labrys, études féministes/ estudos feministas
juillet / décembre 2013  -julho / dezembro 2013

 

 

LAS TINAJAS.

 

Olga Letícia Gamboa Muñoz.

Yolanda Gloria Gamboa Muñoz.

 

  

I

Las tres hermanas Brunildas marcaron la vida del pueblo, y aunque muchas veces su poder fue amenazado por innumerables peladoras y copuchentas que trataban de hacerles la competencia, jamás lograron suplantarlas. Tampoco estaban a su altura los peluqueros, dedicados individualmente a sembrar  intrigas en las cabezas de sus clientes. La imagen de las Brunildas se mantenía más fuerte, transmitiéndose por generaciones; respeto y temor por ese trío de mujeres, fijas en la puerta de su casa, con las manos en la cintura o sentadas rezando el rosario. En todo caso, firmes en el suelo que pisaban, siempre juzgando sin piedad a los que pasaban por las calles.

Lo peor era que no se las podía tomar para el tandeo. En cierta oportunidad   una pieza de teatro de la Escuela se quiso contar su historia. No resultó. Las chiquillas querían usar los vestidos de las abuelas para representarlas: ¡Pero son vestidos de fiesta! Había gritado en esa oportunidad Leticia, la perfeccionista, hundiendo con esas palabras el ingenuo entusiasmo del grupo.  Claro que no fue solo un problema de vestidos. Era falta de respeto hacer teatro con las Brunildas. Se podría poner en escena la historia del Cururo, disfrazado de gorila para la Fiesta de la primavera, o de la Pastora, lavando la ropa de la guagua en la pila de la plaza, pero agarrar para el tandeo a las señoritas Brunildas no era permitido. Sería como reírse de una especie de juezas o santas…

Su fuerte presencia volvería a surgir para Marisol cuarenta años después de la muerte de su abuela ligada al descubrimiento de unos fragmentos. Durante mucho tiempo había guardado el costurero de la abuela con otros cachureos, pues esa herencia le hacía  recordar las peleas de sus tías al repartirse los libros de papel de seda. Todas querían los libros de cocina con recetas probadas y no probadas cuidadosamente distinguidas   de bordados con dibujos y puntos   de tejidos hasta de calcetines con deditos . Sin embargo, de las notas guardadas en el costurero, nadie dijo nada. Todos los fragmentos encontrados estaban escritos con la caligrafía inconfundible de su abuela, pero sin el orden de los libros; la mayoría había sido escrita con tinta, en un papel de carta azul, ahora ya desteñido. También había notas ilegibles o con la tinta borrada por completo. Curiosamente, al final de todos los fragmentos, aparecía un nombre: Las Tinajas.

De su abuela a menudo se acordaba. Sobre todo de esa historia de querer estudiar piano, ser profesora y dar lecciones. Según le había contado, un día feliz de la vida se lo había dicho a su padre; esas palabras, en cambio, solo tuvieron como consecuencia el ser duramente castigada. ¡Una niña de buena familia no podía decir una cosa de esas! Se casaría claro, ¿pero de donde había sacado esa idea de trabajar?… Marisol se acordaba de su abuela contándole esa historia, mas, de las Tinajas,  nunca la oyó hablar. Ni con palabras, ni con gestos, como trataba de comunicarse después de la hemiplejia. ¿Serían reales? ¿Las habría imaginado?

 Marisol no sabía si valdría la pena dejar todo de lado y dedicarse a ordenar esos papelitos de la abuela. Nunca se sabe. Es una apuesta. Por lo menos, tenía el sabor de ser una historia escondida y la abuela por algo la había guardado... Además, los diversos escritos le daban la impresión de formar parte de una sección de revista antigua, llamada cartas que no se envían.

 Intruseando las notas del costurero de la abuelita como le habían enseñado a decirle desde chica;  nombre tan próximo de niñita, viejita y tontita o de la abuela le parecía mejor llamarla así, tomándola en cuenta como tal encontró un fragmento sin fecha que decía: Consejos, avisos y órdenes de las Tinajas. Pero, el resto estaba ilegible, como si hubiese caído agua, borrando la tinta.

En otra nota con fecha (siete de octubre de 1950) estaba escrito:

Concluidas las catalogaciones y encasillamientos. Las piedras del rosario deben ser referidas a los comienzos y a los finales de cada una. Nunca nombrar a las tres Señoras.

¿Quienes serían esas Señoras? ¿Las Tinajas? ¿Por que no se las podía nombrar?

Imposible saberlo, pero eran curiosas las coincidencias. En su pueblo, tampoco se nombraba a las tres Brunildas; solo lo hacían, de vez en cuando, su papá y su tío Nano. Marisol se acordaba como, entremedio de chistes, surgía aquel ¡cuidado, no te vayan a oír las Brunildas! y, después, el ambiente quedaba libre. Al menos, los amigos de su papá reunidos ese día, comenzaban al tiro a contar las últimas copuchas en circulación, mezcladas con tallas, a veces oportunas y a veces bien pesadas... En ese último caso, su papá les advertía sobre la presencia de las niñitas.

 Era mejor continuar hurgueteando entre las notas, pues a los recuerdos del trío de Brunildas se iban  revolviendo los papeles de su abuela y si seguía por ese camino, no podría descubrir nada; solo mezclaría las cartas, como si barajara, pero ignorando cual era el juego.

Se detuvo en un fragmento sin fecha, escrito con caligrafía perfecta y que parecía pasado en limpio:

Funciones y tiempos designados a cada una, no presentan cambios ni alteraciones.

Las relaciones entre las tres Señoras permanecen un enigma para los otros. Hasta para el pequeño Hermes; el niño adoptado. Al entrar a ese mundo él no las conoce como realmente son, pues altera las viejas amarras que las unen.

 

Al leerlo, Marisol ignora el misterio y se pregunta si un niño sabe que altera relaciones… Si altera es quizás sin saber… ¿Era la experiencia posterior de su abuela que se introducía en esa nota?

La abuela tejía, bordaba ¿como podía guardar ese mundo paralelo? También cocinaba ¡le hacía tan mal para el corazón el calor de la cocina de leña! exclamaban siempre preocupadas su mamá y sus tías, pero en las visitas de los fines de semana parecían disfrutar bastante de las comidas. La abuela preparando los platos que se llevarían a la mesa, las camas donde todos dormirían, casi no tenía tiempo para hablar. A veces, conversaba con los nietos… No sabía si con todos, con ella si, Marisol, su nieta preferida, de ojitos claros… También hablaba con las empleadas,  las de ella y, sobre todo, con las de sus hijos. Estaba siempre informada de lo que pasaba. A veces decía cosas que según esas mismas empleadas   no debían pronunciarse delante de una niña. Eran  quejumbres de todos los días: !es un castigo del señor, siempre levantarse y hacer lo mismo! Claro que nunca lo decía frente a sus hijos. Además, los lamentos comenzaron después de la muerte de su hijo mayor. ¿O fue siempre así?  Marisol era muy pequeña, ya no se acordaba. ¿Por que el señor no me llevó primero? De esa frase estaba segura; la repetía después de la muerte del tío Felipe.

De la vida de la abuela, Marisol sabía que se había casado con 14 años, una niña. Vivió hasta los 57, todavía era tan joven cuando murió. Las fechas y los comentarios, escuchados tantas veces, estaban juntos en su memoria. 57 años era la edad que Marisol también tenía actualmente y ¡que gran coincidencia haber encontrado esos fragmentos!.... En cierta ocasión había leído algo sobre el azar, como siendo el encuentro entre dos series. Algunos directores de cine sabían aprovechar ese material, pero no quería hablar sobre eso, pertenecía a una parte de la que ahora no se ocuparía.

 

II

 

Con la esperanza de buscarle un sentido a los fragmentos del costurero, Marisol trató primero de ordenarlos cronológicamente. De inmediato, se dio cuenta que la mayoría no tenía fecha. Desilusionada, tomó dos de ellos al lote.

En un papel amarillo estaba escrito:

Al final, todos estaban convencidos de la emanación de paciencia y sabiduría de las Señoras. En la misma nota, pero separadamente y en una esquina, se podía leer: El cansancio fue invadiendo sus vidas.

 El otro papel, que alguna vez había sido azul, también estaba legible:

Hermes recogió algunos detalles que circulaban antes del accidente. Decían que las Señoras comenzaron por cubrir los espejos, después trancaron las pequeñas ventanas de madera  del gran caserón.

    En el pueblo ¡pero su abuela no era del pueblo! todavía existían muchas cahüineras que hacían esas cosas. Al final de sus vidas, solo miraban televisión, pero trancaban las ventanas de sus casas, cada vez con más cuidado.

Marisol, a pesar de encontrarse sola, exclamó en voz alta: ¡Cuantas coincidencias entre ese trío de Tinajas y la vida de las tres hermanas Brunildas!

Y a seguir, sabiendo que generalizaba peligrosamente y como conversando consigo misma, se dijo:

Las ventanas se van cerrando cuando se quiere o se avecina la muerte. Primero, se escoge la ventana más iluminada, quizás la que condensa el exterior reuniendo todas las atenciones y energías. Después, se cierran cortinas, persianas, hasta trancar todo contacto externo. Es una de las maneras de esperar la muerte. ¿Pero esperarían su muerte las Tinajas?

Había algo indescifrable en esa historia, que no coincidía con el  modo común de pensar. Era mejor escoger otro fragmento. Sus manos se abalanzaron sobre el que parecía más diferente. Estaba escrito con la letra de su abuela, pero con una caligrafía tiritona y con la escritura desviada hacia abajo.  Decía:

 Son dos las muertas, la que se salva pide que se conduzca a las finadas, como si estuvieran vivas. Se tiene un especial cuidado de apartarlas del alcance de los vecinos.

Todos caminan abrazando a las Señoras muertas, como un grupo ebrio caminando por las calles. Las llevan con sombreros. Casi no se les ve el rostro.

Quedan mejor así, había dicho Hermes. ¡Los rostros habían quedado tan desfigurados!

Al volver a su casa, la Solitaria, única sobreviviente, tiene la impresión que durante el accidente hubo gente que revisó el caserón.

 Marisol quedó sorprendida y ensimismada. Después de un rato, recogió otra nota. Completamente distinta de la anterior, esta vez la letra de su abuela era cuidadosa y traía como título, lo que en la mayoría de las otras hojas de papel estaba escrito al final: Las Tinajas.

Lo más admirable es la rigidez de las Señoras. El único movimiento es el de las cuentas del rosario entre sus dedos.

Hermes es el único capaz de distinguir sus cambios de humor, reparando en las diferentes maneras que el rosario pasa por sus manos.

A partir de esta última nota, Marisol vuelve a recordar su pueblo y el miedo que inspiraban las hermanas Brunildas. También eran rígidas, mostrando así su fuerza y resolución. Los niños, los locos y los chistosos a veces los borrachos, que eran un poco de todo eso eran los únicos que conseguían marginarse de ese poder inmóvil; resistían circulando enérgicamente y oponiéndose al peso muerto del trío. Recuerda especialmente como la mayor de ellas, imponiendo sus reglas fijas, se encargaba de vigilar a las niñas adolescentes. No ejercía una vigilancia pasiva; si lo juzgaba necesario, usaba su función de lengua de lija, hiriendo y machucando con sus habladurías. O más aún, con ayuda de su lengua de víbora, echaba a correr chismes envenenados, etiquetando para toda la vida un determinado abandono de reglas.

 Marisol recoge otro de los fragmentos sin fecha:

 

Hay algo que Hermes nunca se atrevió a contar hasta después del accidente. El descubrimiento del cuarto vacío con un gran caballo de madera. Nos dijo que una vez sorprendió a la Señora bajita saliendo de esa pieza muy agitada. Las Señoras no lo obligaron a callar su descubrimiento, solo le dijeron que ya estaba muy grande para andar por el caserón sin golpear. Sin embargo, a partir de ese día, su deambular pasó a ser delimitado y su andar vigilado.

 

¿Quien sería ese Hermes, que le contaba estas cosas a la abuela? Ella no escuchaba sola; escribe “nos dijo”…. La abuela iba todos los domingos a misa, algo de esta historia podía estar relacionado con esas salidas. Pero, al momento Marisol descartó esa posibilidad, pues recordaba a la abuela yendo a misa siempre acompañada.¡Qué notas extrañas! Además, su abuela tan religiosa, invocando a Dios y a santa María a todo instante ¿por que no usaba palabras piadosas para escribir? ¿Sería ella la que escribía?  ¿O habría alguien que le dictaba? ¿Quien podía ser? ¿Cuando lo haría? Las preguntas se multiplicaban y las notas estaban lejos de responder a sus interrogantes.

Escrito con tinta roja, en un papel de cuaderno con líneas, se leía:

Hermes había querido que su vida fuese distinta, llevar al extremo un gesto heroico y morir por él. Y ahora lo obligaban a contar todo. Seré una pieza más en el archivo de futuras Tinajas, nos dijo tan enojado.

¿Lo de archivos sería metafórico o existirían en algún lugar? En la oficina de contabilidad del campo, donde trabajaba su tía Laura, había realmente todo tipo de archivos. Eran piezas altas, oscuras, llenas de documentos; en ese mismo lugar y por una ventanilla minúscula, retiraban el sueldo, cada quince días, los campesinos debidamente limpios y ordenados en fila. El contador y su esposa eran yugoslavos y doña Nelly la esposa era muy amiga de su abuela… Ahora recuerda como su mamá y sus tías la admiraban; tan culta, con otra visión del mundo y !que bien tocaba el piano! Sí. La esposa del contador podría estar relacionada con esta historia de las Tinajas. ¿No le había hablado su tía Graciela del poder de doña Nelly? Decían que planeaba la vida de sus conocidos, a las mujeres en edad de casarse les buscaba novios; para  su propia tía Graciela  había elegido ese colorín alto, que tocaba piano, Reinaldo, buen partido, dueño de fundo, pero no había resultado. Sus oídos habían recogido esos comentarios desde niña y tuvo  quizás, aún tenía mucho trabajo para aprender a distanciarse de cada uno de ellos. La expresión resultado, para medir las relaciones humanas, fue la más difícil de abandonar… Pero, todo eso era cuento aparte.

Volviendo a concentrarse en el mundo de su abuela Marisol vislumbra el campo y la casa en que vivía. Había sido un lugar elegido por el abuelo, yéndose a vivir y trabajar en él sin imposición de nadie. ¿Que participación habría tenido la abuela en esa decisión? Podrían haber partido a Colbún, allá vivían  los hermanos y estaban   decían todos las tierras que les correspondían. Ya había pasado tanto tiempo desde que el abuelo se había arrancado de la casa de sus padres para estudiar y apartarse de los deberes del mayorazgo; costumbre, en ese entonces, aún viva y enraizada en el campo chileno. Ahora era enólogo, se había casado con esta niña de San Felipe la abuela, tenían seis hijos, le había pagado hasta los estudios al hermano menor. Su destino era volver a Colbún, pero el abuelo nunca volvería.

Totihue, lugar de los dioses, se llamaba el campo donde sus abuelos se fueron a vivir. Fue en 1936, cuando todavía era un solo Totihue, pues este fundo de la zona central, propiedad de tres dueños, sería dividido después de los años setenta. El cerro de la cruz, el camino de las rosas, el sendero de la pulpería, eran parte de los paisajes que Marisol traía consigo. Confundiéndose con ellos y siempre a lo lejos divisaba al abuelo; vestido de huaso, recorriendo las viñas a caballo o en cabrita, como después que se quebró la pierna. Fuera de la temporada de vendimia, a veces lo visitaban con sus tías en las bodegas y lo encontraban al lado de los barriles, midiendo sabores, temperatura y fermentación, en unos tubos como los que después, en la época del liceo, Marisol vería en las salas de química. El abuelo salía todos los días de madrugada a recorrer las viñas. A las 12 en punto, volvía a la casa a almorzar. Después de la siesta, partía nuevamente y regresaba a las 6 de la tarde, justo a la hora en que se guardaban los terneros. Al comenzar a caer la tarde, a las 8 de la noche, oía la radio, sin perder palabra de un programa llamado Adiós al Séptimo de Línea. Marisol encontró ese recuerdo rutinario de la vida del abuelo no en el costurero, mas en sus propias cajas de la memoria. Eran recuerdos de ritmo regular y calmo, como la propia vida del campo.

Sin embargo, lo que rompía esa rutina y siempre le había llamado la atención eran los lugares misteriosos de Totihue.  Esos prohibidos de visitar, como el cruce para los Boldos, en que los caballos se encabritaban y habían lechuzas y tuetués.  Una vez lo atravesaron con su tía Graciela, pese a las constantes recomendaciones para no hacerlo; su tía iba en un caballo blanco y la llevaba al anca, pero al pasar por el cruce, el caballo se paró en dos patas rechinando y negándose a atravesar. Marisol vivió así lo que de niña, consideró una gran aventura… Pasados tantos años, aún siente la fuerza con que tuvo que sujetarse, mientras su tía obligaba al caballo a continuar la marcha. Hace poco tiempo, recordando ese episodio, concluyeron que en esa oportunidad  debía haber otras personas presentes, mi padre nunca nos hubiera dejado ir solas exclamó su tía, pero curiosamente, ambas las habían olvidado.

En Totihue existían otros lugares más peligrosos, de esos a los que nadie se acercaba, sin necesidad de advertencias o prohibiciones. El Risco Valle era uno de ellos, contaban que en él, aún quedaban tinajas de greda de los indios y piedras de sacrificio. En cierta ocasión, su mamá y sus tías Laura y Estela ya adultas, decidieron subir hasta ese misterioso lugar entre montañas ubicado, según decían, en una encrucijada entre cerros, donde se cruzaban cuatro arroyos. Marisol se acordaba como observó, desde la ventana de su dormitorio junto a su tía Graciela que fue excluida de la excursión porque siempre sufrió de vértigo esa salida de madrugada. Nunca olvidó el espanto en el rostro de su abuela, quien quedó tan impresionada que estuvo tres días sin hablar. El abuelo tomó las cosas de otra manera, le pidió a dos arrieros que las acompañaran. Marisol siempre reviviría esa partida al amanecer, los arrieros parecían tener  tanto miedo como la abuela, pero ahí estaban armados, serios y firmes,  con cuchillos y carabinas esperando a su mamá y tías, para protegerlas durante la peligrosa subida al Risco Valle.

Tantas cosas misteriosas de las que se acordaba a pedazos; ahora iban sumándose a las notas encontradas. Por eso, fue madurando una idea y, por fin, tomó una decisión. Recurriría a Anita María, que claro, pensaba tan diferente… Observando el mundo a través de su paleta de adjetivos. Pero era la única que podría ayudarla a descifrar notas y recuerdos. Primero, le diría que estaba juntando algunos datos sobre su abuela. Sólo después, le contaría sobre el hallazgo de los fragmentos en el costurero.

 

 

III

 

La reacción de Anita María fue sorprendente. Al comienzo se quedó en silencio y luego dijo:

- Es curioso, pero escudriñar en los recuerdos de la abuela me parece casi un pecado, es como penetrar en la intimidad de alguien a la fuerza.

  -Marisol trató de convencerla. Le pidió que hablara solamente de lo que quisiera, sería bueno conocer otros aspectos de la vida que llevaba la abuela en Totihue. Y de pronto comenzó a describirla; era la mejor manera de entusiasmarla.  La veo durante el día siempre reclamando dijo Marisol mirando fijamente a lo lejos pero entre nubes veo también un momento especial al acercarse el atardecer, se ponía lentes y se sentaba ceremoniosamente a escribir o, a pasar en limpio,  recetas de cocina, puntos y dibujos. Me parece estar viendo unos que eran para bordar sabanitas de guagua. ¿Te acuerdas cuanta vida y esmero dedicaba a esos libros?

- Claro que si, pero cuando la casa Patronal en la que vivía se inundó, se llevó con esta muebles, recuerdos, cartas y notas, que ella afanosamente atesoraba, respondió de inmediato Anita María, en un lenguaje  curioso,  como si la misma abuela estuviera hablando…

-!Como podía haberse olvidado de la inundación! Exclamó para si misma Marisol. Muchas notas de esas misteriosas Tinajas debían haberse perdido en esa ocasión, pero todavía no quería contarle a Anita sobre su hallazgo. Por eso, solo dijo:  ¿Y que te parecía ese trabajo infatigable haciendo mermeladas, postres y tejidos?

-Anita, moviendo nerviosamente las manos y como atragantada por contar algo que acababa de suceder, comenzó a hablar sin parar: Me parece estar viendo sus invitados, entre los que siempre se encontraba el curita de turno, que venía a realizar la misa del domingo, a la que ella puntualmente asistía.  Después de la misa, convidaba al sacerdote a degustar alguna copita de vino de selección de la cosecha del abuelo, y un suculento plato, producto de las mejores recetas de cocina. Luego de charlar y contarle sus tristezas y problemas de salud, la abuela, como cumpliendo una penitencia después de la confesión, abría esa despensa repleta de mermeladas y conservas, que ella misma hacía, para obsequiárselas al buen sacerdote.

  - Marisol se puso a reír, solo Anita podía haber guardado esos detalles. Después de un rato le dijo: A la abuela no le gustaba el campo. Quería otro ritmo, el de la ciudad decía, donde todo era más fácil. La recuerdo, en los últimos años, cuando compró una máquina de tejer; verdadera revolución para su época. Sin embargo, sus hijos, que decía ser lo más importante en su vida, me parecían considerados un poco al margen…Como si hubiese otras cosas…

- Yo tenía la misma impresión, contestó Anita María interrumpiéndola, para que veas como tan niñas, nos dábamos cuenta de esas cosas. De hecho, aunque nosotras supimos por comentarios, siempre mantuvo a sus hijos repartidos de a dos en distintos internados de rigurosa educación religiosa y los  veía escasamente en las vacaciones, momento en el cual eso debe haber sido cierto , los compensaba con sus atenciones. Y, como hablando para sí misma, Anita agregó: Pese a su frágil presencia, sus labios finos    casi una línea  y su nariz espigada la delataban como una persona fría y calculadora. Aunque por el trabajo del abuelo permanecía constantemente sola y dedicada a las labores domesticas, había un exagerado esmero en todo lo que hacía.

- ¿Te acuerdas como nos enseñaba? Hilvanar- coser- bordar/ Urdir-tejer-cerrar.

- Si, nosotras aprendimos a bordar y tejer con ella, pero quedábamos repitiendo sus enseñanzas como si fueran una canción, para reírnos. Y solíamos jugar con sus colecciones, entre las cuales se encontraba la de botones; jamás volví a ver tal diversidad de tamaños, colores y formas.

- También nos hacía rezar el Ángel de la Guarda todas las noches.

- Y en el día, esa poesía de la Gabriela Mistral, Todas íbamos a ser reinas… Esa de las tres mujeres…

- ¿Tres mujeres dices? ¿No tendría algo que ver con las Tinajas? Dijo Marisol impulsivamente, traicionando su secreto.

- ¿Que Tinajas? Preguntó de inmediato Anita María sorprendida.

- Algo me acuerdo de tres mujeres llamadas así, contestó Marisol, tratando de restarle importancia.

- Nunca oí nada de eso, pero sí recuerdo las tardes cuando la abuela se sentaba bajo el parrón junto a la tía Viole, quien entre susurros, le comentaba las infidelidades de su esposo, en conversaciones que ellas decían ser solo para grandes.

- Cierto, era muy apegada a la tía Viole y no al tío Pascual, que era su cuñado. La tía Viole nunca tuvo hijos y  murió en ese accidente en la línea del tren. Que trágico fue todo eso y nunca se ha podido ni tocar el tema. ¿Fue después de la muerte de la abuela?

- Claro, poquito después. También, por ese tiempo, murió doña Nelly.

- Coincidencias misteriosas de las que estaba prohibido hablar; dijo Marisol casi para sí misma.

- Anita María  tomó un aire pensativo antes de decir: La abuela siempre gustó del misterio; lo oculto producía en ella una profunda fascinación. ¿Será por eso que siempre fue buena para guardar secretos propios y ajenos?

- No me acuerdo de ningún secreto    respondió Marisol   sin poder evitar un tono de voz   interesado.

- Había tantos, la guagüita de la empleada que nació en el altillo, las historias del tío Felipe, los romances e infidelidades de los dueños del fundo de Totihue, hasta la vida e historia del loquito de las velas. Todo eso lo sabía con detalles, pero no decía una sola palabra. Eran las empleadas que cuchicheaban sobre esas historias y siempre decían: la señora sabe de todo y se lo guarda.

- Nunca supe de esos secretos, pero no deja de ser curioso que al sufrir la hemiplejia, los médicos dijeran que podía hablar; al parecer ella no quería hacerlo.

    En ese instante, tanto Anita como Marisol, no quisieron seguir conversando. Permanecieron largo rato en silencio y, de repente, Anita dijo un poco desanimada y arrastrando la voz:

- Mejor continuar otro día.

 

IV

 

Marisol quiso seguir ordenando fragmentos al día siguiente, pero necesitaba hacerlo con calma. Al agregar a las notas y recuerdos, los detalles ahora contados por Anita, tenía la impresión de estar delante de un rompe-cabezas, para el que no tenía un modelo. Así que despacito por las piedras fue tratando de leer diversos papeles del costurero. Separó cuatro, esta vez sin ninguna pretensión de orden.

 - Inculcar la importancia del comienzo y del fin. Evitar salidas por los intersticios.

- Después de percibir y sembrar el germen (ilegible la continuación de la frase)

- Los enfermos – que están bajo control – han recibido la orden de actuar según los pensamientos que tenían.

 - Los empleados atraen naturalmente el odio. Sin embargo, con la humillación, el equilibrio es salvado.

   ¿Que enfermos y que empleados serían esos? ¿Tendría relación con las conversaciones y la constante vigilancia que ejercía su abuela con las empleadas? ¿Y los enfermos? Ahora que Anita María se había acordado de la tía Viole ¿habría que pensar que ella también tenía algo que ver con esas notas? De hecho tenía una cantidad increíble de empleados en el campo, en las caballerizas y hasta en la cocina. Era impresionante como una persona de apariencia tan frágil, como la tía Viole, sabía dirigirlos. Además, estaban aquellas visitas casi religiosas, que la tía Viole con su madre ya anciana y vestida siempre de café cumpliendo una manda a la virgen del Carmen , efectuaban por el campo de su propiedad, allá en Colbún. Su abuela también visitaba enfermos, Marisol la había acompañado tantas veces por Totihue… Aún recordaba la pobreza dentro de las casas de los campesinos, donde las guagüitas estaban siempre rodeadas de moscas. Sin embargo, a doña Nelly,  nunca la vio tratando con empleados ni visitando enfermos. Tendría que preguntarle a Anita. Comenzaba a sentir que sus recuerdos se transformaban, cuando hacían contacto con los de ella.

De todas maneras, eso de comienzo, fin e intersticios escrito en una de las notas, no parecía tener relación con enfermos y empleados. ¿O tendría? ¿Serían dimensiones cronológicas o aludirían a algún lugar?

De repente, se acordó de su mamá y sus tías comentando sobre  el cambio que se produjo en los arrieros, a la llegada y salida del Risco Valle. Primero, la prohibición inesperada de tirar fotografías y luego, la ceremonia con las yerbas recogidas por el camino. Las yerbas habían sido molidas en una piedra mortero, mientras repetían: corta, rompe y muele/ corta, rompe y muele… Muchas veces y como si fuera una oración, le había contado su tía Laura, con voz de secreto.

En ese momento, Marisol se dio cuenta que su manía de hacer relaciones la estaba llevando lejos. Era mejor volver a juntarse con Anita María quien, a pesar de las apariencias, mantenía los pies más firmes en la tierra.

V

 

La conversación con Anita esta vez fue diferente. Hubo una especie de acuerdo silencioso, para no se referir a la abuela. Tampoco fue sobre las Tinajas, ¿para que complicar las cosas si Anita había dicho nunca haber oído ese nombre?

- ¿Sabes en lo que he estado pensando constantemente estos días?  Dijo Marisol,  dando ella misma la respuesta: ¡En el poder de las hermanas Brunildas! !Todos tenían miedo de sus chismes! Caer en su boca era lo peor que, en el pueblo, podía suceder. Me acordé del fracaso de nuestra tentativa escolar, planeada con tanto cuidado, de hacer una pieza de teatro sobre ellas.

- Han pasado ya muchos años, pero aún está fresco en mi memoria el recuerdo de la antigua casona estilo colonial, al fondo de la calle donde vivían; un portón grueso y ancho daba paso a una segunda protección, con una elaborada reja de hierro. Desde él, ya se podía apreciar el jardín central rodeado por galerías y muchas habitaciones. Era la casa de Las señoritas Brunildas, las tres hermanas que habían recibido esta por herencia.

Así respondió, con aire solemne, Anita María; quizás repitiendo, sin darse cuenta, parte de la presentación que, de niñas, habían elaborado para la pieza de teatro…

- Pero yo no he pensado en la casa, dijo Marisol, aunque ahora que la describes, creo que formaba parte de su poder. Y queriendo quebrar a toda costa, el tono respetuoso adoptado por Anita para referirse a las Brunildas, agregó: También he pensado en el tío Nano, en la época que fue su vecino ¿Te acuerdas como inventó una estrategia para  defenderse y reírse de sus pelambres, llamando a su perro Poca-bola, cada vez que ellas aparecían en la calle?

         - El tío Nano se reía hasta de los muertos…

          - Sí, yo me divertía tanto con esas historias que contaba sobre  los entierros…

- Pero, esas hermanas eran serias, dignas hijas de un honrado matrimonio de burgueses de clase media alta, dijo Anita María, adoptando nuevamente un tono respetuoso.

- Por eso mismo se sentían con ese poder de juzgar a todos. Muchas veces me he preguntado si el haberme ido del pueblo, no tenía relación con un querer sentirme libre de su valoración, respondió asertivamente Marisol.

- Estás exagerando, no eran tan terribles como dices, respondió Anita. Si las observabas de cerca …

- El problema es que no se sacaba nada con tratar de entenderlas por separado, actuaban en conjunto. Su fuerza era esa…

- Marisol no consiguió terminar la frase. Fue interrumpida por Anita, quien ya transportada al mundo de las Brunildas, se sentía poseyendo un conquistado derecho a hablar, diciendo con voz de circunstancias: Hay que distinguir entre ellas, acuérdate de la señorita Inelia, la mayor de las hermanas; alta, orgullosa, profesora jubilada, mujer de rectos principios… Era la que gobernaba la casa con el beneplácito de todas... De majestuoso empaque, severamente vestida de negro, ademanes mesurados y dignos. Su inteligencia despierta y su cordura la hacían a menudo caer en la tentación de sentirse un poco dictadora. Habitualmente se la veía por las calles haciendo trámites legales, bancarios, o participando en alguna Institución de Beneficencia. Si me dejo llevar en alas del recuerdo, siempre aparece la Señorita Inélia disfrutando de la vida social, por lo que no era raro verla tomando un tesito, con alguna dama que consideraba de alta alcurnia.

- ¡Pero Anita, que te dio por hablar así de las Brunildas! exclamó Marisol  entre sorprendida e indignada. Y, sobre todo, de doña Inelia, la peor. No era un poco dictadora, como dices, era terriblemente tirana con las hermanas y con las adolescentes del pueblo…  Nunca olvidaré sus ojos de censura y como amenazaba tener una lista de todas las muchachas que circulaban debajo de los paraguas, según ella, con distintos hombres… Ejercía en el pueblo un papel de directora fascista de escuela de niñas, pero causó mucho daño con sus habladurías. ¿No te acuerdas?

- Anita María, siguiendo lo que había denominado de alas del recuerdo, pareció no oír la opinión de Marisol. Simplemente continuó con sus descripciones, ahora refiriéndose a la segunda hermana. La señorita Amanda, al contrario de su hermana mayor – dijo –  era alegre como un cascabel, vivaz, traviesa y divertida, era la que a mí más me gustaba, siempre en sus bolsillos guardaba algún caramelo para los niños.  Permanecía la mayor parte del tiempo en su casa,  pues  se encontraba a cargo de las labores domésticas como cocinar y mantener el aseo; sus salidas a la calle se reducían a pequeñas compras en los negocios del barrio, donde ella contaba con la simpatía de niños y vecinos. De fácil vivir, dinámica por naturaleza, pero muy olvidadiza; siempre con el manojo de llaves atado a su cintura.

- El recuerdo de Amanda hizo sonreír a la propia Marisol. Era  la única Brunilda que había visto reír, pero no quiso darle terreno a la inesperada defensa encarnada por Anita. Por eso solo dijo: Es cierto que Amanda era la única cariñosa con los niños, pero acuérdate que lo hacía medio escondida y con miedo de las hermanas… Además, estaba siempre vestida de café – debe haber sido por alguna manda a la virgen del Carmen –,  confundiéndose con la rigidez de las hermanas.

-¿Vistes como te acuerdas de la chiquita y simpática señorita Amanda? Dijo alegremente Anita María, feliz de haber introducido un recuerdo agradable, que pudiese romper con esa manía de Marisol de analizar a las personas del pueblo en términos de poder y clase social. Lo más probable era que Marisol nunca se hubiera olvidado que las Brunildas  la dieron por muerta, para el Golpe Militar, en el año l973. Era mejor ni tocar en ese asunto, así que rápidamente Anita comenzó a describir a la tercera hermana: La señorita Rebeca en cambio era misteriosa, controlada y hosca,  religiosa fanática, siempre se le veía paseando con su rosario en las manos; era de misa dominical y de infaltable presencia en los funerales. Lucía mantillas o chales y dicen que escondía más de una historia de amor, muerte o pasión. ¡Cuantos relatos de sufrimiento mezclados con cínico humorismo circulaban en sordina por el pueblo!… Todos le tenían miedo, pues era conocida por sus singulares poderes para santiguar, quitar el mal de ojo y sacar el empacho; oficio que realizaba a la perfección, debido a su poderosa y fuerte mirada.

-!Ah, menos mal que una de ellas te parecía beata y fanática! Pero las tres eran así, o las tres juntas, si  prefieres. De hecho, actuaban como un trío cómplice extendiendo intrigas y pelambres…. ¿No te recuerdas de las peleas de Leticia y América cuando estábamos montando la pieza de teatro? Es curioso, pero siempre que se las nombra surge un clima irrespirable y las personas terminan discutiendo y hasta peleando.

- Es cierto lo de las peleas en los ensayos. Me parece estar viendo a Leticia, diciéndonos que no podíamos representar a las  Brunildas  usando  los vestidos de fiestas de nuestras abuelas. ¡Como se paseaba furiosa mostrando los escotes de los vestidos y diciendo que ellas nunca los usarían! ¡Debían ponerse velos de misa! 

- Parada arriba de una silla, América, le respondía: ¡ridícula!  Con esa voz ronca y de superioridad que siempre tuvo la muy pesada, nos explicaba como  la pieza de teatro sobre Las Brunildas se desarrollaría dentro de un ambiente hogareño ¿cabía dentro de una morada una caracterización con velos de misa? Y, aprovechando de sembrar la cizaña, le contestaba a Leticia  desde lejos, y para que todos oyeran: ¡Apréndete bien tu parte será mejor, no vaya a ser cosa que te dé nuevamente el ataque de risa y dejes la grande!

- No es raro que haya sido una de las únicas piezas que no nos dejaron montar. En las otras, no hubo problemas y siempre teníamos público – dijo orgullosamente Anita María –  aunque tampoco faltaban los que se dormían en la mitad…

- Es que nuestras actuaciones eran interminables y en los intervalos hacíamos esas  representaciones de las propagandas oídas en la radio. ¡Que linda guagua! ¿Quien la crió? ¡Maizena Dropa me la engordó!...Y aparecíamos con una tremenda gorda, en un coche, disfrazada de guagua…

- Marisol y Anita María rieron y continuaron el resto de la tarde acordándose de sus actuaciones, de los programas confeccionados uno por uno y a mano, de las poesías que recitaba Marisol – para que no cantara, ¡pues era tan desafinada! –  y de las canciones interpretadas por Anita María y Georgina: Yo sé, yo sé, que me estás esperando, esperando….

VI

 

  Un día después de la conversación con Anita, Marisol se dio cuenta que conseguía ver  las Brunildas con alguna distancia. Esas juezas de las costumbres del pueblo comenzaban a parecerle hasta divertidas. Claro, esa impresión no significaba olvidar su actuación efectiva; el deseo de colocar el mal, donde habían percibido o sembrado el germen. En seguida, le pasó una idea por la cabeza; no sería nada de raro que hubieran sido pinochetistas, aunque dijeran estar por encima de todo tipo de asuntos políticos. Marisol dejó esa idea hacerse humo, ya que si seguía por ese lado, iría a parar lejos del misterio del costurero… En su propio ambiente familiar, las Brunildas habían sido responsables por muchas preocupaciones de sus papás. Para el golpe militar de 1973, Marisol se juntó a un grupo de estudiantes comunistas, que decían estar preparados  para defender el gobierno democrático de Salvador Allende. Una semana después se dio cuenta que no había ninguna preparación, pero esa era otra historia… El hecho fue que, en esa ocasión, las Brunildas echaron a correr la historia de Marisol, muerta en el Estadio Nacional, con una faja en el pecho... Sin mencionar las tragedias, oraciones y hasta misas que esa falsa noticia causó, lo curioso del relato era el detalle de la faja. En el pueblo, durante los años 68 y 69, sus compañeros de Liceo, querían realmente que Marisol fuera candidata a Reina de la Primavera; si sus papás lo hubieran permitido, habría recibido corona y una faja en el pecho, pero ellos  impidieron  que cargara el legado de las reinas del pueblo: andar en la boca de todos. Sin embargo, las antiguas historias, sumadas a los nuevos pelambres, no paraban de correr a través del qué dirán, comandado por la nefasta influencia del trío. No era así casualidad, que la batuta dirigente de las lenguas de lija, le hubiera puesto, ya muerta, una faja de terrorista de ultra-izquierda en el pecho.

Pero cada vez que se recordaba de las Brunildas, Marisol sentía crecer su curiosidad por Las Tinajas. Según los fragmentos de la abuela, también eran tres señoras, pero ¿serían hermanas? … Hermes, ese niñito adoptado que figuraba en las notas, se refería, ya al parecer adulto, a los “archivos de futuras Tinajas”, ¿Ser Tinaja sería un cargo heredado? ¿Indicaría alguna función ejercida por ellas en su comunidad? Además, era imprescindible saber si esas señoras vivían en el campo o en el pueblo, porque aunque estuvieran al lado, la diferencia de costumbres era gigantesca.

Recogería nuevamente algunos fragmentos del costurero, no era mala idea comenzar a leer ahora los que tenían fechas; en otra ocasión los había dejado de lado y podrían mostrar – quien sabe –  algún dato fundamental.

Seis de octubre de l950.

                      Las tres Señoras, junto a la quietud de la lava fosilizada.

La repetición del movimiento permanece lo esencial.

El movimiento pensado como la bruma de la nada.

El caballo de madera, al contrario, (ilegible la continuación) Necesario para la madre de las Señoras.

Ocho de octubre de 1950.

                      Conservar las tres velas encendidas durante tres días.

Cuidado con posibles inundaciones.

Evitar encuentros con los tuetué.

Diez de octubre de 1950.

Medir siempre hasta donde se va.

Atención al lenguaje.

 Ahí había conseguido reencontrar una serie cronológica, pero en vez de rebelar algo parecían huellas de un mundo cada vez más hermético. Logró ordenar otras notas que trataban del agua, pero en fechas distantes…

11 de noviembre de 1948.

Al llover las tinajas de greda tienen la propiedad de guardar agua, pero su función es apresarla, impedir la pérdida por el movimiento.

8 de julio de 1951.

Situarse fijamente en el suelo evita los movimientos, los flujos; cuidar de posibles desestabilizaciones por el agua.

Marisol continuó tratando de encontrar un orden revelador. Solo consiguió reunir tres notas de 1953, todas de meses diferentes, pero con fechas de día 15. Eran aburridos consejos, al parecer sin ninguna relación con  los otros fragmentos. Sin embargo,  el nombre Las Tinajas, estaba en cada una de esas instrucciones ¿de quien para quien?,  ¿porqué la coincidencia de los días quince? …

15 de Abril de 1953.

                      Tallos de cardenal para guaguas estíticas.

Palitos de orégano para los hoyos de las orejas

Matico para el estómago

Cáscara de granada para la diarrea

Cálculo de vaca para la artritis

Perejil (borrada la continuación)

15 de Septiembre de 1953

                     Ubicar y reconocer ortigas y cardos.

Recorrer los faldeos del cerro (después de la lluvia) buscando callampas

Distinguir callampas (comestibles y venenosas)

Recoger bostas de vaca y quemarlas en los lugares indicados

                      Enterrar las uñas cortadas, en una bolsita de seda roja, en noche de luna llena

Poner a secar los cordones umbilicales de las guaguas recién nacidas.

15 de Noviembre de 1953

                     3 subidas al Cerro de la Cruz

5 vueltas por el Camino de las Rosas.

                    1 visita a pie ida y vuelta  hasta los Boldos

 

Sin embargo, después de leer esa larga serie de instrucciones Marisol llegó, por lo menos, a una conclusión: Las Tinajaseran hermanas. En la nota de seis de octubre de 1950 se mencionaba a “la madre de las señoras” mostrando, además, que Las Tinajas eran del campo. Algunos de los secretos de naturaleza, mencionados en las notas, corrían también por el pueblo, pero no todos. Además, cerros, callampas y vacas eran parte del paisaje del campo y los lugares mencionados, ya no tenía dudas,  eran todos de Totihue. Con razón su abuela tenía escondidas esas notas, su abuelo era contra las supersticiones, pero no por eso dejaba de usar en el invierno polainas de lana roja para la artritis de las rodillas y contaba, sorprendido, como al ver pasar volando por la casa un tuetué, pájaro de mal agüero, gritó túmbalo San Benito y el pájaro calló fulminado al suelo.

En el pueblo era diferente, los secretos de naturaleza se aplicaban para callado, pues los médicos no querían saber de los poderes del perejil y ni siquiera de la agüita de té para los ojos. Si el caso era  serio se recurría a doña Zunilda y su jardín,  una orgullosa señora indígena,  madre y parte del trío de las modistas, que siempre tenía la plantita adecuada para la cura. Si el caso era más grave, no quedaba otro remedio que recurrir a los poderes de Rebeca, una de las hermanas Brunildas. Hasta Hermes, el hijo de doña Magnolia y nieto de doña Zunilda, o sea el retoño de las modistas – enemigas a muerte de las Brunildas – fue santiguado en una ocasión por esa bruja beata que era Rebeca. No fue fácil, el niño Hermes estaba muy mal, pero se salvó gracias al poder de una Brunilda. De lo que se sabe hasta hoy, esa fue la única ocasión en que hubo un encuentro entre las hermanas Brunildas y las tres modistas.

 

VII

 

De niñas, Anita María y Marisol habían sido obligadas a frecuentar tanto  la casa de las Brunildas, como de las modistas. Visitaban a las hermanas Brunildas cuando venía su tía Elsa, de Santiago. Marisol se acordaba como se dirigían arregladas y con algún engañito, a tomar el té al misterioso caserón. Eran recibidas y saludaban a cada una de las hermanas en el vestíbulo y luego pasaban a un salón, donde se sentaban alrededor de un gran bracero de cobre redondo. Ellas habían conocido a la abuela paterna y, por esta poderosa razón, las puertas de la casa se abrían solemnemente para esta hija de una conocida y sus sobrinas.

A la casa de las modistas, en cambio, iba habitualmente su mamá, pero también su abuela y sus tías, que viajaban desde Totihue para hacerlo, o sea, el lado materno de la familia.

Para Anita María aún persistía en su memoria el recuerdo maravilloso de esas ocasiones en que ligeramente emocionadas llegaban al pueblo, su abuela y sus tías. Como siempre las acompañaba en las compras podía revivir, como si fuera ayer, el recorrido efectuado  por las tiendas en busca de alguna novedad.  La primera parada era en la tienda Selume; sus dueños, de origen árabe, eran excelentes comerciantes y siempre sorprendían a su distinguida y selecta  clientela con novedades, recién traídas del exterior. Empinada en los grandes mesones, porque aún era muy pequeña, Anita María podía apreciar la gran cantidad de telas de diversos estampados y colores; había tules, encajes, percalas y géneros de fantasía, pero también sedas y brocatos. Para ella, sin embargo, el tipo más especial de tela era el hijo del dueño de la tienda; de finos modales, como si fuera de seda, nervioso y exagerado en su atención, estaba siempre deslizando telas sobre el mesón e invitando a tocar las más variadas texturas. Siguiendo la travesía, se dirigían a la Moneda, tienda de los botones, blondas y encajes; todas las piezas separadas en un primer momento eran sometidas a una minuciosa elección, pues tenían que combinar, formando el detalle y accesorio perfecto para los géneros ya comprados. La meta final era una verdadera prueba de paciencia: la larga espera en la casa de las modistas.

En las primeras visitas de Anita María y Marisol a las modistas simplemente acompañaban a su mamá, abuela y tías.  Pero, el día once del mes once – el mismo mes que la abuela –  nació Georgina, y se produjo un gran cambio para las dos hermanas: su mamá tuvo un ataque de nervios y nunca más pudo tomar leche. Contrastando con esas tragedias,  su abuela estaba feliz por el nacimiento de esta tercera niña. Vino directo desde Totihue a acompañar a su hija en el parto y, sin que se supiera el motivo, dicen que en el hospital exclamaba sin parar: ¡Yo la cuido!,! yo la cuido! Nadie podía presentir que Georgina sería la nieta más parecida a la abuela…

Marisol y Anita María fueron de a poco adaptándose con esta nueva hermana, nacida en el año 1957. Inventaban juegos; balanceando la cuna como si fuera un columpio y luego, cuando ya se sentaba, la paseaban, tomando las puntas de adelante de un choapino, que arrastraban corriendo por el piso. Era una especie de número de circo; Georgina se reía y eso contribuía para el éxito de la actuación – que acontecía siempre que sus papás iban al cine o alguna comida del Club de Leones –. Pero cuando Georgina cumplió un año les cambió realmente la vida. Las llevaron, con gran ceremonia, hasta la casa de las modistas y, a partir de ese día, se acabó la individualidad: comenzaron a vestirlas iguales.  Además, esas visitas se hicieron constantes y parte fundamental de su vida.

- Anita María, tomando la iniciativa, le dijo a Marisol: Me estuve acordando de las esperas que teníamos que hacer en la casa de las modistas; sentadas como señoritas en un acogedor y cómodo  living de sofás y sillones floreados.

            - Siempre ha estado presente para mí doña Tilia, sus alfileres y el tiempo que no pasaba, respondió de inmediato Marisol, que desde hacía días venía pensando en lo mismo. Era como si las Brunildas las hubieran conducido, naturalmente, al recuerdo de sus enemigas pueblerinas. Pero se limitó a exclamar: ¡Cuantas horas pasamos en ese living!

- De cierto modo aminorábamos la espera al dirigirnos a la mesa de centro, donde se apilaban las revistas de moda, con los últimos modelos de la temporada, agregó Anita María, relatando de forma expresiva y como para sí misma: ¡Como hojeábamos pacientemente, una y otra vez cada revista! La finalidad era sacar ideas y elegir el vestuario que, por supuesto, debía gozar de cierta exclusividad.

- Si, había la paciencia, pensó Marisol, pero principalmente la necesidad de pasar el tiempo, de llenarlo con algo, o el cruzamiento de ambas cosas. Después de un rato, dijo en voz alta: el tiempo se detenía y la gran palabra era esperar.

- No necesitas usar ni ese tono, ni esas palabras, dijo Anita María. Era muy simple: esperábamos a  doña Tilia que, en el momento menos imaginado, haría una entrada solemne en su propio living.

- Si, en ese living de sillones con respaldos altos y vestidos.  Los muebles tenían ropas en la casa de las modistas, concluyó Marisol. Pero, en seguida, retomó el diálogo con su hermana y le dijo: También me acuerdo, como tú, que elegíamos modelos de vestidos en las revistas, pero no sé porque no hablábamos, a veces solo susurrábamos…

- Porque íbamos a ver y escuchar a  dona Tilia, dijo con énfasis Anita María.

-Tienes razón, pero no era solo eso… Aunque te voy a dar en el gusto, hablemos de  dona Tilia, que era respetada por su trabajo y, al mismo tiempo, no era una persona muy querida en el pueblo… Sin embargo, yo me acuerdo de ella con mucho cariño.

- Yo también, dijo Anita María. La estoy viendo hacer su entrada en el living; menuda, de mirada vivaz, seria y orgullosa de un oficio que realizaba con real dedicación. Tenía un gusto  elegante, lo que  hacía de ella una persona de prestigio, a prueba de las más exigentes damas del pueblo…

- Si, lo que no impedía que las malas lenguas echaran a correr historias, como esa de dejar, de adrede, alfileres en los vestidos. Deben haber sido pelambres de otras modistas, porque con nosotras eso nunca sucedió. Doña Tilia era cariñosa, pese a que no demostraba ningún sentimiento. El cariño parecía depositarlo en el cuidado con que terminaba cada pieza de ropa.

- Claro, era prolija, detallista y responsable afirmó Anita María con vehemencia. Sus estudios de alta costura la colocaban por encima de las otras modistas del pueblo, cosa que a pesar de las envidias, ella bien sabía y utilizaba a su favor.

- Pero  doña Tilia no trabajaba sola, dijo Marisol. Estaba la hermana, doña Magnolia, y la mamá de las dos: doña Zunilda. Como las tres cosían las llamaban las modistas. Corte, pruebas y terminaciones eran obra de doña Tilia. Pero era doña Magnolia que cosía y doña Zunilda quien hilvanaba.

- Doña Magnolia también tenía a su cargo actividades como el pespunte, los ojales y el planchado de los trajes, precisó Anita María, quien nunca descuidaba los más mínimos detalles.¿Te acuerdas como realizaba su trabajo con una mezcla de alegría y relajo? Parecía cumplir cada labor sin grandes aspiraciones, como si el propósito fuera simplemente el bienestar de su clan.

- Yo me acuerdo más de la mamá, doña Zunilda, respondió Marisol. La veo caminando hacia su jardín, donde había todo tipo de camelias y plantas medicinales; ya viejita arrastraba los pies, pero continuaba con la misma altivez y de cabeza alta, usando sus típicos aros de plata mapuche.  A menudo era criticada porque decía, sin censura, todo lo que se le ocurría. ¡Hubo un tiempo en que le había dado con asociar a nuestra hermana Georgina con una serpiente!

- Sí, y cuando Tilia no estaba en su mejor día, doña Zunilda advertía sin rodeos a las clientas: Hoy día la Tilia amaneció gilidiosa, completó Anita María.  En ese aspecto doña Magnolia se parecía a la madre, pues siempre demostraba sus emociones directas y sin vueltas; sus afectos también emergían de una manera natural y espontánea. Claro que, a diferencia de la madre, apabullaba a las vecinas del barrio con escenas teatrales desmesuradas y su falta de tacto en las conversaciones actuaba en su contra, sobre todo cuando se trataba de algún chisme captado en la pieza de costuras…

- ¡Ah! ¡La pieza en la que cosían mirando hacia la calle! Dijo con entusiasmo Marisol. Me acuerdo de las ventanas, pequeñas, pero siempre abiertas. Sí, porque vivían en una casa de tamaño medio, en una calle lateral del pueblo. Además, en la noche, cada pieza debía transformarse en dormitorio, pero durante el día la casa era un verdadero altar de la costura.

- Claro, en la pieza de las pruebas se notaba que dormía alguien…Comenzó a decir Anita María, pero fue interrumpida por Marisol, quien parecía haber confundido una simple conversación con un discurso sobre las modistas y ya no paraba de hablar: Era la pieza del gran espejo, afirmó con autoridad,  a  la que por fin se pasaba después de la espera. En esa pieza de reflejos cada alfiler iba siendo cuidadosamente colocado, alterando la primera prueba y los detalles marcados previamente con tiza. Sin embargo, entre cada alfiler, la conversación iba recorriendo los más diversos acontecimientos ocurridos a los habitantes del pueblo. Si, porque doña Tilia siempre estaba al tanto de las últimas novedades, pero también de la política del país. Ellas no se sentían, como las Brunildas, por encima de eses asuntos, declaraban simpatizar con los socialistas y recitaban de memoria, mientras cosían, El canto general de Pablo Neruda. Claro que de la política del país, se pasaba a la del pueblo y de ahí a  las próximas fiestas que estaban siendo planeadas, los vestidos mandados a hacer, los hombres sorprendidos en infidelidades, comenzando con aquel don Juan de mirada huidiza, que era su propio marido.

- ¡Ah! Si, el marido de doña Tilia, un conocido funcionario de la Compañía de Agua Potable, de gran conciencia social y muy querido por su disposición  a resolver problemas de la gente más pobre, pero con fama de mujeriego e infiel. Según decían las infaltables componendas pueblerinas, debido a la infertilidad de su esposa que nunca pudo darle los hijos que anhelaba… Alcanzó a decir rápidamente Anita María, antes que Marisol continuara.

            - A diferencia del caserón de las Brunildas, donde vivían solo mujeres orgullosamente solteras, en la casa de las modistas había dos varones: Hermes, el hijo de doña Magnolia, nunca se supo quien era el padre, y el gordito Jacinto, ese funcionario del agua potable y marido de doña Tilia, que tú estabas describiendo...

- Pero la clave del clan de las modistas era para mí doña Magnolia, aprovechó de agregar Anita María. Gracias a ella se mantenía esa férrea unión. Siempre satisfaciendo los reclamos y  pedidos de su entorno; cuidaba de su hijo Hermes y convivía con su hermana, su demandante  madre y su cuñado, con el cual siempre fue amable y considerada al punto de  entenderlo más que su propia esposa y mantener con él, una oculta y peligrosa relación que, según los cuentos en circulación por el barrio,  no dejaba de sorprender…

- ¡Ah! Dijo Marisol riendo, eran tantas las historias que corrían sobre las modistas. Se contaba hasta que, de muchacho, a mi papá lo habían pillado escondido debajo de la cama de la Tilia. Me acuerdo que él se reía mucho con ese cuento, pero de hecho nunca lo desmintió y no dejaba de tenerle un miedo respetuoso a doña  Zunilda, de la que, según esa historia, habría arrancado a perderse…

 

VIII

 

La historia de Hermes, sin embargo, no había terminado de manera cómica.  Marisol ya se había ido del pueblo y no la conocía. La posibilidad de revivirla había quedado así en manos de Anita María, para quien, el retoño de las modistas fue un niño excesivamente cuidado y se diría que hilvanado por ellas tres.

El niño Hermes jamás se ensuciaba; estaba siempre correctamente vestido y peinado a la gomina. Tal vez, por eso mismo, inspiraba fragilidad y ternura con solo observarlo. Un poco inseguro y dubitativo de sí mismo, daba la impresión de ser complicado en su mundo interior y siempre se le veía ensimismado, aunque terminaba resolviendo sus problemas de  maneras más bien frívolas. Así lo recordaba Anita María, como el niño mimado del barrio al que pertenecía. Como tal, gozaba de ciertos privilegios; podía jugar y competir con sus amigos resultando siempre ganador. Cuando había peleas o discusiones Hermes tenía una gran habilidad para  hacer de mediador, contando siempre con el apoyo femenino. Sus travesuras pasaban casi inadvertidas; inteligente, diplomático y sensato llegaba, por lo general, donde quería. Rodeado por una especie de silencio, todo lo conseguía sin levantar nunca el tono de voz. Muy sociable, le gustaba saludar y recorrer el vecindario de casa en casa, y en casi todas, era premiado con alguna galletita o golosina por sus buenos modales y cortesía.

Hermes ya adolescente cursó su educación secundaria sin sobresaltos, siendo un alumno disciplinado, de promedio regular, pero destacado por su gran conciencia social manifestada en un espíritu solidario. Más tarde, Anita María fue testigo de la satisfacción de Tilia, Magnolia y abuela Zunilda, producto del tan esperado  ingreso de Hermes a la universidad para estudiar licenciatura en Historia. Todos los pensamientos y conversaciones de las modistas se centraban en este hecho; ellas sentían que las dedicadas enseñanzas y el cariño otorgado con esmero eran encauzados y retribuidos por un Hermes esforzado y estudioso. Los fines de semana eran aguardados con mucha alegría y alboroto en la casa de las modistas, que preparaban un recibimiento colmado de atenciones; estos iban desde una buena comida, el lavado y cuidado de sus ropas hasta recomendaciones y consejos que cansaban a un Hermes ya no resignado a recibir tanta protección, pues había aprendido a sentirla como control.

Fue en uno de esos tantos viajes que Hermes, aquejado de una grave peritonitis, fue a parar al hospital del pueblo librándose así del acoso de las modistas y quedando en manos de una bonita, alocada y superficial enfermera, con la que a partir de entonces se involucró en una apasionada y, segundo comentarían más tarde las Brunildas, enfermiza relación sentimental que lo dejó atrapado y sin salida. De hecho, se apartó de su  abuela Zunilda, quien permanecería el resto de su vida sentada al lado de un pequeño brasero de hierro, quemando terrones de azúcar y golpeando enérgicamente el suelo con un bastón. Tilia y Magnolia contaban que después de la partida de su añorado nieto, resultó imposible hacerla cambiar sobre cualquier cosa que se le metiera en la cabeza, dejando chiquitito aquel dicho de más taimado que mapuche curado. Luego del alejamiento de Hermes dejó de existir su tía Tilia, de la cual hasta hoy se comenta un hecho singular: nadie pudo vestirla después de fallecida, ella que pasó su vida trajeando a las damas más consideradas del pueblo, se habría ido simplemente con la camisa del hospital.

Hermes, muy contradictorio en asuntos del corazón, no solo dejó la casa de las modistas, mas abandonó sus estudios y trató con ilusión de formar su propio hogar. Los problemas no tardaron en presentarse, sin embargo los evadía concentrándose cada vez más en un trabajo que le absorbía todo su tiempo. Es así como el destino hizo de Hermes un destacado funcionario público del Registro Civil; puesto en el que se desempeñó con eficacia y éxito trabajando incansablemente en el manejo de certificados y documentos, registrando nacimientos, matrimonios y defunciones y transformándose en un engranaje fundamental  para la organización jerárquica de su pueblo. Compenetrado en su función, dirigiendo rigurosamente a sus empleados, con un rostro que reflejaba el orgullo y satisfacción de haber archivado y puesto en orden los múltiples acontecimientos que cada día irrumpían inesperadamente en su pueblo, se le veía pasar de regreso a su hogar todas las tardes; con apariencia impecable, el cabello engominado como en sus tiempos de niño y su terno de corte inglés protegido por unas oficinescas manguillas. ¿Preservaba de esta manera los buenos modales aprendidos junto a sus madres modistas?

Lamentablemente, su hogar no poseía el orden que Hermes encarnaba e implantaba en su trabajo. Y las Brunildas, aprovechándose de esta situación, harían correr a voz en cuello historias de despilfarro, adulterio y promiscuidad protagonizadas por su joven esposa, atribuyendo al peso de tristezas y vergüenzas la salud deteriorada, la vejez prematura y la ceguera incurable de los últimos días de Hermes. 

Después de escuchar la historia sin final feliz que tuvo el Hermes del pueblo, Marisol se dirigió al costurero y entre los fragmentos sobre las Tinajas, trató de separar todos los que concernían al otro Hermes. No podía dejar de preguntarse si sería coincidencia, simple alcance de nombre, o habría alguna ligación entre esos dos Hermes. Para no entrar en un callejón sin salida se limitó a releer las notas ya clasificadas, en las que Hermes era mencionado como un niño adoptado por las Señoras (¿Tinajas?) o por la madre de las Señoras. Al parecer conoce o descubre algunos secretos, aunque parece vivir rodeado de un ambiente que no entiende. Marisol, dialogando consigo misma, se pregunta de inmediato si  esas conclusiones habían sido creadas por su lectura o realmente se había atenido a los escritos encontrados. De hecho, Hermes aparecía en otros fragmentos, como si ya fuese adulto; contando sobre un accidente y respondiendo a alguien que lo interrogaba (¿sobre las Señoras o sobre algo que él había hecho? No estaba claro.) Sólo era seguro que conversaba con su abuela y, al mismo tiempo, con otras personas (¿la tía Viole, doña  Nelly?). Como no quería reencontrarse nuevamente con sus propias conjeturas, Marisol se limitó a escoger entre los fragmentos aún sin clasificación, aquellos en los que aparecía el nombre Hermes. Encontró cuatro, todos sin fecha y los ordenó según lo que decían, pero no quedó satisfecha: ¡la letra de su abuela era tan diferente en cada uno de ellos!

- Hermes había querido que su vida fuese distinta, llevar al extremo un gesto heroico y haber muerto por él. Y ahora lo obligaban a contar todo.

- Hablar ahora, decir todo (ilegible o borrada la continuación). Hermes se dio cuenta que al igual como el trío de sus madres su problema era poder guardar silencio.

- Hermes contó que, precisamente en el momento de su encuentro con lo heroico, se paralizó al acordarse de las Tinajas. Quizás todo hubiera sido distinto si hubieran dejado que tomara forma el cuarto cerrado con el caballo de madera… Pero la vida de las Señoras no podía ser referida a quizás.

- Hermes solo pudo ir repitiendo, cada vez más débilmente, gestos y hábitos que los otros aceptaban como suyos.

 

IX

 

Cada vez que se sentía rodeada por esa bruma desconocida, Marisol buscaba ahora la ayuda de Anita María, no para compartir incertidumbres, sino para darle vueltas a las experiencias que ambas habían vivido. Pensó que lo mejor era volver a las Brunildas, esos fantasmas inmóviles en la puerta de su casa, observando y comentando todo lo que pasaba con el rosario en una de sus manos constituía una experiencia vivida por varias generaciones.  Por eso, apenas la reencontró, le dijo:

- ¿Te acuerdas del rezo de las Brunildas? Era una letanía cansada que intercalaba las copuchas de la calle.

- Anita, sin mucho entusiasmo, se limitó a decir: Cuando estaban más viejas eran simplemente las manos que se movían, sino fuera por ese gesto se podía pensar que hacía tiempo ya estaban muertas.

- Pero Marisol se refería a la época en que aún retumbaba su voz, ¡que bien las imitaba su entonces vecino, el tío Nano!:

Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, ¿vistes como pasó Ernesto borracho? Bendita tú eres entre todas las mujeres, la mujer de Ernesto sale con otros… y bendito sea el fruto de tu vientre, el hermano está peor, se metió en estafas por causa de una amante, Jesús. Padre nuestro que estás en los cielos, allá va de nuevo la Francisca arreglada como para una fiesta, santificado sea tu nombre, pasa viajando a Santiago, líbranos de todos los pecados…”

- Sin embargo, esa murmuración monótona de rezar el rosario y susurrar pelambres, se quebraba cuando pasaba la Banda Municipal, aunque fuera para anunciar la muerte de algún bombero, agregó Anita. ¿Te acuerdas que Manuel había escrito sobre la Banda?

- Ah! si, nos gustó mucho ¡que pena que se haya perdido ese escrito! exclamó Marisol.

- Me acuerdo que se refería al feo y famoso personaje que la dirigía. Cuando anunciaba fiestas la Banda era más animada y hasta tocaba: anoche murió un bombero, lo fueron a enterrar, le echaron poca tierra y volvió a resucitar…

- También se podía interrumpir ese rezo/pelambre de las Brunildas con los juegos, gritos y músicas de los niños y jóvenes, dijo Marisol. Para enseguida agregar algo que venía madurando desde la última conversación sobre ellas. He pensado que entre los adultos, solo se apartaban del peso de su letanía ordenadora los que poseían un grito de guerra. Nosotras teníamos un papá con su propio grito de guerra, eso debe haberlas incomodado terriblemente. Éramos una familia diferenciada por esa vibración del: !aaaaacááááááá!. Pero, al mismo tiempo, era curioso que conocidas de su madre, mi papá y mi tío Nano no las tomaran en serio…

- Anita María aprovechó de decir: Pero ellos no tomaban a nadie en serio;  acuérdate que Tuerce-rabos (del Club de Leones) y Palomilla (del Pueblo) eran títulos que los enorgullecían, al reforzar su fama de dicharacheros. Además, mí tía Elsa era recibida por las Brunildas por ser mujer, soltera y ya no vivir en el  pueblo.

- Como a Marisol le gustaba complicar las cosas, agregó: Por otro lado, no había nadie más respetuoso del qué dirán del pueblo que mi papá y mi tío; quizás influía el hecho de haber quedado huérfanos tan chicos: mi papá con 11 años y mi tío Nano de meses. Y aunque pasaron su vida riéndose, nunca se opusieron, llevaron la contra, ni actuaron al revés de lo que era respetado por las Brunildas

- Anita María, que durante toda una vida había aprendido a desviarse de ese tipo de  conversaciones de Marisol, respondió simplemente: Quien les declaró la guerra fue Pedro, el hijo de la belleza del pueblo. Dicen que empezó con chistes y bromas, después se paseaba por la puerta del caserón, vestido al revés o iba a sentarse a la plaza a leer el diario patas p’arriba.

- Si, a mi papá le encantaba esa historia, dijo Marisol, pero contaba que Pedro terminó por ver a todo el mundo como encarnación de las Brunildas, haciendo tocar unas campanas cada vez que salía de su dormitorio; todos debían esconderse y él se libraba de ver gente…

- Y lo más increíble es que los padres de Pedro seguían al pie de la letra lo que les pedía, explicando que estaba bajo la maldición de la Brunilda Rebeca…

- Las Brunildas seguían siendo las verdaderas juezas de las costumbres del pueblo. Quien reaccionaba a su poder e influencia, sólo lo reforzaba, murmuró Marisol, esta vez, casi hablando consigo misma.

Pero, menos mal que existía septiembre y las Fiestas de la Primavera, durante las cuales muchas cosas se permitían y se podía descansar de la presión del qué dirán. Y fue al mencionar las fiestas y como por milagro, que Anita María y Marisol coincidieron en sus recuerdos, sin parar de hablar durante toda una tarde.

Solo las Fiestas de la Primavera permitían concentrar en la plaza del pueblo a toda la gente sin distinciones ni diferencias. Se encontraban codo a codo ricos, pobres, políticos, beatos, ateos, niños y ancianos. A los personajes típicos del pueblo se sumaban locos, cuerdos, borrachos, abstemios, tímidos y los infaltables figurones. Desde muy temprano ocurría la peregrinación del Alcalde y autoridades, debidamente acompañados de la Banda Municipal, dirigiéndose al cementerio para homenajear a los ya difuntos ciudadanos ilustres del pueblo. La Banda era una atracción por si misma; dirigida por un flaco y feo maestro de orquesta que al son de los acordes iba sufriendo una gran transformación. Todos se olvidaban por un instante de su poco agraciado aspecto, pues este singular personaje alto, con dientes de oro y gruesos lentes oscuros poto de botella, daba lugar a un danzarín que corregía desesperadamente los errores de sus decadentes y desafinados músicos. Mas de algún campesino al verlo insinuaba un parecido con el diablo, debido a su altura y nariz aguileña, pero sobre todo por su eufórica danza, en la que sobresalían sus piernas flacas que ya no se entrecruzaban torpemente al compás de la batuta, mas ascendían en una especie de levitación.

Al comenzar la tarde irrumpía la música en una plaza exageradamente iluminada y adornada para la ocasión.  La gente provista de chayas, serpentinas y globos se reunía y giraba alrededor de la pileta esperando la ansiada aparición de los carros alegóricos que, poco a poco, iban haciendo su entrada triunfal. Cada barrio e institución presentaba un carro diferente, seguido por su respectiva comparsa. No siempre las instituciones tenían el honor de presentar el carro con más chispa. Por lo general, las poblaciones más pobres representaban divertidas escenas del diario vivir que eran las más aplaudidas por el pueblo. La característica principal de cada comparsa era marcada por la espontaneidad y originalidad de los disfraces, que eran improvisados y creados con lo que cada uno encontraba a mano. Así fue como el Cururo, en una de las más recordadas fiestas,  arrancó la corteza de una palmera de la avenida principal, cubriendo con ella su cuerpo y ayudado por su robusto físico tuvo un éxito memorable como el gran gorila de la plaza. También fue muy comentado el caso de un Alcalde que apareció con pañales y chupete,  disfrazado de guagua y  conducido en un coche por su flaca y débil esposa.

Cada sector presentaba su reina, que no siempre era elegida por sus atributos físicos. Podían ser candidatas y de hecho lo fueron, la muchacha  que estuvo encadenada por dos días a la pileta de la plaza en protesta contra la poda de los añosos árboles de la avenida principal del pueblo; o la única sobreviviente de un fatal y trágico accidente camino a la cordillera; también la que viajó con su mochila al extranjero para conseguir un autógrafo de un famoso cantante de la época y la chiquilla que, vestida de negro riguroso con pañuelo rojo al cuello, marchó encabezando filas, con militantes de un frente revolucionario, dejando perplejos y sorprendidos a sus tradicionales y acongojados padres. No obstante, la singularidad de cada historia era apagada cuando las reinas pasaban a formar parte del comidillo y habladurías  del pueblo durante el resto del año. Las horrorosas lenguas de lija hacían su propia fiesta comentando como una de las reinas había escandalizado a la gente decente por su pronunciado escote o como el director de la Cámara de Comercio había invertido no solo comprando los votos para la elección de su hija, sino que la había sometido a una vituperada depilación, para acabar con los comentarios que la apodaban de mujer barbuda.

Las fiestas culminaban, como broche de oro, con un desenfrenado y permisivo baile oficial y solo a partir del día siguiente, cuando todo volvía a la normalidad, reaparecían las Brunildas para  censurar y tratar de imponer nuevamente sus rígidas reglas morales. En ese momento, y como queriendo continuar con la alegría de esas fiestas, dijo Marisol:

-¿Te acuerdas que en uno de esos carros alegóricos venían una vez tres mujeres copuchentas? Todo el mundo decía que eran las modistas, pero tengo seguridad que pensaban en las Brunildas, sólo que nadie se atrevía a decir una cosa de esas.

- Tienes razón, exclamó Anita María, las máscaras usadas eran muy parecidas a las de las tres hermanas y la música de fondo que traía el carro era:

La copucha, la copucha, la copucha va creciendo,

La copucha, la copucha, la copucha reventó.

- Interrumpiendo la canción de su hermana, Marisol preguntó: ¿Y nuestros disfraces?

- ¡Nunca los he olvidado! Exclamó riéndose Anita María.

- Pero Marisol, sin considerar la risa de Anita, continuó diciendo de inmediato: tardé en darme cuenta, pero hoy pienso que marcaron mi forma de ver la vida. No solo porque vistiéndonos como una pareja de vieja y viejo borrachos abandonábamos los ideales de nuestras compañeras de escuela: princesa, hada, bailarina… Sino porque nos permitió conocer dimensiones inesperadas de los otros; la maldad y violencia de los pelusas, esos cabros chicos que nos seguían y me tiraban piedras  diciéndote: defiende a la vieja, pues viejo maricón... También pudimos desenmascarar a muchos pretendientes, que sin imaginar que éramos nosotras, mostraban otra cara, otra forma de hablar…Comportándose, la mayoría de las veces, de una manera casi sórdida con esta divertida y pueblerina pareja de viejos borrachos en que nos transformábamos.

- Las máscaras ayudaban, porque eran increíblemente cómicas, agregó rápidamente Anita María, además alterábamos el cuerpo con plumones y rellenos exagerados, lo que hacía imposible que nos reconocieran…

 

X

 

- Septiembre fue siempre un mes mágico, suspiró Marisol, los aromos floridos, la fiesta de la primavera, los rodeos, las fiestas patrias, el día del pueblo y los volantines… Que según mi tía Graciela, le encantaban a mi abuela.

- Anita Maria había continuado dándole vueltas a la historia de su abuela y por eso dijo de inmediato: La abuela fue para mí un enigma y una constante contradicción. Sus ojos resplandecientes, pero con un brillo triste, parecía excusarse de seguir luciéndolos en un rostro que se desmoronaba por su delicada salud; de apariencia  fina y delicada,  siempre concentrada en sus sufrimientos, desdichas y deseos insatisfechos, aparentemente más victima que mujer fuerte, efecto que ella trabajaba para sus propósitos…

- Marisol también había seguido pensado en la vida de la abuela y por eso le respondió al tiro: Tienes razón al describirla así, la abuela llegó al final de su vida de 57 años, como una flor marchita o un volantín estrellado contra la zarzamora. Lo que para mí se quedó grabado fue esa historia del mantelito blanco, de la humilde mesa, donde compartimos el pan familiar, mantelito blanco, hecho por mi madre, en noches de invierno… Había que correr a apagar la radio si lo tocaban y estaba prohibido cantarlo. Los grandes nos habían advertido que al oírlo, la abuela se acordaba de su mamá  y se podía morir del corazón. Por eso mismo, te apuesto que todos los nietos lo sabíamos de memoria. Tamaña impresión nos hacía, de niños, esa canción con poderes de muerte…

-Anita María siempre revivía los fines de semana y festivos en casa de la abuela y sobre todo, la anhelada hora del almuerzo familiar. Claro, había que reconocer la fuerza de esa división entre grandes y niños, a la que se refería Marisol. En los almuerzos se imponía la severidad y privacidad de los adultos que no permitían en sus comidas la intromisión de menores; por ese motivo se organizaba un almuerzo por turnos. Se lo dijo a su hermana y al instante comenzó a describir, como si estuviera dibujando, la preparación de la mesa:

Se instalaban tableros y banquillas bajo un parrón tupido, que sin embargo permitía el paso del sol y bordeaba la galería de la casona.  Así, rodeados de coloridos y vistosos cardenales, nos sentábamos en un mesón improvisado o en la mesa del pellejo, como peyorativamente era nombrada por nuestros primos. Pero la división en turnos, exclamó de repente, no era un castigo, yo la recuerdo como un privilegio.

- Por supuesto, era una fiesta para nosotros, pero los turnos eran hechos para descanso de los adultos… Alcanzó a decir Marisol, antes de ser rápidamente interrumpida por su hermana que echando mano de todos los sentidos trataba de revivir ese lejano momento:

- En la mesa del pellejo, los olores a cazuela de ave y el tibio aire con fragancia a flores, se mezclaban con sonidos de risas, cuchareo y carcajadas; formábamos un bullicioso grupo que llenaba de alegría el jardín; patadas bajo la mesa, bromas y hasta guerra de migas marcaban una escena a menudo vigilada por alguna nana o vecina, que asesoraba a la abuela ante tanta algarabía; cualquier comentario o mirada de reproche, terminaba con un lapidario coro infantil: Acusete/ Carecuete/ Cinco  panes y un bonete.

- Si, pero tú describes las ocasiones en que nos reuníamos los once nietos, agregó Marisol, si el número era más reducido teníamos que respetar seriamente las reglas de los adultos.

- Es cierto, dijo Anita María. Además, esta situación se mantenía hasta que alguno de estos infantiles comensales  alcanzaba la edad suficiente para trasladarse al  denso turno de los adultos, terminando de esta manera con un tiempo de feliz convivencia.

- Pero Marisol recordó como, antes de la invasión de los  once primeros nietos a Totihue, había aún más reglas.  Me contó una vez mi padre, dijo, que cuando visitaba a su novia mi mamá le había impresionado el comportamiento en la mesa;  solo hablaba mi abuelo, después de oírlo, podían hablar los dos hijos hombres, pero las mujeres sólo lo hacían si mi abuelo les daba la palabra.

- Anita María prefirió cambiar de tema y recordar con nostalgia la vieja pandereta de adobe que resguardaba la casona, detrás de la cual existía un corredor abandonado, lugar de encuentro con sus primos. La pandereta se situaba cerca de la acequia en la que se refrescaban durante los calurosos días de verano. Pero solo le dijo a su hermana: Me acuerdo del lugar donde  preparábamos tortas y confites de barro cuando jugábamos a las visitas.

- Marisol exclamó de inmediato: !Ah, el corredor de achiras, al que se pasaba por el patio de los duraznos!

- Pero los recuerdos de Anita Maria la habían llevado rápidamente a otros lugares de la casona y ahora decía: El abuelo nos había habilitado también un potrero, donde elevábamos volantines cuando corría el viento de septiembre.

- Marisol, animada por los recuerdos, exclamó: ¡Ah! si ¡que alegría cuando partíamos hacia Totihue con un taxi lleno de volantines! A nuestra llegada, todos cantaban: Ha llegado desde el pueblo el Chaguito y su pareja/ abanicándonos a todos con sus tremendas orejas/ parapapán chipun, chipun/ parapapán chipun, chipun… y enseguida se formaba una cola de primos para que mi papá le pusiera hilo a cada volantín. Él medía seriamente con cuartas y dedos y después perforaba el volantín con palos de fósforo; la clave para elevarlos alto era saber la distancia en que se debían amarrar  los hilos y también el porte de la cola, que debía ser determinado con exactitud, de acuerdo al tamaño del volantín. Siguiendo cuidadosamente ese ritual solo restaba empinarlos y, un rato después, volantines de todos colores invadían el cielo elevándose a alturas sorprendentes y, si caían, imaginábamos lugares lejanos y misteriosos en que debía haber ocurrido su aterrizaje…

- Anita María, quizás de la misma manera que en la época de la niñez, sintió que debía traer a su hermana a la tierra y por eso agregó: Eso era para evitar los ataques de llanto del que perdía un volantín…

- Marisol quedó sin opción. Es cierto, dijo. Debe haber sido una idea consoladora inventada por mi papá, quien con todo ese público  aprovechaba de hacer discursos, advirtiéndonos sobre la importancia de competir limpiamente; ganar o perder era solo un detalle. Sin embargo, revisaba las latas o carretes con hilo, pues sabía por experiencia, que nunca faltaban los cabros malos que ponían vidrio molido al hilo para cortar los de sus otros compañeros de juego.

- Anita dijo con vehemencia: Una cosa era el discurso de mi papá, con su infaltable dicho broma de mano, broma de villanos, y otra lo que realmente pasaba, ya que ese potrero era además el lugar predilecto para la ansiada guerra de manzanas, preparada con trincheras a dos bandos, formados con batallones equilibrados de acuerdo a la resistencia física. Aunque siempre el más valiente y osado terminaba llorando, con más de un moretón en el cuerpo…

- Corríamos también adentro de sacos de papas y tirábamos de una soga, continuó en seguida Marisol,  no obstante yo me acuerdo sobre todo de la carrera que siempre ganábamos, la de a dos, con el pie amarrado… Contábamos 1,2, 3 y listo… Y como coordinábamos los movimientos por igual éramos imbatibles.

- Verdad, respondió con entusiasmo Anita María.  Hasta ganamos una de esas carreras en el Liceo…Pero cuando no estaban los primos era bien diferente…

- Claro, cuando íbamos al campo nosotras dos, recordó Marisol, ayudábamos a la abuela  dándole comida a los pollos, buscábamos nidos de gallinas cluecas en los potreros,  comíamos el huevo de las 10 de la mañana  – recién puesto y cacareado – y si era invierno comíamos también burrito, esa mezcla de miel y harina tostada …

- Además, interrumpió Anita María, cerca del asoleado dormitorio de la abuela se encontraba una salita muy pequeña. En esta habitación éramos recluidas después de almuerzo, para una siesta obligada, ya que la abuela temía que atravesáramos el portón a una hora en que transitaban los inquilinos y forasteros que venían a trabajar al fundo. En esta sala se guardaban libros y revistas antiguos, que otrora habían pertenecido a mi madre y tías. Tú disfrutabas leyéndome los apasionantes relatos y aventuras que continuaban de un libro a otro, mientras yo prefería dibujar, estampando en algún papel cada una de esas historias, por eso terminamos agradeciendo, cada vez más, ese descanso obligado.

- Con una sonrisa mal disimulada Marisol completó los recuerdos de su hermana: Los relatos y aventuras que te leía, eran las historias de una revista llamada El Peneca, ya que mis tías tenían toda la colección. Y las novelas, eran las de Emilio Salgari: El león de Damasco, El capitán Tormenta. Pero todo eso había pasado por la clasificación previa de mi mamá y tías. Las elegían en la Biblioteca que estaba en el salón con vitrola, donde estaba la chimenea y los grandes jugaban a las cartas.  De modo que a la pieza de descanso, cuya ventana daba frente a la higuera,  llevaban solo las revistas y libros que las niñitas podían leer. Un día se les pasó una novela que habían opinado ser solo para grandes: Cumbres borrascosas. Como me di cuenta del error la escondí y todas las noches leía un poco con la luz de una vela, guardándola después debajo del colchón. Fue el libro más misterioso y emocionante que en ese tiempo cayó en mis manos…

 

XI

 

- ¿Desde cuando se arrastraba esa marcada división entre grandes y niños? Ya mi mamá  recitaba una poesía, recordó Marisol, al parecer su refugio infantil, en la que repetía la expresión ¡Que tragedia ser niña!, declamando una serie de prohibiciones: la tinta porque mancha, el agua porque moja, los fósforos porque queman. Pero ella siguió usando y manteniendo con nosotras, la fuerza de esa jerarquía. Además de ser chicas éramos mujeres y teníamos que ser educadas como señoritas. Marisol permaneció un rato en silencio y después agregó: Sin olvidar nuestra situación privilegiada si comparada con las chancletas del campo…

-Anita María concordó con su hermana sobre el infortunio de las niñas campesinas. Es cierto, dijo, me acuerdo que vecino a la casa vivía Juan Abarca, un esforzado y fiel trabajador del fundo, que era el ayudante más cercano del abuelo;  viudo a cargo del cuidado de sus tres hijas mujeres, conocidas como las Abarca. La mayor de las hijas era la Chayo; la abuela a menudo le mandaba a lavar la ropa más grande, como sábanas y manteles. Estoy viendo como la Chayo,  luego de hervir la ropa al fuego, en grandes tarros de latón, la tendía a pleno campo. ¿Te acuerdas como  entregaba la ropa en la más pulcra blancura? Y todo esto a cambio de algún dinero o revistas de moda de aquella época. Leontina en cambio, de apariencia tosca y varonil, prefería dedicarse a las labores pesadas como la instalación de trancas y la crianza de animales;  trabajo facilitado gracias a su robusta contextura.

- Cierto, dijo Marisol, recordando con cierta dificultad, Leontina era quien enfrentaba el día a día, por eso venía al amanecer a ordeñar y nos pasaba por la ventana del dormitorio un potrillo con leche recién sacada de la vaca. Debe haber sido terrible para Juan Abarca haber tenido que cuidar tres chancletas,  aunque después ellas lo cuidaban. No he conocido a nadie más machista que a los campesinos, consideraban que las mujeres no estaban hechas para el trabajo del campo y…

- Tres chancletas y la muerte de su mujer fue el alto precio que tuvo que pagar Abarca… dijo misteriosamente Anita María, antes de la rápida respuesta de Marisol.

- Claro, ahora me acuerdo como los otros campesinos se referían a Juan Abarca, poniéndose la mano en la boca, algunos persignándose o murmurando sobre algún pacto con el diablo, dijo riendo e imitándolos Marisol.

- ¡Era lo contrario! Exclamó seriamente Anita María, los sufrimientos de este trabajador fueron por negarse a hacer un pacto. Y de una voz de niña asustada surgió inesperadamente un relato:

Juan Abarca solía asegurar haber tenido una experiencia directa con el diablo. Una oscura y terrible noche, el maligno se le apareció entre tinieblas y de la nada, vestía de negro riguroso cubierto de una capa; era flaco y alto como un roble, con largas piernas que terminaban en una especie de pezuñas. Su nariz era curva como pico de águila y poseía una mirada de fuego que espantaba a los hombres, pues este ángel caído tenía la propiedad de atravesar paredes, matorrales, árboles o cualquier obstáculo que encontrara en el camino, como si fuera inmaterial. Abarca contaba como el diablo lo invitó a encontrarse en un cerro, sabiendo de las difíciles  necesidades económicas  por las que estaba atravesando y con la astucia de un prestamista, le ofreció riquezas, incitándolo a firmar un pacto con  sangre  a cambio de entregarle su alma. Con un aire perverso y burlándose del campesino el diablo dejaba entrever una dentadura  resplandeciente con destellos de oro, que dibujaban una maliciosa sonrisa. Cuando Abarca volteó a mirarlo este había desaparecido dejando su pata marcada en el suelo.

- Marisol quedó sorprendida con esta narración seria y minuciosa de su hermana, al parecer guardada secretamente durante toda una vida. Por eso, fingiendo naturalidad le dijo: Yo también me acuerdo de algunos comentarios que hacían los campesinos de Totihue sobre el diablo; su parecido con un grande pájaro, su altura de casi tres metros, su abrigo largo, su capa y sus apariciones a media-noche.  

- No eran simples comentarios, retrucó Anita. Yo oí todo ese encuentro de la boca del propio Abarca, cuando le confesaba a mi abuelo como temía la posibilidad de una nueva aparición. Nunca olvidé como repetía: ¡Cuidado don Vito, porque el maligno está oculto y husmeando cualquier inconfesable y oscuro deseo!

- Marisol, sintió la presencia y temores de Anita María niña, casi un eco de las persistentes pesadillas sobre el fin del mundo, de las cuales tantas veces tuvo que consolarla. Por eso, desviando la conversación hacia las Abarca, le dijo: ¡Pero nos falta la Lola, la menor de las tres chancletas!

- Anita María recordó como el padre y las hermanas cuidaban con esmero de la Lola. Cuando llegaba la invasión de primos y visitas a la casa de la abuela, dijo, como gran cosa permitían que la Lola fuera a ayudar, pero solo un ratito.

- ¡Ah, si! respondió Marisol, la Lola era bonita y servía la mesa como si estuviera bailando. Pero de esas tres mujeres pobres del campo, seguro que nadie se acuerda…Aunque pensándolo bien, sabían muchos secretos sobre los patrones y Chayo, la mayor, conocía todas las historias del fundo, era una verdadera memoria oral. Recuerdo a mi abuela visitándolas cuando alguna de ellas caía enferma. La acompañábamos y algo les llevaba, no sé si plata o remedios, solo que agradecían, como si mi abuela fuera una santa. Me quedó grabada la imagen de la Chayo, pálida, acostada en un somier con patas, en el medio de aquella pobre vivienda de adobes y con piso de tierra, que les entregaban a los inquilinos del fundo. En esa época se decía que los campesinos de la zona central eran privilegiados; podían hasta plantar…

- Anita María, quien se había acostumbrado a no darle alas a ese tipo de análisis de su hermana, se sintió, sin embargo, obligada a decir: Me acuerdo que con la plata obtenida  por la venta de los muebles regalados por mi abuela después de la inundación, las Abarca mandaron a la más pequeña, o sea, al futuro de la familia, a probar suerte a la capital. Más tarde supimos que sus hermanas comentaban orgullosas que Lola era artista, y había cambiado su nombre para Mariela la tigresa, como era apodada en sus actuaciones.

- Mientras vivió en Totihue, continuó Marisol, la Lola andaba con el hijo del patrón, quien venía en las vacaciones y algunos fines de semana, a andar a caballo. De eso me acuerdo, y de los rostros de reprobación de las otras empleadas,  cuchicheando sobre la Lola en la cocina. Muchos años después, cuando la Lola ya se había ido de artista a Santiago, oí un comentario de los grandes sobre los nueve abortos que ya llevaba la Lola y como alguien, no sé si un médico, les había dicho que podía morirse, porque el útero estaba como tela de cebolla…

Y sin saber porqué, fue en ese momento que Marisol decidió que no podía continuar ocultando de Anita María la historia de las Tinajas. Con voz calmada comenzó a rebelar su descubrimiento: Anita, hay algo que no te dije ¿Te acuerdas del costurero de la abuela?...Y  así  le fue contando lo que había encontrado y conjeturado de la historia de las Tinajas.

La reacción de Anita María fue, como siempre, inesperada. Después de escuchar atentamente hasta el más mínimo detalle, leyó con cuidado la mayoría de los fragmentos encontrados en el costurero y, sin decir una palabra, se fue de la casa de su hermana y no dio noticias durante tres mes

 

XII

 

Pasado ese tiempo de silencio, para Marisol eterno, Anita María apareció un día como si hubiesen estado conversando la tarde anterior y sin dar la más mínima explicación sobre su ausencia, le dijo:

- Yo sé quien tenía la clave para resolver esa historia de las Tinajas: mi mamá. Claro que si todavía estuviera viva, le habríamos tenido que sacar lo que sabía con tirabuzón, pues tenía, como mi abuela, esa responsabilidad de guardar secretos bajo siete llaves …

- Marisol se limitó a agregar: de hecho mi mamá nunca quiso hablar sobre el misterio que rodeaba determinados objetos que las mujeres de la familia heredaban con orgullo y repartían durante su vida.

- Es cierto, confirmó Anita. Me acuerdo que mi abuela les regaló tres medallas a sus tres hijas mayores; una de platino para mi mamá, otra de oro para mi tía Estela y una de plata para mi tía Laura. ¿Te acuerdas que siempre preguntábamos porque mi tía Graciela, que era la cuarta hija, no había recibido una medalla? Pero ese no fue solamente un comportamiento inusitado de mi abuela, mi propia mamá repartió sus adornos de una forma largamente planificada: los de platino para ti, los de oro para mí;  las perlas y la medalla de la abuela para Georgina.

- A mí me entregó hace muchos años atrás, dijo Marisol, un broche que tiene las tres letras de mi monograma. Le expliqué que mi modo de vida no tenía mucho que ver con un objeto de esos, pero me contestó seriamente: guárdalo, me lo dio mi madre y algún día quizás aprecies lo que simboliza. Mucho tiempo después le conté que había usado el broche en una ocasión especial; se puso muy contenta, pero nunca más tocamos el tema.

- A propósito de la división en tres partes, un día de estos encontré a Georgina y le conté que estábamos escribiendo sobre mi abuela, que tú habías descubierto unas notas…Alcanzó a decir Anita María, antes de ser interrumpida por la pregunta de Marisol:

- ¿Ah si? ¿Y que le pareció?

- Se limitó a hacernos una advertencia, dijo irónicamente Anita María: ¡Cuidado con hablar mal de mi abuelita!

- Se hizo un silencio. Pero Marisol retomó enseguida el hilo de la conversación anterior y continuó diciendo: No te olvides que tampoco entendimos porqué mi mamá le regaló aquella  tinajita de oro para el cumpleaños de los 15 años de Javiera, su nieta mayor, justo cuando ya habían nacido sus tres primeras nietas.

- Anita Maria respondió con voz emocionada: y eso que no sabes lo que encontré, al abrir la caja de cartas de mi mamá. Contenía, como siempre nos había dicho, las cartas que le enviaba mi papá, cuando estaban de novios, pero también otros dos escritos. Uno era una carta de su abuelo del 30 de Julio de 1946, enviada cuando ella comenzó a trabajar.

- Marisol sin poder contenerse exclamó: ¡El mismo que castigó a su hija por decir que le gustaría ser profesora de piano y que obligaba a mi mamá a leer las cartas que recibía cuando soltera, en voz alta, a la hora de almuerzo y en la presencia de todos! ¡Nunca soporté al bisabuelo, y pensar que me obligaron a regalarle una toallita bordada, que me costó tanto hacer! ¿Y que dice la carta?

- Anita María leyó un trecho, imitando la voz ronca del bisabuelo:

Si tú siembras la semilla de una flor, sabes que ésta te deleitará con sus pétalos y perfume dentro de pocos meses, pero si tu plantas un naranjo, será tu cuidado de muchos años para que te dé fruto. Así en otro orden de natura uno ve una criatura, la cual demora muchos años en verla crecer y apreciar su criterio. Yo nunca pensé ver a Uds. grandes y me complace por mí y en especial por mi hija, saberlos eficientes y con una moral digna de las enseñanzas que sus padres le dieron. Es para mí tu obsequio motivo de especial consideración, sabiendo que de tu primer jornal percibido en la lucha por la vida, haz destinado parte de él para un agrado de tus abuelos. Al agradecer por mí y por tu abuela el gesto espontáneo de que nos has hecho parte, solo pido a Dios te conserve siempre amante y respetuosa de los que te dieron el ser.

- ¿Y cual era el otro escrito? dijo Marisol, tratando de restarle importancia a las palabras moralistas y disimuladas del bisabuelo.

- Anita María le mostró un recorte que parecía de diario; ya estaba de color amarillento y decía Almanaque, con fecha de 1951 firmado por alguien llamado Carlos Rene Correa. Y sorprendentemente Anita, quien durante toda su vida se había limitado a escuchar las lecturas de su hermana, tomó el recorte y lo declamó sin parar, como transportada a una  pieza de teatro, de aquellas que ponían en escena  cuando niñas:

Junto a las tinajas de greda se quedó ovillada nuestra infancia; la casona las tenía como celosas guardianas de su prestancia rural. El alfarero criollo las conformó ventrudas y con un solo ojo para mirar el cielo.

            Sirvieron en otros tiempos en las bodegas espesas de penetrante olor de vinos que  fermentan; fueron vientres de tierra para contener la sangre de las viñas que en todos los otoños se derramaba desde sus racimos…

Ahora están las tinajas hermanadas por la hierba que no tiene nombre propio, cerca de la tapia de adobes. Yo las quería como buenas hermanas que me ayudaban en los juegos infantiles y en las que encontraba refugio seguro cuando hacía la cimarra y me quedaba sin escuela.

Desde sus entrañas ahora les brotan unos cardenales verdes y retorcidos brazos que rompen en llamas de tiempo en tiempo; los gorriones han hecho nido en su corazón, y el agua de la lluvia las penetra con su musical presencia.

En las mañanas de invierno amanecían húmedas y fragantes de tierra y eran igual que las amas de llaves que durante todo el día transitaban por los corredores de la casona.

Se han quedado detenidas reposando sobre la tierra como un racimo de arcilla que no quiere huir del terruño, las tinajas están ahora en nuestros ojos y en nuestras palabras y hacia ellas regresamos urgidos por la necesidad de saber de nuevo de esos años aldeanos. Como un símbolo de la tierra, las tinajas viven al amparo de las sombras de los árboles añosos del parque abandonado en el que crece el musgo de felpa; desde las tejas cae un bautizo de rocío y nos acercamos a ellas para vivir la edad que tuvo verdes brotes y una floración agreste que no cabe ahora en el tiempo.

 

- Marisol quedó pensativa y por fin dijo: muy sentimental, habría dicho mi propia mamá… Es impresionante que lo haya guardado por tantos años, está claro que para ella tenía algún otro significado…

Después de un largo silencio Marisol dijo: ¿Sabes en quien he pensado estos días? En el loquito de Totihue: Albornoz, que algo, por lo menos también debía saber sobre esas Tinajas. Nunca olvidé las ocasiones en que estaba mal; aparecía en la noche, en manga de camisa, con tres velas encendidas y llamando a mi abuelo: don Vito, don Vito repetía y parecía tener mucho miedo… Mi abuela se asustaba, y no era solo por la locura de Albornoz, había algo más…Como si fuese una pieza de un entramado, que a cualquier momento pudiera provocar un derrumbe general…Tranquilo hombre, le respondía mi abuelo, váyase a su casa que se va a enfermar vestido así, en medio del frío que hace ahí afuera. Albornoz parecía tranquilizarse con la voz firme de mi abuelo, pero demoraba horas para irse y, muchas veces, el abuelo lo dejaba quedarse en las caballerizas. En ese caso, solo se iba al amanecer…

-Anita María, que recién comenzaba a reaccionar después de la larga lectura del recorte, exclamó: ¡Claro que tampoco lo olvidé! Asomado por el vidrio de la ventana que daba a la pieza de mis tías y con las velas encendidas en las manos. ¡Pero no era solo la abuela que se asustaba; la tía Laura también le tenía terror!

- Marisol retomó su relato, refiriéndose ahora a esas otras ocasiones en que Albornoz estaba bien y permanecía inmóvil en la puerta de su choza. Sus manos, continuó diciendo, parecían tener vida propia y  hacían prolijamente cántaros y tinajas de junco y, a veces, ese gran caballo con melena de crines auténticas, que nos llamaba tanto la atención. Sin embargo, la única que nos dejaba acercarnos y tocar la melena del caballo, era mi tía Graciela. En esas oportunidades, Albornoz  nos saludaba y sonreía con orgullo.

- Anita María se limitó a escuchar a su hermana y después agregó: ¿Y no te acuerdas como cantaba antes de comenzar a llover? Mi abuelo, digno primo de Muñoz Ferrada, avisaba cada vez que iba a temblar porque sabía interpretar el aullido de los perros, pero también anunciaba lluvia, al escuchar el canto de Albornoz. Me acuerdo hasta de una parte de la canción: Va a llover, la vieja está en la cueva, los pajaritos cantan, las Señoras se levantan…

- Marisol quedó un buen rato pensativa y, por último, le dijo a su hermana, sin muchas ganas de hacerlo: ¿Sabes que mi imaginación de niña había dejado para siempre a Albornoz en el campo, durmiendo hasta el amanecer en la caballeriza del abuelo, cuando estaba asustado porque lo perseguían, o bien, haciendo creaciones de junco frente a su choza?  Pero hace pocos días, conversando con mi tía Graciela, me contó que Albornoz fue parar al Hospicio de Santiago y como en esos años ella quiso saber como estaba, lo fue a ver de motoneta.

- ¡Verdad que mi tía dejó la grande, no solo en la familia, sino también en el campo y en el pueblo cuando se compró esa motoneta! ¡En ese tiempo era un escándalo una mujer andar de moto y todavía más con esos pantalones de rayas que ella usaba! exclamó Anita María.

- Si, lo de la moto es divertido, pero no la descripción que me hizo del Hospicio. Dice que Albornoz la reconoció; estaba detrás de unas rejas, como si fuera un bandido, en pésimas condiciones y junto a un montón de otros locos, que se colgaban y descolgaban de los barrotes cuando la vieron. Fue tanta su impresión, que nunca más volvió. Solo se acuerda de lo que Albornoz le dijo, y que ella atribuye a delirios de persecución: Cuídese Chigüita y cuide a don Vito, que los pueden atacar las tres Señoras…

 

 

 

 

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juillet / décembre 2013  -julho / dezembro 2013