las mujeres del pueblo no querían llamarse feministas. El deslinde de éstas obedecía, como dijimos a la idea de que el feminismo no compartía una perspectiva de cambio social de corte revolucionario, sino que centraba sus baterías contra los hombres, a favor del libertinaje sexual, el lesbianismo y el aborto; por otro lado, pese a la crítica a las desigualdades de género que las mujeres de sectores populares estaban formulando, vivían y temían la sobada crítica y acusación de sus compañeros por “divisionistas”, pues el discurso de la izquierda dio prioridad a las alianzas "de clase" y a la lucha contra el capitalismo. En poco tiempo, el deslinde también provino de las feministas, que se resistían a incluir en el movimiento a las mujeres de sectores populares y no comprendían cuál podría ser la subversión genérica de colectivos populares que, en lugar de cuestionar el rol tradicional de madres y amas de casa, realizaban acciones que parecían reafirmarlo (demandar subsidios al consumo y al abasto, autogestionar comedores colectivos y molinos de nixtamal, crear grupos comunitarios en torno a la salud, etc.), sin comprender que politizar los problemas reproductivos posibilitaba la construcción de un nuevo sujeto social que no sólo cuestionaba las injusticias de género sino articulaba sus reivindicaciones a un proyecto emancipador de clase y a múltiples procesos sociales que discurrían en lo local.

Pese a los desencuentros, el camino abierto por el feminismo histórico facilitó el desarrollo de las experiencias populares de los años ochenta y éstas también contribuyeron a que muchas feministas del pequeño grupo se plantearan el problema del movimiento en otras dimensiones; pero este proceso de articulación[15] se dio en medio de la resistencia: las mujeres de sectores populares no se reconocían en las pioneras y las feministas históricas tampoco encontraron lazos de identidad con éstas. La exigencia mutua de homogeneidad política y estrategias únicas, era parte del problema, pues un posible entendimiento no tendría por qué suponer identidades ni discursos únicos ni homogéneos. Así, dos vertientes con potenciales convergencias se rechazaron y siguieron cursos paralelos. Sólo en fechas clave para las mujeres: el 8 de marzo, el 10 de mayo y el 25 de noviembre llegaron a realizar actos comunes donde estuvieron juntas pero no revueltas, con fricciones y marcando conflictivamente las diferencias.

El feminismo civil se convirtió en un frágil y complejo puente de relación entre ambos polos, pues intentó amalgamar un discurso contra la desigualdad de género y un discurso contra la explotación y desigualdad social. Y este intento, que apuntó a la construcción de una nueva dimensión del feminismo y de una nueva dimensión de lo social, no satisfizo ni a las feministas ni a las mujeres de sectores populares. En los ochenta, las ONG estaban entre la espada y la pared, pues muchos grupos feministas sintieron que era demasiado el sacrificio ideológico exigido por un trabajo popular que, para colmo, no fortalecía la lucha por sus demandas históricas; y por otro lado, pese a que los grupos populares recibían el apoyo de la ONG, tenían recelos y las veían como parte de un movimiento feminista con el que no compartían un proyecto político de más largo alcance; además, a mediados de la década, la disputa por recursos financieros[16] y el peso distinto que los grupos populares y las ONG otorgaban a las demandas y alianzas "de género" o "de clase", tensaron aún más sus relaciones.

El feminismo popular

Varios factores fueron modificándose y modificando la identidad de las mujeres de la vertiente popular y su relación con el feminismo: la acción participativa y civilista de los nuevos movimientos sociales urbanos surgidos a raíz de los sismos de 1985 mostraron los límites del discurso maximalista de la izquierda y aproximaron a un amplio sector del feminismo organizado –más bien reorganizado en esa coyuntura– con las costureras y con mujeres de colonias populares afectadas por el temblor. En estos movimientos se experimentó una nueva forma de vinculación social y política entre unas y otras, facilitada por la necesidad de apoyo y la solidaridad que despertó la tragedia, por una mayor apertura al feminismo, y también por una mayor sensibilidad de las feministas ante la problemática social. Sin embargo, allí surgieron nuevos problemas, las diferencias y conflictos internos del feminismo civil se trasladaron, por ejemplo, al naciente Sindicato de Costureras 19 de Septiembre que, apenas en formación, no pudo resistir las pugnas y ya en los años noventa prácticamente se convirtió en un membrete.

Pese a estos reveses, en la segunda mitad de los ochenta, el feminismo también se abrió paso por la relación que las mujeres de sectores populares tuvieron con grupos de América Latina y Estados Unidos, donde indígenas, negras, pobladoras, trabajadoras y chicanas, asumían explícitamente su feminismo sin renunciar a sus identidades y objetivos sociales, políticos y de clase.

El proceso vivido por las propias mujeres de sectores populares fue decisivo en la construcción de su discurso feminista, pues si bien su acción no partió del rechazo al papel tradicional de las mujeres, sino (sobre todo en el caso de las colonas y las campesinas), a la imposibilidad de cumplirlo plenamente, fueron sus dificultades en el mundo privado y familiar las que operaron como palanca de su participación en el espacio social y público político. Tratar de cumplir colectivamente sus tareas como madres, esposas y amas de casa, las condujo a romper el aislamiento y a subvertir la tradición en un tenso proceso: no era lo mismo hacer milagros individuales con el gasto familiar que montar un desayunador y una cocina popular o un centro de salud; no era lo mismo dedicarse a cuidar hijos en la casa que organizar una guardería y formarse como “educadoras populares”; ni tenía el mismo significado enfrentar individualmente la violencia intrafamiliar que organizarse para la defensa contra ella.

La politización de sus problemas personales y privados, la colectivización de sus tareas tradicionales, dio pie a su construcción como nuevas sujetas sociales. Ya no sólo eran parte de movimientos populares asexuados, sino que alzaron su propia voz en el espacio público y empezaron a marcar su impronta en el proyecto de cambio social, construyendo su ciudadanía y reconstruyendo sus relaciones de género desde otro imaginario social y político.

Actuar colectivamente evidenció muchos obstáculos; salir de casa fue un paso difícil, la mayoría concebía que ese era su lugar, y su primera victoria se libró internamente, frente a sí mismas; en seguida tuvieron que vencer la oposición y violencia de maridos, padres, hijos, suegras, madres y, a medida que avanzaba su proceso organizativo y de acción, también tuvieron que convencer o enfrentar a los "camaradas". Su proceso implicó deconstruir una identidad de género, empezar a cuestionar una arraigada forma de ser mujer, a definir otra imagen de sí mismas y a transformar el concepto tradicional de lo femenino. La participación social de las mujeres populares obligó a muchos núcleos familiares a redefinir los lugares y funciones de sus miembros, compartiendo con más equidad el trabajo doméstico y la vida pública, aunque en otros casos, obligó a las mujeres a asumir dobles o triples jornadas de trabajo: la doméstica, la salarial y la política.

Los conflictos familiares llevaron a rupturas conyugales de muchas dirigentes, pero la mayoría de "las bases" trató de negociar su participación social con la pareja, pues no era fácil lograr la subsistencia ni sobrellevar el estigma de “mujer sola” en un mundo popular azotado por la crisis económica y el machismo. En un lento y conflictivo proceso surgieron nuevos liderazgos femeninos que actuaron en los espacios informales de la política y de la acción ciudadana.

Un discurso claramente feminista –orientado a desmontar la subordinación de género– construido en cientos de talleres, encuentros y reuniones donde la discusión sobre trabajo doméstico, asalariado y rural; tenencia de la tierra; salud, sexualidad y violencia; maternidad y "educación sexista de los hijos"; participación social y política de las mujeres; dificultad para acceder a las direcciones y la "opresión de la mujer", etc., no sólo dieron contenido a un diagnóstico sino a un abanico de ideas y propuestas, a veces difíciles de llevar a la práctica, pues las mujeres se movían en varios planos y antagonizaban con diversos sujetos, de esta diversidad de posiciones surgía también una diversidad de negociaciones y posibilidades de cambio. El carácter multifacético de la problemática de las mujeres dio origen a una multiplicidad de luchas en espacios diferentes y también a una multiplicidad de resultados, no siempre coherentes, satisfactorios o articulados.

Este zigzagueante y desigual proceso conmocionó su vida y sus relaciones de género en todos los espacios: la familia, las organizaciones sociales y gremiales, las comunidades, las instancias gubernamentales. Al igual que las feministas, estas mujeres convirtieron lo personal en político, y politizaron parte de sus asuntos privados, redefiniendo con ello los espacios de lo público y lo privado y la relación entre ambas esferas. Profundizaron el concepto de democracia, cuestionaron la visión reduccionista de la izquierda al incorporar paulatinamente los problemas de género a los procesos de democratización social o gremial, y ampliaron los espacios y dimensiones de lo político y la política.

Todo ello abonó el terreno para que, en la segunda mitad de los ochenta, varios núcleos populares femeninos acuñaran el concepto feminismo popular, Cuyo contenido sintetizaron en “la lucha por transformar las relaciones de opresión entre hombres y mujeres". Lo "popular" –decían estas feministas– destacaba no tanto su origen, sino la idea de que el cambio social se haría junto con el pueblo y no sólo por y para las mujeres. Quienes asumieron explícitamente el concepto constituyeron el corazón de esta vertiente, pero muchos otros núcleos femeninos de sectores populares luchaban por transformar positivamente las relaciones de género y asumían la idea de un cambio social con un protagonismo popular. En este sentido, si no toda movilización femenina con composición popular se inscribe en el feminismo popular, tampoco están excluidas todas aquellas que ignoraron el nombre,[17] pues cuando el proceso incorpora la reflexión crítica y la transformación de las desigualdades de género, los contenidos reales resultan más significativos que el título.

El feminismo popular no fue bien recibido por las feministas de otras vertientes: en el IV Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe realizado en México en 1987, la presencia masiva de mujeres de sectores populares "fue interpretada por importantes sectores feministas como una pérdida de identidad y como un menoscabo de la radicalidad del proyecto feminista. Así, mientras algunos grupos percibían que la dimensión clasista había invadido y tendía a desvirtuar la arena propia de lucha contra las asimetrías en las relaciones de género, otros aplaudían la gran penetración lograda por la perspectiva feminista en el campo de lucha del continente" (Tuñón, 1997:75). Estas divergencias se expresaron en la realización de “dos encuentros” y en el hecho de que las ONG ligadas a procesos populares se convirtieron en vértice y receptáculo de las críticas de unas y otras: las populares colocaban a las ONG entre “las otras” mientras las feministas las llamaban “populáricas” para distinguir y jerarquizar los feminismos.

Nuevas identidades políticas

A fines de los ochenta confluyeron tres procesos que incidieron decisivamente en los feminismos: el ajuste estructural que cerró espacios de negociación, redujo empleos y partidas para el desarrollo, acumulando pasivos a una vieja deuda social; el colapso del bloque socialista que desdibujó las utopías revolucionarias y produjo una crisis en la izquierda; y la fractura del PRI, de donde salió su corriente democrática. Todo ello incidió en que, en las eleccciones de 1988, el malestar social y la oposición política mayoritaria confluyeran en un espacio cívico desdeñado hasta entonces.

Por primera vez en la posrevolución, la lucha reivindicativa coincidió con la lucha ciudadana. Durante décadas, a pesar de su origen común: la injusticia económica y su correlato, el autoritarismo político; y de un ideal democrático compartido, estas luchas corrieron por distintos cauces, en tiempo, coyuntura, estructura orgánica, base social e interlocutores (Bartra, 1992:25). En el 88 la crisis económica y social se desdobló en crisis política y la lucha social devino insurrección ciudadana. La política formal, empezó a ser el espacio articulador de la política. El sufragio empezó a percibirse como vehículo del cambio y el voto mayoritario fue de oposición. El 88 expresó el principio del fin del partido de Estado y los límites del discurso radical revolucionario de la izquierda.

La acción de las diversas vertientes feministas había discurrido en el espacio informal de la política, en el movimiento social, les era desconocida la política formal, el saber y la práctica de gobernar o ser gobernado, las normas del Estado. Sería necesario dar un salto cualitativo: vincular la acción social con la política; articular la política informal con la formal, la democracia directa con la democracia electoral. Aun cuando el concepto formal de ciudadano resulta estrecho para analizar los medios y los modos de participación y construcción de este sujeto, sin un referente institucional, la participación social puede contribuir a la democracia y a la creación de sujetos sociales o revolucionarios, pero no necesariamente a la construcción del ciudadano.

Desde un inicio, para extirpar las reglas y las trampas de la política formal se exigió una reforma de Estado, pero de inicio también hubo que aceptar el criterio de igualdad, cuestionar la centralidad de la clase, poner en duda la revolución y el socialismo; tocar el desencanto y la tragedia de la vía imaginada para el cambio. Abrir paso a la pluralidad de actores, a la discusión sobre el “proyecto nacional” y a una óptica democrática incluyente. Otras percepciones estaban transformándose, el “Estado burgués” empezó a ser una institución que podía apuntalar el cambio. Había que desconstruir identidades e imaginarios políticos de años. El proceso era complejo, pues la reconstrucción de identidades no se da sin conflicto ni consiste en eslogangs o meros fenómenos lingüísticos, sino que atraviesa la cultura toda, el discurso: instituciones, rituales y prácticas de diverso orden. Construir una identidad ciudadana exigía desconstruir, simultáneamente, viejas identidades políticas.

Todas las vertientes del movimiento feminista fueron tocadas por el cisma electoral, todas estaban vinculadas a la izquierda. A fines de los ochenta las feministas empezaron a confluir en la lucha por la democracia.[18] Muy pronto, a las demandas iniciales (respeto al voto y democracia), se añadirían otras: en 1991, Mujeres por la Democracia –que aglutinaba a ONG, mujeres de partido y de organizaciones sociales– decidió impulsar diez candidaturas feministas para ocupar puestos de representación popular; para entonces, todos los partidos tuvieron que posicionarse ante las “cuotas” de mujeres para candidaturas a cargos de elección popular. De entonces hasta ahora, en cada coyuntura electoral resurgen propuestas para que los partidos políticos asuman la agenda feminista, candidaturas femeninas o definitivamente feministas. Y surgen nuevas formas de participación ciudadana.[19]

Pero la ciudadanización trajo la diáspora: las instancias más consolidadas del feminismo popular dejaron de existir en los noventa. Pese a que los conflictos internos del sindicato de costureras fueron la puntilla, varias de sus asesoras migraron a la lucha partidaria; y las feministas del MUP, insertas ya en partidos políticos de centro izquierda, fueron dejando a los movimientos; varios se fracturaron por intereses partidarios o, en el peor de los casos, fueron rebajados a relaciones clientelares. Así reaparecía la cultura política combatida por esa misma izquierda. La disolución de las principales organizaciones que dieron vida al feminismo popular se explica por la fuerza centrípeta que acompañó la construcción de los partidos políticos de centro izquierda y al efecto desestructurador de éstos en los movimientos sociales.

Al tiempo en que se desvanecían las estructuras del feminismo popular su discurso se proyectaba en otros espacios: la “perspectiva de género” que empezaron a adoptar partidos políticos, órganos legislativos y políticas públicas, no sólo se incubó en el feminismo histórico y civil, sino en la rica experiencia del feminismo popular. González (2003: 58-78) destaca el hecho de que al Partido de la Revolución Democrática llegaron mujeres del MUP, militantes de movimientos sociales y de grupos de izquierda con la consigna de luchar por la equidad de género. Antes de que el Partido Acción Nacional gobernara, prácticamente todas las encargadas de programas para mujeres tenían su raíz en alguna de las vertientes feministas a las que hemos hecho referencia.   

La insurrección indígena

Si la insurrección cívica del 88 fue indicador del malestar social que produjo la “década perdida”, el alzamiento zapatista de 1994 revela la furia social y la cara pobre, discriminada y excluida de un país que ya pertenecía al club de los países ricos. El movimiento indígena que sucede al zapatismo alienta un proceso organizativo de mujeres. Y un embrionario feminismo asoma en la revuelta.

En la vertiente campesina del feminismo popular que surgió en los ochenta latía ya el germen del feminismo indígena; pero será hasta después de 1994, cuando muchas de esas campesinas asuman sus identidades étnicas que empiece a dibujarse el rostro del feminismo indígena. Articular etnia, género y clase, no es cuestión de sumar, más bien se asemeja a un proceso químico: cada concepto actúa como un reactivo que modifica y reorganiza todos los elementos. La emergencia del movimiento de mujeres indígenas ha implicado la construcción de un discurso y un proyecto sociopolítico inéditos, aunque se apoye y nutra de diversas raíces.

Conceptos y experiencias de la vertiente campesina del feminismo popular fueron referente inmediato para las indígenas, pero su proceso también recibió y sigue recibiendo la influencia de otros feminismos, sea el feminismo civil que acompaña sus procesos, sea un pensamiento feminista que rebasa el tiempo y el espacio de sus protagonistas y llega en forma de ideas, conceptos, propuestas. La vertiente indígena del feminismo surge a un cuarto de siglo de acción política del feminismo. Luego de tanta historia, conoce fragmentos de un largo diálogo que, mucho antes del 94, habían entablado las izquierdas y los feminismos.

A diferencia de la izquierda revolucionaria, que buscó poder y cambio social desde una perspectiva de clase; y de la joven izquierda electoral que intentó incidir desde la política formal (aunque en estos tiempos esté tan desprestigiada); una parte importante del movimiento indígena se posiciona desde la sociedad civil y, pese a la radicalidad de sus métodos de lucha, no intenta la toma del poder, sino un nuevo pacto nacional que reconozca el carácter multiétnico y pluricultural de este país; vindicación que expresa una crítica profunda al proyecto occidental homogeneizador y discriminatorio que se impuso sobre los pueblos indios. Las indígenas son parte de esa lucha, pero desde su mirada crítica, cuestionan modernidad y tradición y también rescatan elementos de ambas, pues las dos matrices civilizatorias naturalizan su posición subordinada, y a la vez, contienen prácticas y normas que pueden potenciarse para una convivencia más armónica entre los géneros.

Mujeres sublevadas

Indígenas de los cuatro puntos cardinales se sintieron identificadas con las zapatistas y la Ley Revolucionaria de Mujeres del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que consigna derechos para ellas: a trabajar y recibir un salario justo; a la educación, la salud y la alimentación; a elegir pareja y no ser obligadas a casarse; a decidir el número de hijos; a no ser golpeadas, maltratadas ni violadas; a participar en asuntos de la comunidad y ocupar cargos (EZLN, 1993).

Si desde los ochenta se habían iniciado formas de coordinación entre mujeres campesinas, luego de 1994, estas articulaciones cobraron más fuerza y dinamismo, desbordaron los espacios regionales y, vertiginosamente, alcanzaron una escala nacional que apoyó y se apoyó en las redes latinoamericanas gestadas en 1992, convocadas por los 500 Años de Resistencia Indígena, Negra y Popular. Las identidades étnicas ocuparon el primer plano como nunca antes. Muy pronto, las indígenas abordaron el complejo asunto de los “usos y costumbres”. El 19 y 20 de mayo 1994, más de cincuenta mujeres tzotziles, tseltales, tojolabales y mames de distintas comunidades, se reunieron en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, para participar en el Taller “Los derechos de las mujeres en nuestras costumbres y tradiciones; reflexiones sobre el Artículo 4º constitucional”.

“No todas las costumbres son buenas. Hay unas que son malas [...] las mujeres tienen que decir cuáles costumbres son buenas y deben respetarse y cuáles son malas y deben olvidarse.” (Palomo, Castro y Orci, 1999:74). Estas breves palabras, surgidas desde el corazón del movimiento indígena, tendrían un enorme poder crítico y movilizador. En la ola ascendente del movimiento mixto, la inquietud de las mujeres indígenas creció y sus reuniones se multiplicaron. A la primera Convención Estatal de Mujeres Chiapanecas, celebrada en septiembre de 1994, asistieron representantes de 24 organizaciones de todo el estado, a la segunda llegaron más de 500 mujeres de 100 agrupaciones (Palomo, Orci y Castro, 1999:85). La nutrida asistencia dio cuenta de la capacidad de convocatoria y el interés que despertó la lucha de las zapatistas, pero también capitalizó un largo y silencioso proceso de organización, capacitación y acción colectiva de mujeres rurales que, en algunos casos tenía más de veinte años.[20]

La Ley Revolucionaria de Mujeres actuó como eje de identificación y convergencia, piso básico común y punto de partida de nuevas reflexiones y acciones. Entre 1994 y el momento actual ha habido infinidad de reuniones y discusiones donde las indígenas han abordado temas como: usos y costumbres, autonomía, derechos de las mujeres, empoderamiento, derechos reproductivos, derechos de los pueblos indios, equidad de género en las que no sólo crece el número sino la red organizativa y el discurso: en diciembre de 1995, 260 indígenas de doce estados del país se reunieron en San Cristóbal de Las Casas durante el Primer Encuentro Nacional de Mujeres de la Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía (ANIPA). Había mayas, chontales, tojolabales, mixes, zapotecas, purépechas, tzotziles, tseltales, choles, otomíes, nahuas, tlapanecas, chinantecas, ñuu savis y hñahñus. Debatieron los derechos de las mujeres versus los usos y costumbres y radicalizaron el concepto autonomía al proponer que ésta se aplicara en todos los niveles: “comunal, municipal, regional, estatal, nacional y personal” (ANIPA, 1999:363-370). En enero de 1996, en el Foro Nacional Indígena convocado por el EZLN y la Cocopa, se acordó nombrar una Comisión Coordinadora Nacional de Mujeres. En el III Congreso Nacional Indígena logró instalarse una Mesa de Mujeres, que en los congresos anteriores no se había considerado.

En 1997, en la ciudad de Oaxaca, con la participación de más de 700 mujeres de alrededor de veinte pueblos indios del país, se realizó el Encuentro Nacional de Mujeres Indígenas, que marcó un momento clímax del proceso. Ahí se constituyó la Coordinadora Nacional de Mujeres Indígenas (Conami), que integró a mujeres de catorce estados.[21]

La Conami ha jugado un papel activo en el movimiento mixto y ha sido relevante en la reflexión y capacitación sobre temas como violencia intrafamiliar, derechos reproductivos, justicia y derechos humanos, identidad y cultura, propiedad intelectual, legislación nacional e internacional (Sánchez Néstor: 2003:19). Las redes de discusión y organización de las indígenas se articulan a otros procesos de mujeres indígenas de América Latina, este hecho proyecta al continente andino y mesoamericano las perspectivas de cambio.

También en 1997, se celebró en México el II Encuentro Continental de las Mujeres Indígenas de Abya Yala (América), que exigió el respeto de los derechos de los pueblos y de las mujeres indígenas, a la vez que estableció un Enlace Continental de Mujeres Indígenas que, en coordinación con otras instancias organizó la Primera Cumbre de Mujeres Indígenas de las Américas, celebrada en Oaxaca a fines de 2002 con la asistencia de 400 delegadas de 24 países. Los temas abordados fueron: derechos humanos y derechos indígenas; liderazgo y empoderamiento; espiritualidad, educación y cultura; desarrollo y globalización; y género desde la visión de las mujeres indígenas.

El pulso de este movimiento no sólo se palpa en eventos y declaraciones; su trascendencia sería limitada si no existieran procesos locales en los que cientos de colectivos de mujeres construyen día a día proyectos de cambio con mayor equidad de género, y desde ahí se apropian y reelaboran reflexiones, leyes, proyectos y propuestas que surgen en los espacios amplios. Su trascendencia también se mide en el impacto que ha logrado dentro de sus organizaciones mixtas. No es que todo haya cambiado, apenas empieza a desestabilizarse el sentido común que indica que una mujer indígena debe estar sometida y callada. Aquí, como en el feminismo popular, el conflicto es parte del proceso.

El feminismo indígena

Un rasgo distintivo de esta vertiente feminista que está configurándose, radica en que las propuestas tendientes a la equidad de género no están aisladas sino en estrecha relación y tensión con el movimiento indígena mixto. Tras la Ley Revolucionaria de Mujeres se adivinan malestares femeninos y la intención de superarlos legislando desde otro imaginario social, pues en última instancia, la reivindicación de derechos siempre intenta contener arbitrariedades e injusticias de los poderosos. La democracia liberal no ha cumplido a las indígenas sus promesas; pero tampoco sus sistemas normativos –los “usos y costumbres” – les otorgan plenos derechos, por ejemplo, es común que las mujeres no tengan voz ni voto en las decisiones comunitarias. La Ley Revolucionaria de Mujeres reivindica libertades y derechos comunes a mujeres de otros grupos sociales que aquí resultan subversivos; por ello, tanto en la ampliación de la Ley Revolucionaria de Mujeres de 1996 como en múltiples reuniones donde incorporan más problemas de género a su diagnóstico, se añaden nuevos derechos.

El discurso del feminismo indígena reclama igualdad de derechos en espacios públicos como la comunidad y el municipio; en el acceso a bienes disponibles en el espacio privado: la alimentación, el vestido, el gasto y el fondo monetario de la familia, la mitad de la tierra y los bienes en caso de separación de la pareja; igualdad en la valoración del trabajo de hombres y mujeres; y en la oportunidad para prepararse en cuestiones políticas, económicas sociales y culturales. Atribuye a las mujeres el derecho a defenderse verbal y físicamente si son ofendidas o agredidas. Exige reconocimiento y respeto a cada mujer, no sólo al colectivo, condición básica que apunta a la individuación (no al individualismo) y construcción de dignidad y ciudadanía.

Las indígenas reivindican sus derechos agrarios, acceso a un recurso básico para la subsistencia, que además condiciona el ejercicio de la ciudadanía construida por usos y costumbres, pues es común que la tenencia de la tierra dé voz y voto en asambleas.[22]

Destacan su papel productivo y su derecho al crédito, a manejar proyectos, a organizarse, a manejar planes de desarrollo. Demandan que el hombre contribuya a la crianza de los hijos y al trabajo doméstico.

Otras aspiraciones tienen un carácter lúdico e innovador: el derecho a descansar; la libertad para divertirse y conocer otros lugares “del estado, del país o del mundo”. Con ello se desmarcaron de las mujeres de sectores populares que, en los años ochenta, sólo pudieron salir de casa argumentando “el bien de la familia”, como si las mujeres no tuvieran derechos para sí.

Se afirman derechos reproductivos: decidir el número de hijos, derecho a usar métodos de planificación familiar naturales y artificiales. Pese a la importancia indiscutible que las comunidades eclesiales de base han tenido en los procesos organizativos de las indígenas, en este asunto se desmarcaron del discurso religioso, pero también de la presión comunitaria y de sus propias parejas.

En resumen: las indígenas consignan derechos sociales, políticos, humanos y reproductivos; enfatizan la igualdad, la libertad de movimiento, la no violencia, el respeto y reconocimiento a las mujeres; la redistribución genérica de los espacios público y privado y de las tareas productivas y reproductivas.

El concepto autonomía se ha llevado también a un plano individual. Las indígenas advierten que la armonía entre lo colectivo y lo individual requiere reconocer la pluralidad y diversidad de identidades y derechos (y exigen que junto a los componentes fundamentales de la autonomía de sus pueblos: base territorial, órganos de gobierno y autoridad, etc.) se precisen los derechos individuales de las mujeres (Sánchez, 2003: 14-15).

El feminismo indígena también reformula los conceptos equidad y género: “buscamos la paridad, la equidad, la igualdad y, si para muchos hombres y mujeres indígenas son términos que complican su pensamiento, entonces empecemos a hablar de dualidad. El fin que perseguimos es el mismo: el respeto y reconocimiento de nuestros derechos como mujeres indígenas” (Sánchez Néstor, 2003:20). Con base en su cosmogonía y espiritualidad, algunas mayas proponen un concepto género que implique: una relación respetuosa, complementaria, equitativa y armónica; en la que tanto el hombre como la mujer tengan la misma oportunidad (Hernández, 2005).

Pese a la justeza de esta lucha, hay resistencia y reacciones negativas de sus organizaciones mixtas. Aun cuando hay varones solidarios, muchos dirigentes se han opuesto a los procesos y a las propuestas de las indígenas. Una vez más, como para el feminismo popular, se escucha el argumento de que dividen al movimiento, de que dan armas al adversario común, se repite la acusación de que están influenciadas por un discurso feminista ajeno a sus culturas. El debate interno es álgido pero poco a poco, las mujeres van abriendo espacios.

Las posturas políticas de las indígenas tampoco satisfacen totalmente a algunas feministas. Surgen críticas a milicianas zapatistas porque “el feminismo es pacifista y la guerra siempre ha sido cosa de hombres” (La correa feminista, 1994); han llegado a tacharlas de racistas y separatistas porque reducen el papel de las “asesoras” al de “observadoras”, con el fin de que no sean las asesoras sino ellas mismas quienes elaboren sus discursos y resolutivos (Hernández, 2001); otro desencuentro gira en torno a la despenalización del aborto, demanda central del feminismo histórico que no es enarbolada por las indígenas; una tensión más, se asocia a que las mujeres indígenas prohiben que los varones tengan más de una pareja. El diálogo está abierto, pero hay desencuentros y una presión para que las indígenas asuman posiciones o propuestas feministas independientemente del contexto y el momento en que se halle su proceso.

El discurso de las mujeres indígenas ha empezado a subvertir el orden simbólico y social, tradicional y moderno. Mesoamérica y Occidente a la luz de su mirada crítica. El levantamiento zapatista no sólo dio cobijo, autoridad e impulso a las luchas de género en el medio indígena, sino que, como dice Lovera (1999: 17) mostró una cara nueva del feminismo contemporáneo. Por igual se reivindicó el cumplimiento de modernos derechos constitucionales y de las “buenas costumbres” indígenas, que se rechazaron las “malas costumbres” y se evidenció la exclusión y las promesas incumplidas de la modernidad y el liberalismo.

El sexismo que denuncian las indígenas no es privativo de las culturas originarias ni puede achacarse sólo a Occidente, y por lo mismo, las críticas y las alternativas no pueden ubicarse en una sola dirección o espacio cultural. Más bien, las mujeres indígenas ponen en tela de juicio la dicotomía entre tradición y modernidad, y rechazan la falsa disyuntiva de permanecer mediante la tradición o cambiar a través de la modernidad.

Reflexiones finales

Entre las mujeres que impulsaron las luchas del feminismo histórico en los años setenta, las que construyeron un feminismo popular en los ochenta, las que desde las ONG constituyen un feminismo civil, y las que con raíces en los pueblos originarios han ido construyendo un feminismo indígena, no sólo media el tiempo sino diferencias sociales, culturales y económicas; pertenencias étnicas y perspectivas políticas. Reconocer los contextos culturales y políticos en que se incuba cada vertiente feminista apunta a la construcción de un conocimiento situado y de un feminismo diverso.

Si la diversidad es la constante ¿tendrá sentido articular tan diversos proyectos? En México, vivir en el campo o la ciudad; pertenecer al mundo popular, al indígena o a la clase media; ser más cercanas a Occidente o a Mesoamérica, a las aulas universitarias o a la tierra; no salva a las mujeres de la injusticia y la inequidad, de la subordinación y discriminación, del control y la violencia.

Dice Haraway que “no hay otro momento en la historia en que hubiese más necesidad de unidad política para afrontar con eficacia las denominaciones de raza, género, sexo y clase”, y que “la dolorosa fragmentación existente entre las feministas en todos los aspectos posibles, ha convertido el concepto de mujer en algo esquivo, en una excusa para la matriz de dominación de las mujeres entre ellas mismas” (Haraway, 2005). El feminismo mexicano no ha escapado a ello, y resulta absurdo desdeñar las coincidencias y desperdiciar el potencial de la energía común, convirtiendo la diferencia en motivo de exclusión y de distancia. Construir alianzas y relaciones de solidaridad entre los distintos feminismos, requiere construir lo común en medio de lo diverso, reconocer y aceptar la diferencia, no para constatarla simplemente, sino para buscar en lo específico los puntos de contacto y los elementos que, sin ser idénticos al proyecto propio, sean sin embargo legítimos, justos y emancipadores para otras mujeres.

A estas alturas, no es válido reconocer la diferencia para tratar de homogeneizar al movimiento encubriendo una postura clasista o etnocéntrica; pero tampoco se vale encubrir la indiferencia en el relativismo cultural, dejando que cada núcleo de mujeres resuelva como pueda sus problemas y enfrente  solo toda clase de obstáculos en aras de “respetar la diferencia”. Otra forma de relación, obliga a reconocer el derecho a la diferencia y a la vez luchar por un criterio de igualdad. Lo cual, en el plano concreto exige que cuando algún colectivo de mujeres inicia su lucha contra las desigualdades genéricas (aún se sigue escuchando “es primera vez que estamos reunidas… que hablamos de nuestros problemas”, etc.), otros grupos o vertientes interactúen y apoyen en un marco de respeto a los procesos, las formas, los lenguajes, los ritmos, las rutas, la diversidad de reivindicaciones, las articulaciones con otros proyectos emancipadores y con otros actores sociales. No se trata de que unas lleven la teoría o la conciencia a otras, ni de que unas empoderen a otras. Se trata de una creación conjunta, pero, como dice Hernández (2004), construir alianzas entre mujeres con distintas experiencias y necesidades es más difícil que asumir la agenda política establecida por unas pocas en un espacio de poder.

El diálogo que pese a la resistencia ha caracterizado la construcción de todas las vertientes, sigue siendo herramienta clave para construir al movimiento feminista con una visión más incluyente y democrática. Potenciar el proyecto feminista requiere voluntad para construir políticamente los puentes de relación en un marco de posibilidades reales, y entablar un amplio diálogo que parta de las propuestas construidas por las distintas vertientes del movimiento, pues por más amplias y justas que sean las plataformas o agendas políticas que una parte del feminismo ha logrado consensuar, los buenos propósitos de unas no podrán sustituir jamás la palabra o la participación activa y propositiva de otras, cuya voz, seguramente enriquecerá y modificará las agendas y el marco de la lucha.

Comprender la importancia del diálogo en la construcción del movimiento feminista es clave en este asunto: vivir es participar en un diálogo, escuchar y decir, preguntar, dudar, responder, debatir, consensuar y disentir (Bajtín, 2000:165). Abrir la posibilidad de que la razón, el deseo, la queja, la propuesta, el discurso del otro, entre o modifique nuestro propio discurso. No se trata de negar convicciones, disensos o conflictos, ni de suponer la existencia de un método que garantice la armonía; se trata de reconocer que en el campo de la política, la diferencia y el conflicto son consustanciales, y que en lugar de acallarlos convirtiendo una sola voz en portavoz del movimiento, o de excluirlos bajo un supuesto y armónico acuerdo, hay que procesarlos mediante el debate; el reto es construir los consensos, reconocer los desencuentros y crear, crear las convergencias en medio de la discrepancia y la crítica.

Reconocer este hecho obligaría a reposicionar política y teóricamente las luchas protagonizadas por los feminismos de la subalternidad pues:

En medios pobres, el primer objetivo de la lucha es mostrar que son personas con derechos, que pueden recobrar su dignidad y posición como ciudadanos e incluso como personas […] Para grupos marginales y oprimidos, la construcción de identidades nuevas y de resistencia, es una dimensión crucial de una lucha política más amplia por la transformación de la sociedad  (Escobar, Álvarez y Dagnino, 2001: 22-23).

Una nueva política de solidaridad y alianzas tendría que descubrir las formas en que va colándose y construyéndose un nuevo imaginario de lo que pueden ser las relaciones entre hombres y mujeres, entre las propias mujeres y, en el fondo, de lo que significa ser humano, hombre o mujer, en diversos espacios sociales. Hace falta una crítica profunda a las formas en que se construye el movimiento: “se requiere un llamado de atención al movimiento feminista urbano sobre la necesidad de construir un feminismo multicultural que reconozca las distintas maneras en que las mujeres mexicanas imaginan sus identidades de género y conciben sus estrategias de lucha” (Hernández, 2001:206). Es indispensable abrirse, tratar de comprender el alcance de toda clase de experiencias y propuestas, pensar en la diversidad de sujetos y de voces, reconocer la polifonía y reconstruir el discurso feminista rescatando la diversidad del movimiento.

Construir un nosotras no es cuestión, como dice Bajtín, de negarse a sí mismas para fundirse en la cultura ajena, exige conservar el yo, afirmar las identidades propias, a la vez que se buscan puntos de contacto en el discurso de otras. Hay que reconocer los límites y las diferencias, pero también intentar un marco de referencia, de solidaridad y de valores compartidos.

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 nota biográfica:

Gisela Espinosa Damián

Profesora investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco, Departamento de Producción Económica, giselae@correo.xoc.uam.mx



Notas

[1] A diferencia del feminismo sufragista de fines del siglo XIX y principios del XX, cuya lucha privilegió el derecho al voto, el neofeminismo que surge en los setenta luchó por una igualdad real de los derechos políticos y sociales y por conquistar la libertad sobre el propio cuerpo (Bartra, 2002:45). En cierto sentido, todas las vertientes postsufragistas podrían ubicarse en el neofeminismo, pero como yo pretendo analizar las diferencias entre las vertientes contemporáneas de este movimiento utilizo denominaciones específicas para cada una. Vargas (1994: 66), Riquer (2005: 11), Muñiz  (1994: 65-66) y Lamas (1994:154), también hablan de feminismo “histórico” o de las “históricas”, para referirse a las mujeres que, en los años setenta impulsaron la construcción del feminismo en América Latina.

[2] Los movimientos populares aludían a lo popular para identificarse como pueblo, parte de las clases explotadas y confrontadas al capitalismo, en lucha por un proyecto democratizador, políticamente independiente y

–desde 1968 y hasta fines de los ochenta

–, un imaginario político de corte socialista.

[3] En un balance que Lamas hace del movimiento feminista en los años ochenta (1992:551)  reconoce la destacada presencia política de los movimientos de mujeres de sectores populares pero los excluye del movimiento feminista bajo el argumento de que se movilizan como mujeres sin una perspectiva feminista. Por razones semejantes, Tuñón (1997) los identifica sólo como parte del movimiento amplio de mujeres. Bartra (2002: 45-67) consiera que las mujeres de sectores populares son objeto de atención de un “feminismo asistencialista” gestado en los ochenta. De Barbieri (1986:14) ve en los organismos civiles que actuaron con los movimientos de mujeres un “feminismo de base popular” que dio la lucha codo a codo con mujeres pobres, pero éstas quedan reducidas al papel de “base popular” de las otras. Todas coinciden en que esos movimientos de mujeres no son feministas. González (2001:20-22) propone precisar conceptos: movimiento feminista sería aquel que se preocupa por modificar las relaciones de poder entre los géneros y por superar la desigualdad entre varones y mujeres, mientras que son movilizaciones de mujeres las que tienen un protagonismo femenino pero sus reivindicaciones no se circunscriben a temas de género (cursivas mías) ni cuestionan los papeles tradicionales asignados a varones y mujeres.

[4] Es común el uso acrítico de la clasificación propuesta por Molyneux (1985): la lucha por los intereses estratégicos de géner atribuida a las feministas, y la lucha por demandas prácticas de género atribuida a los movimientos de mujeres que, supuestamente, sólo tratan de satisfacer necesidades de subsistencia sin cuestionar las desigualdades de género. A esta formulación subyace la idea de que todos los movimientos se pueden ubicar en una escala cuyo punto bajo sería la movilización por lo “práctico-inmediato-material” y cuyo punto culminante serían las demandas “estratégicas”. La propuesta puede conducir a una visión unilineal, estática y contraria a la naturaleza compleja de los movimientos, pero además, la clasificación se ha empleado más con un sentido jerárquico (quiénes sí y quiénes no son feministas) que con una intención comprensiva o analítica. El análisis de las demandas aisladas es insuficiente para comprender la complejidad y muldimensionalidad de los movimientos y de los procesos de las mujeres. La intencionalidad subversiva que una reivindicación pueda tener sobre las desigualdades entre hombres y mujeres en cada contexto cultural, así como del horizonte político hacia donde se dirige el movimiento, tienen mayor peso para comprender la naturaleza feminista o no de los procesos, que una clasificación de las demandas (Espinosa, 2009:21).

[5] Pequeños colectivos donde las mujeres reconstruían y compartían su historia y analizaban críticamente la experiencia personal de "ser mujer"; los grupos de autoconciencia constituyeron la forma organizativa más extendida del movimiento (Lau, 1987).

[6] Eran integrantes del Frente Popular Tierra y Libertad de Monterrey (organización de colonos); o de la Ciudad de México, de la Unión de Vecinos de la Colonia Guerrero, y colonas organizadas de las colonias Ajusco, Cerro del judío y de algunos barrios de Iztapalapa; había campesinas de Chiapas, Veracruz y Michoacán, donde la contienda rural era violenta; hubo sindicalistas de secciones democráticas ganadas en sindicatos “charros”, como las del Instituto Nacional de Antropología e Historia; militantes de sindicatos nacidos fuera del control oficial como los de las universidades (Nacional Autónoma de México y Autónoma Metropolitana); obreras de “células” democráticas que actuaban en fábricas de la zona industrial de Naucalpan y de pequeñas industrias donde el sindicalismo “charro” imponía su ley (Espinosa y Sánchez, 1992).

[7] Como el Frente Nacional de Acción Popular, la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación, la Coordinadora Nacional Plan de Ayala, la Coordinadora Nacional de Movimiento Urbano Popular, la Coordinadora Sindical Nacional, el Comité Nacional de Defensa de la Economía Popular, el Frente Nacional por la Defensa del Salario y Contra la Austeridad y la Carestía de la Vida, el Frente Nacional Contra la Represión, el Pacto de Acción y Solidaridad Sindical y la Asamblea Nacional Obrero Campesino Popular, entre las más importantes (Moguel, 1987: 117-128).

[8] Entre estas reuniones podemos enlistar al Primer Encuentro de Mujeres Trabajadoras (1981), el Primer Encuentro de Trabajadoras de la Educación (1981), el Primer Encuentro de Mujeres del Movimiento Urbano Popular (1983), el Foro de la Mujer (1984), el Primero y Segundo Encuentros de Trabajadoras del Sector Servicios (1984 y 1985), el Primero y el Segundo Encuentro Regional de Obreras (1985), el Primer Encuentro Regional de Campesinas (1985); el Primer Encuentro de Trabajadoras de la Industria Maquiladora (1985), el Segundo encuentros de Mujeres del Movimiento Urbano Popular (1985), un sinfín de reuniones y movilizaciones de costureras que darían como resultado la constitución y desarrollo del Sindicato “19 de septiembre” (1985-1987), otro número indeterminado de reuniones de mujeres de las organizaciones vecinales surgidas después del sismo de 1985, el Segundo Encuentro de Trabajadoras de la Industria Maquiladora (1986), varios encuentros regionales de campesinas de la Zona Sur, el Primer Encuentro de Mujeres de la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (1986), el Primer Encuentro de Mujeres Asalariadas (1987), el Tercer Encuentro de Mujeres del Movimiento Urbano Popular (1987), la Primera Jornada Sobre Mujer, Trabajo y Educación de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (1990) (Espinosa, 1993; Centro de Estudios de la Mujer et.al., 1987).

[9] La historia de CIDHAL de aquellos años (1977-1984) coincide casi exactamente con el curso y la geografía de los movimientos de mujeres del pueblo (Espinosa y Paz Paredes, 1988). Al comenzar los ochentas, otras asociaciones civiles trabajaban en sectores populares (Equipo Pueblo, Mujeres Para el Diálogo, Comunidades Eclesiales de Base, por ejemplo) pero las mujeres no eran su sujeto prioritario o no asumían explícitamente una postura crítica ante las relaciones de género.

[10] Entre los ONG que fueron constituyéndose en el Valle de México en esos años y que dieron prioridad al trabajo con las mujeres de sectores populares se encuentran: Acción Popular de Integración Social (APIS), el Centro de Apoyo a Mujeres Violadas (CAMVAC) que luego daría lugar al Centro de Orientación Contra la Violencia (COVAC), el Equipo de Mujeres en Acción Solidaria (EMAS), Grupo de Educación para Mujeres (GEM) y Mujeres en Acción Sindical (MAS).

[11] En otro texto (Espinosa, 2009), ubico a estas ONG como protagonistas y constructoras del feminismo civil, también denominado feminismo institucionalizado por otras analistas. En este caso, baste decir que en la ya larga historia de esta vertiente feminista, su vínculo con lo popular, decisivo en los años ochenta y primeros noventa, pierde centralidad desde la mitad de esta década y hasta hoy, cuando la intención de incidir en políticas públicas y participar en política formal modifica el perfil político y las identidades de esta vertiente.  

[12] Conamup: Coordinadora Nacional del Movimiento Urbano Popular; CNPA: Coordinadora Nacional Plan de Ayala; FNCR: Frente Nacional Contra la Represión.

[13] Gutiérrez señala que "pluralismo no es la mera profusión de posiciones diversas, sino el reconocimiento de la legitimidad de las diversas posturas y su derecho a afirmarse en un terreno común. Lo cual no excluye el conflicto, pero lo intenta procesar civilizadamente mediante reglas del juego, posibilitando que el ‘enemigo’ al que naturalmente se elimina, se trastoque en un oponente con el que se compite y negocia" (2001).

[14] Este desencuentro se manifestó por ejemplo en 1984, cuando por primera vez las mujeres del MUP celebraron el 8 de marzo y convirtieron en masivo un acto que en años anteriores sólo convocaba a un puñado de mujeres; sin embargo, en vez de que las colonas apoyaran las tradicionales demandas feministas, protestaron contra la carestía de la vida.

[15] Para Laclau y Mouffe (1987: 119), el concepto articulación es toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada.

[16] Me refiero a los provenientes de agencias y fundaciones internacionales, que por esa época permitieron la manutención e institucionalización de un amplio sector del feminismo. Muchos grupos femeninos populares no comprendían por qué las ONG recibían dinero para realizar un trabajo que recaía fundamentalmente en las propias mujeres de sectores populares, ni por qué, mientras ellas tenían dificultades para pagar, por ejemplo, el transporte de los desayunos escolares del DIF a sus colonias, las feministas de ONG recibían salarios y tenían transporte para ir a sus comunidades.

[17] Tovar (1997) y Vázquez (1989), refiriéndose a las mujeres del MUP, señalan que la identidad feminista fue prerrogativa de una élite: las dirigentas. Disiento de esta postura, pues si en efecto fueron lideres quiénes asumieron como propio el concepto, los procesos de reflexión crítica sobre las relaciones de género y los cambios en éstas, abarcaron a colectivos muy amplios, no sólo a las líderes, precisamente en el MUP, pero también en un sinfín de núcleos rurales y entre empleadas y obreras de diversas ciudades.

[18]

Apenas a unos días de conocerse los resultados oficiales de las elecciones, el 30 de julio de 1988, mujeres de más de treinta agrupaciones feministas, estudiantiles, sindicales, representantes de colonias y de organizaciones políticas, se manifestaron contra el fraude electoral del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y acordaron formar el Frente de Mujeres en Defensa del Voto Popular. Poco después surgiría Mujeres en Lucha por la Democracia –grupo integrado por feministas, intelectuales, profesionistas y mujeres de organizaciones políticas–, que planteó que la causa de las mujeres perdería sentido si no se involucraban en la construcción de un país democrático. El objetivo principal de esta organización fue negociar frente al poder las demandas de las mujeres. El 11 de noviembre del mismo año, más de treinta organizaciones de mujeres de organismos civiles, organizaciones sociales, partidos y agrupaciones políticas, constituyeron la Coordinadora Benita Galeana, que definió tres ejes de lucha: por la democracia, contra la violencia hacia las mujeres y por el derecho a la vida. En 1990, luego del VI Encuentro Nacional Feminista realizado en Chapingo, Estado de México, se constituyó la Coordinadora Feminista del Distrito Federal, que desde una perspectiva de género se propuso contribuir a la “transición” democrática (Espinosa, 2009).

[19] Como Ciudadanas en Movimiento por la Democracia, creada el 4 de julio de 1994 con el objetivo de “impulsar una ciudadanía femenina visible y protagónica, como parte fundamental de una verdadera democracia” (Conde e Infante, 2002: 125). Diversa. Asociación Política Feminista, se constituyó en 1998 con el núcleo promotor de Ciudadanas en Movimiento por la Democracia, que se propusieron conformar un espacio de convergencia ciudadana para aspirar a posiciones de poder e incidir en asuntos de gobierno y desde ahí instrumentar una perspectiva feminista para una sociedad equitativa y democrática  (Diversa, s/f). la militancia más activa de Diversa se aglutinó en el Partido México Posible, en su breve vida (2003-2004), recuperó de Diversa sus planteamientos políticos feministas. Cuando este partido se disolvió, su núcleo más importante, en alianza con otras fuerzas políticas crearía el Partido Socialdemócrata y Campesino, que no logró suficientes votos para mantener su registro.

[20] A estas reuniones asistieron, entre otras, la Unión de Alfareras J’Pas Lumentik, la Organización Independiente de Mujeres Indígenas, la Organización de Médicos Indígenas del Estado de Chiapas, la Coordinadora Diocesana de Mujeres y mujeres de Comunidades Eclesiales de Base.

[21]

Chiapas, Michoacán, Morelos, Distrito Federal, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, Estado de México, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Sonora, Veracruz y Oaxaca

[22]

Como dice Bonfil (2003: 9), el espacio de representación de la comunidad es la asamblea, generalmente compuesta por jefes de familia, casados y con tierra. De ahí que no tener acceso a ella refuerce la exclusión de las mujeres e impida su participación política.

 

labrys, études féministes/ estudos feministas
janvier /juin 2011 -jameiro /junho 2011